Sociedad

Día Internacional de la Ciencia Digna

Los perjuicios de “una ciencia” al servicio de aumentar la rentabilidad de las empresas

Comprometida en continuar el legado del científico argentino Andrés Carrasco, reconocido por haber investigado los efectos de los agrotóxicos en la salud, la bióloga ecuatoriana Elizabeth Bravo rescata la existencia de la ciencia digna en oposición al desarrollo tecnológico financiado por empresas


Natalia Concina

Comprometida en continuar el legado del científico argentino fallecido Andrés Carrasco –reconocido internacionalmente por haber investigado los efectos de los agrotóxicos en la salud– la bióloga ecuatoriana Elizabeth Bravo aseguró que “en las últimas décadas” ha crecido una ciencia para el desarrollo tecnológico financiada por empresas, mientras que rescató que existe otra –la ciencia digna– “comprometida con la sociedad y la naturaleza” cuyo día se celebra el 16 de junio.

La última vez que se vieron, Andrés Carrasco –expresidente del Conicet y reconocido por acompañar a los pueblos fumigados– le expresó su deseo de armar una red de científicas y científicos comprometidos con el ambiente y la lucha contra la agrotóxicos; le mandó un borrador con algunas ideas que tenía, al que llamó “ciencia digna” y al poco tiempo falleció.

Elizabeth Bravo, bióloga ecuatoriana que ya venía trabajando hacia años con la temática, tomó este gesto de Carrasco como un pedido de continuar el legado y así lo hizo.

Menos de un año después, el 16 de junio de 2015 –en el comiendo del Congreso de Salud Socioambiental– se lanzaba la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad y la Naturaleza de América Latina (Uccsnal). Además se designaba ese día como el de la Ciencia Digna, en homenaje al nacimiento de Carrasco.

Ocho años después, Bravo fue premiada en una nueva edición del Congreso de Salud Socioambiental que se lleva adelante en Rosario por este gesto, por su lucha y por su incansable labor para demostrar que los transgénicos “no son sólo una tecnología sino que implican un modo de producción que va contra los pueblos y la naturaleza”.

Después dar un taller de más de tres horas durante la primera jornada del Congreso, la bióloga refiere esa historia, que es compartida con muchas y muchos investigadores de los varios colectivos que conforma.

Sobre cuándo comenzó a interesarse por los transgénicos, Bravo explica: “En 1994 comencé a seguir el Convenio de Biodiversidad que entraba en vigencia y de los muchos temas que aparecían el que me pareció más alarmante fue el de los transgénicos. Porque se estaba debatiendo que haya un protocolo de bioseguridad para controlar a los organismos genéticamente modificados.

En ese tiempo había muy poca información con preocupaciones muy cientificistas como por ejemplo si el gen tal se inserta en este lugar o en otro y cómo deben hacerse las evaluaciones de riesgo, etc. En 1996 aparecen los primeros cultivos transgénicos en Estados Unidos y en la Argentina, pero aquí la población tenía problemas mucho más serios y lo veía sólo como un cambio de tecnología de un sector que ya estaba copado por la industria semillera y de los granos que controlaban toda la cadena.

Pero con el tiempo los cultivos transgénicos comenzaron a copar toda la producción y empezaron a verse los problemas y aumentó la preocupación. Entonces creamos la Red por una América Latina Libre de Transgénicos e hicimos talleres en muchos países de la región”.

La dependencia de la planta transgénica de los insumos químicos

A su modo de ver, el problema de estos cultivos sería el siguiente: “En relación a esto creo que la gran contribución que hizo América Latina para entender el problema de los cultivos transgénicos es comprender que ese tipo de semillas obedece a un modelo específico de producción que tiene algunas características especiales.

En primer lugar es altamente concentrador de tierras porque facilita la erradicación de las denominadas «malas hierbas». Las malas hierbas surgen en plantaciones con monocultivo, entonces al ser resistente a herbicidas como el glifosato los cultivos transgénicos permiten cultivar grandes extensiones sin malas hierbas porque se fumiga en forma aérea. El productor se ahorra mano de obra para desmalezar y facilita la erradicación mediante químicos y puede tener grandes extensiones.

La otra característica derivada de esto es que es muy dependiente de los insumos químicos, tanto glifosato como otros, porque la planta transgénica es más débil. De hecho Syngenta señaló una vez en un informe a sus accionistas que había tenido ganancias extraordinarias gracias al fungicida que se utilizaba en la Argentina para combatir un hongo que es la roya de la soja transgénica. También contamina a largo plazo los cursos de agua y desplaza comunidades”.

También, la bióloga ecuatoriana contó cómo conoció a Andrés Carrasco. “En 2008 hubo un cambio en la Constitución y se declaró al país libre de transgénicos; con el paso del tiempo se intentó cambiar esto y se convocó a un debate nacional al que fue convocado Andrés Carrasco. Allí nos conocimos y nos hicimos muy amigos; participamos juntos en Ecuador, Colombia, México, Brasil y en una de las reuniones del Congreso Socioambiental aquí en Rosario.

La ciencia para el desarrollo tecnológico está financiada por empresas cuyo objetivo es la rentabilidad y no el bien común

En esa última me dijo que teníamos que hacer una asociación de científicos que luche contra los transgénicos y me mandó un borrador que tenía escrito y a los pocos meses se murió. Yo lo sentí como un mandato que me había dejado, había que continuar con su legado. Entonces llamé a Carlos Vicente (que también falleció) y con Damián Verzeñassi y empezamos a hacer circular el documento entre científicas y científicos que sentíamos afines y en el Congreso de Salud Socioambiental de 2015 lanzamos la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad y la Naturaleza en América Latina y pedimos que se reconociera al 16 de junio como del Día de la Ciencia Digna en homenaje al nacimiento de Carrasco”.

Lo que llevaría a pensar que no toda ciencia es “digna”. Acerca de esto, Bravo señaló: “Hay mucha gente que piensa que la ciencia es neutral. Entonces cuando se habla de transgénicos, por ejemplo, se plantea que se necesita evidencia científica para tal o cual cosa; pero la ciencia está hecha por seres humanos, y los seres humanos no somos neutrales.

En las últimas décadas hay un aumento de la llamada tecnociencia, que es una ciencia para el desarrollo tecnológico, pero ese desarrollo está financiado por empresas y el problema es que el objetivo de las empresas es la rentabilidad, el lucro, no el bien común, el bienestar o la salud de la humanidad.

Un ejemplo, la técnica Crispr Cas9, que proviene de un descubrimiento maravilloso que es que las bacterias tienen un sistema de autodefensa frente al ataque de determinados virus. Lo que hace esta ciencia corporativa, por ejemplo, es tomar ese conocimiento, tratar de editar genéticamente el amaranto (que es una maleza de la soja) para que no sea resistente al glifosato y poder continuar usando este herbicida.

Por supuesto que no toda la ciencia está en esta línea. Entonces ahí surge la idea de una ciencia digna, que sería una ciencia que está comprometida con la sociedad y la naturaleza.

Acerca de si el Estado debería tener algún rol en este proceso del conocimiento, la científica apuntó: “Yo creo que sí. Idealmente el Estado tendría como fin el bien común; entonces con esa base, debería financiar la investigación científica; planificar el tipo de investigación que necesita el país, es decir, dirigir las políticas de investigación científica. Ahora bien, por supuesto, todo dependerá de quién esté al frente del Estado”.

Comentarios