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Muerte digna o eutanasia

Por Pablo Yurman / Abogado.- Marcelo Diez es un paciente de 45 años que hace 18 se encuentra internado tras haber sufrido un accidente en motocicleta, en Neuquén. Una hermana pidió que se suspendan los “tratamientos” que lo mantienen con vida.


La llamada ley de muerte digna ha generado no pocas dudas respecto de sus alcances concretos, lo que habilita a efectuar algunas reflexiones acerca de sus disposiciones principales.

Como crítica general debe decirse que, por un lado, y siguiendo una lamentable costumbre de los últimos años, el parlamento ha legislado en base a un caso concreto, el de la pequeña Camila, quien permaneció desde su nacimiento y hasta los 3 años en estado vegetativo. En principio, no es bueno que una ley, destinada por su esencia a contemplar situaciones generales de toda la población, se motive en un único caso. Por otra parte, la ley fue aprobada en tiempo récord, sin efectuarse consultas a expertos en la materia y, como resultado, en pocos meses se aprobó a las apuradas lo que otras sociedades llevan años analizando.

Luces

Más allá de los modos, lo cierto es que puede señalarse un primer aspecto positivo de la norma y es que claramente apunta a evitar casos de distanasia, práctica que también se conoce como encarnizamiento terapéutico u obstinación médica, situación que no debe confundirse bajo ningún concepto con la eutanasia en sus distintas clases.

El encarnizamiento terapéutico ocurre al someter al paciente terminal a un tratamiento que resulta extraordinario y desproporcionado en relación con su patología y que no supondrá mejora alguna ni reversión de su cuadro. Es la prolongación de la agonía por la prolongación misma, sin nada que lo justifique y sin que pueda beneficiarse de ningún modo al enfermo.

La distanasia así entendida es moral y jurídicamente ilícita y supone un atentado a la dignidad del ser humano. Sólo en este supuesto cabe la expresión de “muerte digna” que se procura a la persona en cuanto no experimentar sobre ella ni prolongar innecesariamente su agonía.

Otro aspecto positivo, es la mención que hace la norma, por primera vez en el ámbito jurídico, de los cuidados paliativos como integrantes de los derechos del paciente. Estos cuidados consisten en una variada gama de recursos por medio de los cuales, ante la imposibilidad de revertir un cuadro terminal o de una enfermedad incurable, evitando adelantar la muerte (eutanasia) o prolongar inhumanamente la agonía (distanasia) se intenta aliviar el dolor y el sufrimiento y se procura el acompañamiento necesario para ayudar a “bien morir” al enfermo.

Los cuidados paliativos pueden requerir de la intervención de un equipo interdisciplinario que incluya desde psicólogos hasta asesoramiento espiritual, pero a veces supone simplemente acompañar humanamente al moribundo, tomándole la mano, leyéndole un libro o simplemente, escuchándolo. Requiere de un cambio de actitud frente al débil: no como material inútil y de descarte, sino como uno de nosotros que pese a su fragilidad extrema conserva toda su dignidad intacta, hasta su partida.

Sombras

Lamentablemente hay aspectos negativos en esta ley aprobada de apuro y sin mayor reflexión. Si bien se trata de reconocer el derecho del paciente a rechazar tratamientos extraordinarios y desproporcionados, es decir evitar que se le practique cualquier tipo de distanasia, se introduce una peligrosa referencia a que también podría rechazar procedimientos de “hidratación y alimentación” que no suponen de por sí ninguna desproporción y constituyen el mínimo tratamiento a dispensar a un paciente. En sentido estricto, suprimir la hidratación y la alimentación, que produce inexorablemente la muerte del paciente, supone aplicarle una eutanasia pasiva o por omisión. Vale decir que no sería la eutanasia por acción (una inyección letal) pero el enfermo moriría de deshidratación o inanición, situación ésta tan lesiva a su dignidad como lo sería un encarnizamiento terapéutico.

Es lo que podría ocurrir con Marcelo Diez, un paciente de 45 años internado en Neuquén por haber sufrido un accidente en motocicleta hace 18 años. Tras el fallecimiento de sus padres, el abogado de una de sus hermanas solicitó que, por aplicación de esta ley, se le “suspendieran” los tratamientos. En una palabra: que se lo “desconectara”.

Pero lo que posiblemente el curial no dice es que Marcelo, dentro de un estado de inconciencia persistente, goza de una salud física estable. Por otro lado, de acuerdo a lo que ha trascendido del caso, no está conectado a nada y no es un enfermo terminal ni padece una enfermedad incurable. No está sometido a terapia alguna, por lo tanto no se practica sobre él un ensañamiento terapéutico que le prolongue artificialmente la vida. No manifiesta tampoco estar sometido a algún dolor físico. Además nótese que, ciertamente, no ha sido el paciente quien ha pedido que se lo “desconecte” a nada, sino el abogado de una hermana.

No es fácil hacerse cargo de un paciente en esas condiciones, pero acelerarle la muerte no sólo no está contemplado en la ley de muerte digna, sino que tampoco parece una solución respetuosa de la dignidad humana.

Se alude también a los costos que implica mantener un paciente como Marcelo. Es cierto. Pero ¿acaso no se gastan millones en campañas políticas o en subsidiar espectáculos deportivos, cuestiones infinitamente menos valiosas que una vida humana?

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