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Crítica cine

“Los huéspedes”, una visita desconcertante

En el film de M. Night Shyamalan se narra la peripecia de dos niños hermanos que conocen por primera a sus extraños abuelos con un acertado tono entre el humor y el terror.


Desde aquella ya lejana Sexto sentido, que arrasó con las taquillas en la órbita del mundo, las películas del realizador de origen hindú afincado en Estados Unidos M. Night Shyamalan tuvieron un derrotero desparejo, aunque a priori ofrecieran un viso de curiosidad por sus temas o por el planteo formal dispuesto, donde la fantasía o lo fantástico cotidiano podían adquirir proporciones ostensiblemente verosímiles. Pero queda claro que su obra ha sido irregular, con un inicio prometedor con títulos como El protegido (2000) o La aldea (2004), para después naufragar con los más cercanos La mujer en el agua (2006) o El último guerrero (2010).

Ahora, con Los huéspedes, Night Shyamalan parece haber recuperado cierta originalidad argumental, y no menos formal, de su primera época, apoyándose en un recurso muy en boga en la última década como es el del film de terror y suspenso mediado por una cámara doméstica –desde Proyecto Blair Witch (1999) y la abusiva saga de Actividad Paranormal en adelante–, recurso que no sólo abre infinitas posibilidades para esos géneros, sino que permite el metalenguaje artesanal del cine dentro del cine en una espiral tan lúdica como perturbadora. Puede decirse incluso que Los huéspedes es mucho más que eso ya que despliega un relato apoyado en la inocencia de los hermanos protagonistas y en su deseo –de uno de ellos sobre todo– de reparar una situación familiar que los involucra hasta el presente. Y esos niños, a su modo y con el acceso que permiten las nuevas tecnologías, están haciendo una película –un documental– sobre esa cuestión, disparándose en este entramado un cruce genérico entre el drama, el humor y el terror, este último sabiamente dosificado y más ligado a la incertidumbre de la historia producida por los elementos en juego.

Becca –un poco mayor que su hermano– y Tyler viajarán a visitar a sus abuelos maternos por primera vez, incitados por su propia curiosidad y por saldar esa distancia producida por la ruptura que su madre tuviera con ellos siendo todavía muy joven. El padre de los niños también abandonó a su familia y su madre inició un nuevo romance, que tratará de consolidar en un viaje de crucero ahora que sus hijos pasarán una semana con sus abuelos en una granja aislada en medio de un paisaje nevado. Hasta aquí, Los huéspedes podría tomar cualquier camino, incluido el del puro fantástico con esa misma granja tomada por criaturas monstruosas que esperan por esos niños para fagocitárselos.  Sin embargo, el director se inclina por establecer los parámetros de una relación extrañamente cordial entre Becca, cineasta en ciernes, y Tyler, incipiente rapero que ensaya irónicas rimas con lo que tiene a mano, y sus abuelos, dos ancianos cuyas  rarezas, expresadas en actitudes y acciones, podrían obedecer a algún tipo de demencia senil. Nada espantoso parece ocurrir en esos primeros días de la semana que los niños pasarán en la granja –el devenir del relato está puntuado por el paso de esos días–  aunque la zozobra va apoderándose de los niños a medida que las rarezas mencionadas –justificadas por cada uno de los abuelos en lo que atañe a la conducta del otro– se hacen cada vez más desconcertantes: la abuela se despierta por las noches y vomita o araña desnuda las paredes; el abuelo incontinente esconde sus pañales en un cobertizo; la abuela sufre ataques de angustia y en esos momentos es presa de gestos desquiciados; el abuelo se viste de frac para asistir a una fiesta inexistente y demuestra tener una fuerza descomunal pese a sus años; la abuela encontrará una cámara que los chicos ocultaron para “descubrir” algo más y se vuelve loca. La mayor parte de esto tiene lugar por las noches y los chicos fueron “advertidos” de no salir para evitar encontrarse con esas flojeras de sus abuelos luego de que –¡¡¡a las 21.30!!!, como se asombra Tyler– se fueran a dormir. Si este planteo ya resulta tener una fuerza destacada en lo argumental y en su traducción en imágenes –inquietantes fuera de campo exteriores, expresivos encuadres donde la distorsión y el vértigo son gráficamente elocuentes–, crece aún más con la manipulación fílmica de los niños –que todo lo graban– insertando un registro suspensivo y agregando al miedo ante lo desconcertante una extrañeza provocadora. Y de paso, en un guiño disimuladamente brechtiano de Night Shyamalan, Becca discurre sobre la puesta en escena de su documental, lo que no es otra cosa que “poner en escena” las posibles preguntas que puede haberse formulado el realizador para dar con el tono que le resultase más fiable para Los huéspedes.

El chicaneo constante del que los niños hacen gala para enrostrarse sus debilidades, la natural insistencia con que los abuelos les piden algunos favores –la abuela pide a Becca meterse totalmente dentro de un horno para limpiarlo–, el surgimiento de ciertos traumas de los niños relacionados con su padre ausente y con el brutal corte afectivo de su madre con esos personajes con quienes ahora conviven se suceden en un tono entre ligero y trágico que da lugar al jugoso híbrido que es la marca en el orillo del relato. A esto, claro, hay que agregar la original vuelta de tuerca del segmento final con secuencias escatológicas y perturbadoras que refuerzan el diseño estético elegido por Night Shyamalan y que no hacen sino confirmar que, con esta propuesta, ha vuelto a su olvidada y mejor forma.

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