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Mario Levrero: el escritor que trascendió su propio mito

Juan José Saer dijo del narrador uruguayo que en su disponibilidad para la incertidumbre estaba la condición esencial de las obras mayores. Sus inicios en la masónica Piriápolis, su fanatismo por Kafka y su nulo deseo de convertirse en un autor de prestigio lo confirman


Fidel Maguna / Especial para El Ciudadano

Con una cita de Kafka y una dedicatoria a Tola Invernizzi se inicia La ciudad, la primera de las once novelas que escribió Mario Levrero. Cuando la terminó tenía 26 años y estaba en Piriápolis, el pueblo de la costa uruguaya que se llama así por Francisco Piria, el masón hijo de italianos que hizo fortuna con sus negocios y que a fines de 1800 mandó a construir un castillo cerca del mar, entre los cerros, a 100 kilómetros de Montevideo, en una tierra hasta entonces casi deshabitada. Otros masones –y otros capitalinos con dinero– no tardaron en seguir su ejemplo y poco a poco la zona se fue poblando de extrañas construcciones, vivas hasta hoy: castillos y mansiones de piedra, una iglesia que el Vaticano nunca habilitó por su arquitectura masónica, túneles secretos y el gigantesco Hotel Argentino, que con su inauguración en 1930 dio inicio a lo que sería uno de los primeros y más populares balnearios de Latinoamérica.

Hombre en bicicleta

Desde entonces la clase trabajadora de Montevideo también fue construyendo sus casas de veraneo y para la década del 60 el sueño de un masón delirante era la realidad de un pueblo abarrotado de gente en verano y habitado en invierno por unos pocos pobladores, entre ellos Jorge Mario Varlotta Levrero, un muchacho de pelo largo que alternaba su domicilio entre Montevideo y la casa que sus padres alquilaban en Piriápolis y al que parecía no interesarle en lo más mínimo convertirse en un “autor de prestigio”, según nos cuenta María Lina Mondello, su compañera de aquel entonces y madre de Carla, la primera de sus dos hijos. María Lina, que vive y vivió toda su vida en Piriápolis, recuerda que Mario Levrero repartía un periódico de izquierda en una vieja bicicleta; que escribía a máquina, noche y día; que sacaba fotos artísticas (“surrealistas, como él”, nos dice), que hacía sopas de letras para una revista. Pero estos detalles el lector de sus novelas y de sus cuentos probablemente ya los conozca y quizá podamos intentar que estos fragmentos que hacen al hombre Levrero no nos alejen de su obra; una obra que comenzaba a escribir en un invierno de mediados de los sesenta, sin un centavo en el bolsillo, en un pueblo apenas habitado.

Sobre todo Kafka

 

“De noche leía El castillo (la novela de Kafka) y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad”, dirá Mario Levrero en una entrevista con Hugo Verani, y encuentro en ese recuerdo un momento fundacional. Mediados de los 60 en el interior de Uruguay, década del boom latinoamericano (quizá ya sea tiempo de llamarlo de otra manera) y un joven montevideano que decide pasar sus inviernos en el pueblo, junto a su compañera y a sus amigos y al que parece no importarle nada que no sea escribir, hacer el amor, escuchar a Dylan y a los Beatles, y leer: Felisberto Hernández, Philip K. Dick, Chandler, pero sobre todo Kafka, traducciones de Kafka, posiblemente malas ediciones de malas traducciones de Kafka al castellano. Un joven que vivía en una casa alquilada, parecida, nos confirma María Lina, a la casa que habita el personaje de La ciudad, novela que comienza así: “La casa, al parecer, no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos años”, un texto que cuando terminó de escribir fue a mostrárselo a sus amigos Tola Invernizzi y su esposa Milka Alperovich, quienes entendieron que estaban ante una obra fuera de lo común. Y lo fuera de común, también, es el gesto de Levrero: cuando sus amigos terminan de leer, él regresa a la casa en donde vive, para seguir haciendo, sencillamente, lo que le gustaba hacer: el amor, escuchar música, leer y escribir, sobre todo leer y escribir.

Trascender el mito

Levrero no corrió a Montevideo a convalidar su novela ante los embajadores del crack latinoamericano –digámosle crack porque algo estaba por romperse–; como tampoco corrió a los lobbies de las editoriales porteñas (en Buenos Aires vivirá más tarde, por trabajo, como miles de uruguayos); ni mucho menos a los lobbies de las editoriales europeas (en Europa también vivirá más tarde, en 1972, por una mujer, en una inhóspita Burdeos, en donde pasa algunos meses conviviendo con una francesa y la hija, en una estadía que narrará 30 años después en Burdeos,1972 y en donde, según recuerdo, nunca dice la palabra destierro ni menciona la oscura situación política en la que se adentraba su país –algo que nunca hará de forma directa en su literatura, por más que sea tocado directamente por la historia: la dictadurá militar encarceló a Tola y a Milka y asesinó a su cuñado y amigo Eduardo Mondello, para poner algunos ejemplos–, una relación directa con la historia que me cuesta escindir de mi lectura de su obra.

Pero para ser justos con Levrero tampoco es conveniente adentrarnos de una forma tan fugaz en una lectura política de su literatura. “Alguna vez la crítica me consideró un escritor «raro», etc. Sería mucho más interesante para ellos sí, en vez de escribir, yo hubiera, por ejemplo, cometido algún asesinato”, dijo en una entrevista que se hizo a sí mismo y esa frase nos remonta de nuevo a Piriápolis, al invierno del 66, a la lectura y a la escritura voraz de un muchacho que escribía, después de leer malas ediciones de Kafka, una obra que por su propia fuerza trascenderá el mito del escritor extravagante.

Caminando por su historia

Como Roberto Arlt, que leía malas traducciones de Dostoievski al castellano y de quien se dijo, cuando ya estaba muerto y no podía defenderse, que “escribía mal”, a Levrero, que falleció en 2004, le pasa algo parecido con los lugares en los que algunos pretenden instalar su obra, valiéndose de los mitos de su vida más que de su literatura: decir que Levrero era un “raro que incursionó en subgéneros” se equipara a decir que Arlt “escribía mal”.

Juan José Saer escribió lo siguiente sobre Roberto Arlt: “Arlt es estrictamente contemporáneo de su propia obra, como Kafka, Proust o Dostoievski de las suyas, hasta tal punto que es imposible separar esa obra del hombre que la escribió (…) No querer ser otra cosa que escritor, el no aceptar tareas sociales de substitución, como quien diría subalternas, la fuerza de conservar hasta el final esa disponibilidad para la incertidumbre que es la condición esencial de las obras mayores”. Y estas palabras podrían usarse, también, para hablar de la obra y la vida de Mario Levrero, un autor que fundó una literatura situándose al margen –simbólico y real– de los lobbies de la “Gran Literatura”, de los booms y los cracks; caminando, como pudo, por su historia.

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