De lo que se puede tener cierta certeza al ver y escuchar televisión argentina es que, en la mayoría de los casos, no se puede saber qué es cierto y qué no, porque opera con leyes propias, reinventándolas día a día, reclasificando valores, enterrando disensos, contaminándose y nutriéndose de todo lo que encuentra a su alrededor sin preocuparse por los conceptos, por las nociones y los límites entre lo real y lo fingido, entre el espectáculo y la patología, entre lo que está vivo y lo que tiene hambre, entre lo que mata y lo que es matado. Todo vale tanto más cuanto que nada importa y, sobre esa duda (o certeza, si hablamos claro), sobre esa tensión que le importa a muchos y a otros, según la época, no tanto, pasa, hoy por hoy, la forma de, digamos, analizar qué es y qué sucede con lo que está del otro lado de la pantalla, con lo que se hace del otro lado.
La televisión argentina camino al Bicentenario se llama Marcelo Tinelli
La televisión argentina, casi al filo del 2010, sobrevive crisis, gobiernos, contiendas partidarias y empresariales, catástrofes y malarias porque se alimenta y retroalimenta de los sucesos de un país amnésico que casi la mira sin ver, que la oye sin oír verdaderamente. Pero sobre quién mira y quién oye, y sobre quién ni mira ni oye y sólo ve, sobre eso, la televisión ni piensa, porque eso carece de real importancia, así como las nociones de pluralidad y multiplicidad resultan un perenne contrasentido. El zapping es una gran mentira que no se debate.
La televisión argentina, camino al Bicentenario, tiene nombre y apellido: Marcelo Tinelli. Más allá del resto, Tinelli domina, construye y mantiene, en cierto sentido, toda una realidad que parecería operar con reglas propias y que no está del todo clara cuánto de esa realidad incide en la otra, en la que estamos y vivimos todos de manera diversa. Este año el programa de Tinelli, el factótum de su imperio audiovisual, Showmatch, cumplió veinte años y, delicias de un destino escrito bajo la sombra y el amparo del menemismo, puso en práctica un cúmulo de modificaciones que se fueron dando conforme el rating parecía pedirlo. A ver, el rating, como la realidad, como la opinión pública, como el público, como el pueblo, como la inseguridad, como Majul, genera una ficción intrínseca de sentido que, en la tele, funciona como caja, como formador de dinero, como ganancia o como pérdida. Es decir, no sabiendo nunca casi nada del otro que mira y escucha del otro lado, la televisión especula sobre gustos y costumbres y apuesta con lo que el rating indica que la gente quiere ver. Estofue así siempre, pero hoy por hoy sus mecanismos están más expuestos ya que la televisión se transformó en una especie de hipertelevisión que aprendió a hablar de sí misma, a bajo costo, recodificando el concepto de ficción y logrando así independencia total de los demás medios audiovisuales. Ni el cine logró conjurar el hechizo y cayó rendido a los pies de las cámaras sucias y desprolijas de los noticieros.
Por eso, y porque quizás es más barato y porque ya no importa tanto, a la altura de Tinelli, ganar más plata sino ser el más prepotente, ser el más grande, Tinelli parece que quiere ser, y a principios de año desplegó toda una artillería que se ancló en una vuelta del programa al humor de años atrás (cámaras ocultas, sketches, participaciones especiales, Pablo Granados, Pachu Peña, entre otros) pero que rápidamente mutó a un certamen de talentos de chicos que duró poco y se lo cedió a Luis María Listorti, que
hizo lo que pudo con esa cara, con esos gestos y con esos chicos. Terminó rápido y ya nadie recuerda eso. De los chicos a la segunda versión del “Gran Cuñado”, basándose en la coyuntura y en las elecciones del 28 de junio que estaban por llegar. Durante semanas, toda la televisión y medios gráficos argentinos operaron sobre la ficción de Tinelli y debatieron, serios o más o menos,cómo podía un programa de televisión que se burlaba de los candidatos voltear a uno y subir a otro, cómo Tinelli perdía patria y bandera, y si era verdad que Francisco De Narváez había puesto plata en el programa. Aparecía entonces toda aquella historia de las participaciones del entonces presidente Fernando de la Rúa en Showmatch (por entonces Videomatch y por Telefé) y, una vez más, casi con un reduccionismo espantoso, dejando a eso que se llama opinión pública con el sabor de la idiotez, se dijo que el principio del fin de De La Rúa había comenzado con Tinelli, quien seguía llenándose los bolsillos del mismo modo que, años atrás, se tragaba alfajores enteros en cámara.
Casi olvidados, los imitadores de políticos dejaron paso a lo que, al parecer, disfruta más Tinelli y su público: el enfrentamiento
verdadero con protagonistas verdaderos. O casi. Como una mixtura berreta y ordinaria de “Bailando por un sueño” y “Cantando por un sueño”, apareció “El musical de tus sueños”, donde ahora los famosos (o casi, pero famosos al fin) competían y compiten bailando y cantando junto a un grupo de bailarines y cantantes más o menos expertos. Como las licencias de los grandes musicales (léase el Fantasma de la ópera, Cats, Chicago, Hairspray, Evita, entre otras) resultaron caras para la producción de Ideas del Sur, se prefirió otra hermosa y delicada mixtura entre recreaciones de videoclips y canciones, digamos, teatralizadas.
El jurado, integrado por, y perdónese la tristeza, la decadencia misma, purgó y purga historias personales que conoce todo el mundo, con un Aníbal Pachano que salió del closet pero aún no vendió el ropero, una Reina Reech que vive de glorias pasadas y Valeria Lynch, que alguna vez fue la mujer araña y hoy rasquetea entre canjes y publicidades para sus shows en el teatro Gran Rex.
Como tampoco está claro qué quiere decir en televisión ser un artista, ser una figura, ser un personaje y ser un problema, todos se proclaman artistas (de Graciela Alfano a “la enana” Feudale) y, como se les terminó el guión personal (o se los terminaron, para el caso da lo mismo), como lo obsceno en esos autoproclamados artistas empezaba a oler a chiquero real, a tarro con lombrices, esperaron que llegase el Día de la Madre, en octubre pasado, y todos lloraron. Ahí los productores de Tinelli se dieron cuenta que “los grandes temas” siempre funcionaron y que había que llorar. Entonces volvieron los chicos, esta vez bajo la forma de los sueños de los famosos, que aprendieron y aprenden a llorar más rápido que un recién nacido y recrean grandes escenas de la ficción universal donde, siempre, los chicos son privilegiados. Y todos lloran al compás de gente necesitada, gente real que necesita algo
de alguien y que la televisión se lo ofrece en un formato en el que ganan otros. Mientras tanto Tinelli mira a cámara. Cada vez más seguido.
Leonel Giacometto (Especial para El Ciudadano)