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Repaso

Mecha Ortiz, una dama de alta sociedad que resultó la gran femme fatale del cine argentino

Noticias Argentinas realiza un repaso por la vida de la actriz que, apodada en su esplendor “La Greta Garbo argentina”, se convirtió en una estrella interpretando una misma clase de personajes: mujeres que anteponían sus deseos carnales al mandato de la familia perfecta


Por Carlos Polimeni, para Noticias Argentinas

Una actriz que pertenecía a la alta sociedad, pero en secreto colaboraba con las finanzas del Partido Comunista, corporizó durante dos décadas la femme fatale por excelencia del cine argentino, con una galería de personajes de mujeres con deseos sexuales explícitos y un proceder para saciarlos que hasta entonces parecía pertenecer en exclusividad al universo masculino.

La figura de Mecha Ortiz brilló en la industria cinematográfica nacional desde mediado de los años treinta hasta entrados los cincuenta, en una trayectoria que sumó 37 películas, en las que la gran mayoría de sus personajes fueron mujeres adultas que, en el ansia de satisfacer sus instintos, llevaban a los hombres a “la perdición”, para encontrar finalmente un castigo aleccionador.

Algunos de sus films más famosos se llaman Los muchachos de antes no usaban gomina (1936), Mujeres que trabajan (1938), Margarita, Armando y su padre (1939), Safo, historia de una pasión (1943), El canto del cisne (1945), Camino del infierno (1945), Madame Bovary (1947), La Rubia Mireya (1948), Mi vida por la tuya (1951), Cartas de amor (1951) y Deshonra (1952).

Ortiz fue también una figura central del teatro, primero como partenaire del cómico Florencio Parravicini, luego con una compañía propia, y una vez que empezó el reinado de la televisión trabajó en diferentes etapas en el medio, pero podría pensarse que su recuerdo como estrella está íntimamente relacionado con aquellos personajes cinematográficos llenos de manipulación. desgracias amorosas y pizcas de locura, siempre a hectáreas de los ideales católicos de la buena familia.

El apodo de “La Greta Garbo argentina” con que se la identifica con facilidad tiene que ver con que el misterio de sus personajes -que a veces tardaban mucho tiempo en aparecer en sus filmes mientras otras figuras hablaban de ellos- se extendió a su vida, que terminó en 1987, cuando incluso había trabajado en papeles secundarios en series muy populares como Rolando Rivas, taxista, aunque ya parecía una sombra de aquello que había sido.

Como si un escenógrafo hubiera montado la escena, durante su velatorio en el Teatro Nacional Cervantes. en octubre de 1987, un señor mayor canoso y de barba blanca depositó sobre el ataúd un ramo de rosas rojas, subrayando un viejo rumor que aseguraba que colaboraba con las campañas financieras del Partido Comunista de la Argentina desde los años treinta, aunque eso jamás podría ser corroborado en público.

María Mercedes Varela Nimo Domínguez Castro, así era su nombre real, estaba casada con un terrateniente que era primo de una de las figuras políticas claves de la llamada Década Infame, Roberto M. Ortiz, que fue Ministro de Obras Públicas y Ministro de Hacienda, antes de convertirse en Presidente de la Nación, cargo que ejerció desde el 20 de febrero de 1938 al 27 de junio de 1942, en la antesala de la llegada del peronismo a la escena política nacional.

Aunque jamás mencionó el tema en público, era frecuente que se dijera que aquella dama de una familia burguesa sumada por matrimonio a la alta sociedad se había dedicado a la actuación después de que su marido sufriese un accidente montando a caballo, que lo dejó parapléjico hasta su muerte, y que los contactos con el poder habían sido útiles para el despegue su carrera, aunque los personajes que eligió representar colisionaron de pleno con la moral vigente en la superficie de la Argentina de entonces.

De hecho, en una de las escasas entrevistas que dio sobre su carrera, le contó al periodista Julio Ardiles Gray que cuando se quedó viuda siendo joven, visitó al Ministro de Educación para pedirle trabajo y fue entonces que recibió el consejo de reanudar sus juveniles estudios de teatro en un Conservatorio, del que salió con muchas herramientas para una vida profesional en la que el cine le dio fama y dinero, pero las tablas prestigio y estabilidad.

Le tocó en suerte el llamado período clásico del cine argentino, aquel en que el llamado séptimo arte se convirtió en una industria sin chimeneas que exportó películas, directores, actores y actrices al mundo hispanoparlante, con un sistema estelar propio del que también formaron parte Libertad Lamarque, Tita Merello, Zully Moreno, Niní Marshall, Mirtha Legrand, Delia Garcés, Amelia Bence, Sabina Olmos, María Duval, Fanny Navarro, Olga Zubarry y Laura Hidalgo.

En 1933, la Argentina contaba con 11 millones de habitantes y la friolera de 2.161 salas de cine, la mayor proporción de Latinoamérica, con un público de la creciente clase media que reclamaba películas nacionales, que los grandes estudios generaban con sistemas de trabajo que les permitirían, una vez aceitados, cifras notables: en 1950 la cantidad de estrenos ascendió a 56, en parte gracias una política de estado que en esa etapa subsidiaba la producción nacional.

Una de las características de la carrera de Mecha Ortiz fue la elección de algunos personajes femeninos del acervo de la cultura universal, entre ellos Madame Bovary, la clásica historia de la mujer insatisfecha que se niega a ser trofeo de su marido noble, de Gustave Flaubert, y Safo, la poeta griega de la isla de Lesbos que con desesperación le cantó a Afrodita, la diosa del (¿poli?) amor, aunque su mayor éxito tal vez fue La Rubia Mireya.

En el escenario teatral se destacó en obras de temáticas llamativas entre ellas Un tranvía llamado deseo, de Teneesse Williams, una versión del belga Raymond Rouleau de la novela de León Tolstoi Anna Karenina, otra mujer insatisfecha en su matrimonio que encuentra un amante joven para mitigar el aburrimiento existencial, y La señora Ana luce sus medallas (título local de La visita de la vieja dama de Friedrich Dürrenmatt).

La industria del cine que le tocó alimentar con su seco estilo actoral había generado sus estereotipos estelares siguiendo los mandatos de Hollywood, la fábrica universal de ilusiones: Legrand haría varias veces el papel de joven inocente que buscaba un buen pretendiente, una linda familia, Tita Merello sería por siempre la muchacha de barrio obligada a trabajar en la noche como bataclana, salvo contadas excepciones a Marshall le tocarían los personajes cómicos, etc.

Quizás porque empezó en el cine grande de edad para las convenciones de la época, después de sus 30 años, Ortiz fue cincelada como estrella -¿o se cinceló?-  con aditamentos diferentes, que tenían que ver con el poder de su mirada, su altura excesiva, su cabellera, su costumbre de fumar mucho, su adultez relativa, sin inocencias, y una presencia física un tanto andrógina y dominante, ante la cual los hombres empequeñecían.

“Los personajes de ella entraron en el público porque se oponían a la ingenuidad de otros de la época”, puntualiza el historiador de cine Miguel Ángel Rosado, en un capítulo de la serie documental Soy Pueblo, que la realizadora Lorena Muñoz dirigió para la señal Encuentro. “No eran esos personajes de adolescentes lloronas, sufridas, sino personajes de mujeres fuertes, que iban a la caza del hombre”.

La categoría de la femme fatale fue patentada en Hollywood con el cine negro de los años cuarenta, pero mientras en la industria estadounidense el accionar de esas mujeres estaba destinado a conseguir dinero, ante todo, usando el sexo como anzuelo, en las películas de Ortiz en general la búsqueda era el deseo desenfrenado de la posesión del otro, sin que jamás se la haya visto desnuda o en una escena erótica jugada.

“Tenía un aura que la distinguía de las demás: la estatura, la delgadez extrema, las frases irreparables de su voz grave, aunque -sin dudas- gran parte del misterio estaba en su forma de mirar”, reflexiona el sociólogo y profesor universitario Ernesto Meccia, que agrega que desde la distancia se percibe también a la actriz como “muy homofriendly”, una categoría mucho más moderna que su estrellato.

“Con un asombro que aún recuerdo, Mecha aparece citada por Manuel Puig en novelas y en obras teatrales”, escribió Meccia en el suplemento Soy, de Página/12. “En La traición de Rita Hayworth y en Boquitas pintadas los personajes hablaban de ella cuando querían marcar el contraste entre Buenos Aires y los pueblitos de las provincias; eran mujeres que padecían el encierro del campo abierto tanto como los homosexuales”.

En la entrevista con Ardiles Gray, contó que pese a que había hecho películas repletas de sugerencias, en pleno apogeo de su encanto como mujer fatal, para El canto del cisne, el famoso director Hugo Christensen intentó convencerla -en pleno rodaje, es decir apurándola, ya que en ese marco los tiempos siempre son urgentes- de que era hora de que protagonizara el primer desnudo de su carrera. El diálogo, según su versión, concluyó de este modo:

─ ¡Ni lo pienses! ¡Sacátelo de la cabeza!

─ ¡Pero mirá, Mecha, que te voy a tomar de espaldas!

─ No, ni aunque me tomes de lejos y de espaldas.

Pero tal vez no hacía falta que se desnudara, porque a diferencia de los roles tradicionales, “el atractivo sexual que emana de la mujer araña manipula al héroe”, atrayéndolo lejos de la “buena” mujer y haciéndolo caer en su red de intriga (tal como sucede en “Los muchachos de antes no usaban gomina”, “Safo, historia de una pasión” y “El canto del cisne”)”, por pura fortaleza de carácter desliza Denise Pieniazek en un ensayo académico sobre este tema.

Los personajes de Ortiz, planteó, encarnaban “un ataque directo a la concepción tradicional de mujer y de la femeneidad así como también al núcleo familiar y a la institución del matrimonio” ya que en una era repleta de mojigaterías, la femme fatale tenía “acceso a su propia sexualidad” y lo explicitaba “sin conflicto alguno”.

“Con frecuencia la mujer araña no posee hijos, pues parece que no puede ser madre y fálica a la vez” pero su destino estará signado por ese deseo: ni la sociedad, ni los empresarios de cine ni los guionistas parecían dispuestos a premiar en el cine los comportamientos que hacían, vaya paradoja, que el público pagase las entradas.

El colmo de las contradicciones: la mujer que se oponía a los modelos convencionales de por entonces, al tener deseos sexuales explícitos y un proceder arrebatador propio del mundo masculino, movería con su convocatoria de público el pesado barco de la industria del cine, pero sería castigada simbólicamente por sus manipulaciones en todas y cada una de las ficciones que protagonizaba.

Fuera de su trabajo en público, no se le conocieron a Mecha Ortiz ni romances ni otras relaciones, incluso luego de la muerte de su marido, tal vez porque comprendió en su apogeo que la discreción aumenta el atractivo de las personas, como había entendido temprano qué en el cine, un arte en que a veces importa más la mirada que aprender un guión de memoria, se puede sugerir mucho actuando poco.

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