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Crítica cine

“Luz de luna” sobre un camino de espinas

Nominado a 8 Oscar, es un sutil fresco sobre la búsqueda de identidad.


Luego de la polémica acerca de la ausencia de actores negros en las nominaciones al Oscar 2016, la Academia parece haberse redimido y fiel a su consecuente aspiración a la corrección política, este año nominó a actores y directores de ese color de piel para el premio que otorga.

Una de ellas es la recientemente estrenada Luz de luna, que cosechó ocho nominaciones a las estatuillas entre las que se encuentran la de mejor película, director y guion. Dirigida por el desconocido realizador negro Barry Jenkins, Luz de luna es una interesante propuesta sobre la ya bastante visitada segregación y miseria en la que buena parte de la población negra norteamericana vive desde los tiempos de la esclavitud. Sólo que aquí Jenkins parece mirar esa problemática desde el seno de una comunidad negra, es decir, un barrio de Miami donde huelgan los blancos y apenas si asoman algunos latinos. Planteada en tres partes en las que en cada una el protagonista va creciendo en medio de ríspidas y violentas vicisitudes, Luz de luna rescata la mejor tradición del cine realizado por negros, entre los que hay títulos de Spike Lee, John Singleton, Mario Van Peebles, entre los más conocidos, esa que narra desde las problemáticas interiores que el racismo y la sumisión calaron en los hombres y mujeres de esa raza.

El primero de esos episodios tiene a un niño escuálido víctima de un persistente bullying perpetrado por otros niños tan negros como él, compañeros de la misma escuela incluso. Chiron, el niño, tiene una madre drogadicta y sólo encontrará algo de contención en un –paradoja en una misma línea de exploración entre los que manipulan algo de poder y los dependientes de ese poder– traficante de sustancias que observa y hace observar una particular conducta en esa actividad ilegal. El niño y el traficante irán tejiendo una relación donde el primero vivirá una iniciación iluminadora en relación a los sufrimientos de la condición de negritud.

La segunda parte, donde el ahora adolescente Chiron vivirá sus primeros escarceos sexuales con otro joven negro, va tornándose más íntimo –sin escapar del tono general de marginalidad y violencia que se respira en el barrio– y sume al protagonista en espinosas reflexiones respecto a su lugar en ese mundo feroz donde rige la ley del más fuerte. Cauto y preciso, Jenkins deja hacer a sus personajes, no intenta aseveración moral alguna y cada uno de ellos es determinado por sus acciones y el relato despliega una fuerza propia basada en la interrelación de sus criaturas.

La tercera parte, el presente de esta historia iniciada en los 80, donde Chiron ya adoptó el nombre de Black y es, él mismo, con músculos tonificados y presencia amenazadora, otro traficante de considerable monta con su fabuloso auto y sus dientes de oro, se sustanciará en una suerte de definición sobre todos los dolores que fustigaron su existencia. Y Jenkins lo hace amalgamando justamente las condiciones con las que aquel niño Chiron llegó a convertirse en Black: la ausencia de amor filial, vérselas ahora siendo justamente lo que antes detestaba y su homosexualidad latente, en un combo que lejos de explotar lleva a definir una identidad.

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