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Militares, árbitros otra vez en un país indómito

Por Marcelo Falak, de Ambito Financiero. La reacción de Rafael Correa al desafío al orden legal transitó por dos carriles: la apelación a un apoyo internacional que no tuvo fisuras y la apuesta a una fidelidad militar que se ponía a prueba al cierre de esta edición con la represión del movimiento de los policías díscolos. Amanecer desolado en Quito, paralizada por estado de excepción

Si cuando comenzaba la tarde de ayer todavía se discutía en círculos diplomáticos si los sucesos de Ecuador eran o no un intento de golpe de Estado, la frenética e inquietante sucesión posterior de hechos despejó cualquier incógnita. Un ataque físico pocas veces visto a un mandatario, su secuestro posterior en el hospital en el que debió internarse, la declaración del Estado de emergencia en el país, un Gobierno desorientado llamando a una pueblada para liberar a su presidente y la represión cruenta con que la Policía sediciosa respondió esta pretensión dieron por tierra con esas disqui-siciones.

La reacción de Rafael Correa al desafío al orden legal transitó por dos carriles: la apelación a un apoyo internacional que no tuvo fisuras y la apuesta a una fidelidad militar que se ponía a prueba al cierre de esta edición con la represión del movimiento de los policías díscolos.

Con respecto a lo primero se debe destacar que el rechazo a la asonada y la solidaridad brindada a Correa por el eje de presidentes de centroderecha de la Sudamérica del Pacífico (Sebastián Piñera, Alan García y Juan Manuel Santos) han sido tan férreos como los de los aliados naturales del ecuatoriano, Hugo Chávez, Evo Morales, Lula da Silva y Cristina Kirchner. Hay que destacar sobre todo lo del colombiano, que revierte así la tormentosa relación bilateral de los tiempos de Álvaro Uribe, algo que ha sido posible tanto por su empeño como por la decisión política de Correa de cooperar más claramente contra las FARC.

Otro hecho destacado es que esta vez, a diferencia del golpe del 28 de junio del año pasado en Honduras, la respuesta de Estados Unidos fue contundente y libre de ambigüedades. Sin reparar en diferencias ideológicas, el jefe de la diplomacia norteamericana para la región, Arturo Valenzuela, llamó a Correa «presidente democrático» y le prometió su «apoyo irrestricto».

Cabe recordar en este punto todo el daño que hizo a la causa de la democracia aquel vaivén del Departamento de Estado, que terminó siendo crucial para que los golpistas hondureños terminaran logrando todos sus objetivos y consolidaran una salida institucional a su medida que, entre otras cosas, supone aún hoy el destierro de Manuel Zelaya y la impunidad para los perpetradores militares y civiles de la asonada.

El juego de la Policía ecuatoriana sublevada y de sus aliados militares pasaba por el sostenimiento de la rebelión por el mayor tiempo posible, a la espera de que ésta prendiera en algún sector civil que le pudiera dar sustento. El ex presidente Lucio Gutiérrez intentó, solícito, jugar su carta desde Brasilia, al embestir contra el Gobierno legítimo y enviar a sus simpatizantes a copar el canal de televisión estatal. Con todo, los acontecimientos se precipitaban anoche para ellos.

Antes de eso la espera se había hecho interminable. Pese a la declaración de Correa del estado de emergencia, que puso en manos de las Fuerzas Armadas la seguridad del país ante la ausencia policial de las calles, los militares demoraron por largas horas la represión, algo, de hecho, funcional a esa impasse calculada. En ese escenario se había especulado con tres posibilidades: que no tenían voluntad de terminar con la rebelión; que estaban divididos y el riesgo era entonces el de un enfrentamiento todavía más grave; o que estaban vendiendo cara su intervención en términos políticos. Lo que llamaba la atención es que durante las horas en se afirmaba que aún no estaban dadas las condiciones para una represión militar a los golpistas, el Gobierno arengaba a sus seguidores a actuar por su cuenta para liberar al presidente. Lo que no hacían los soldados se le pedía a la ciudadanía desarmada. Así terminó el pleito, con graves hechos de sangre. No es que el Gobierno no quisiera reprimir; no podía. Todo eso cambiaba anoche con una acción de los militares que dejaba ver, finalmente, que estos habían aguardado a que el poder político entendiera cuánto los necesitaba.

Como Hugo Chávez, Correa ha metido mano a fondo en el sistema político de su país, en la Constitución y en la distribución del ingreso. Pero a diferencia de aquel no lo hizo en las fuerzas de seguridad. Atención a un dato: el Chávez que hoy conocemos, el que se declara socialista, el radicalizado, el que aprieta a la prensa y, sobre todo, el que creó milicias populares adictas a su régimen, es el Chávez que salió, resentido y fortalecido, del golpe de abril de 2002. ¿Será esta la lección que aprenderá Correa tras este trance?

La crisis institucional de marras no tiene que ver, es obvio, con una reivindicación «gremial» vidriosa (ver recuadro aparte). Es mucho más profunda que eso, e involucra una grieta dentro del propio sector político de Gobierno que se hizo visible justamente con el trámite de reordenamiento del sector público. La medida fue resistida por los legisladores del propio oficialismo, lo que llevó a Correa a amenazar a la legislatura con su disolución. Una decisión que sería plenamente constitucional e involucraría un inmediato llamado a elecciones.

Cuando se pensaba que, por primera vez en mucho tiempo Ecuador contaba con un liderazgo fuerte como el de Correa, un presidente muy popular y capaz de superar la crónica inestabilidad institucional del país, la dura realidad se impone otra vez. Como en los tiempos del inefable Abdalá Bucaram, de Jamil Mahuad, del propio Gutiérrez y sus huestes indígenas. Es el Ecuador de siempre, el de los ocho presidentes en trece años. El de las Fuerzas Armadas como árbitro de los conflictos políticos. Estas, una vez más, tuvieron la última palabra.

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