Cultura

Un relato

Los Hermanos de Armas: memorias de un patotero


Roki Bigiolli

Soy nacido y criado en el centro rosarino, un orillero de barrio Martin para ser preciso. Hace más de 40 años que vivo en esta zona. El ordenamiento de clases sociales indica que aquí no hay peligros. No existe la violencia ni la marginalidad. Todo se desarrolla bajo un manto de paz clasemediera y acomodada. No, no es así. Esas afirmaciones son erróneas y solo se fundamentan en prejuicios. El centro de Rosario y el barrio de la ex yerbatera atesoran historias violentas con marginales por decisión y acción.

Muchas de esas historias se mantienen en el anonimato de la vergüenza o tal vez se hallan perdidas en los “dead end” de la memoria. Cualquiera sea el caso, esas historias necesitan que las desaten y las hagan libres. Entonces mi humilde aporte es dar luz cenital a un protagonista olvidado. Amplificar la voz de quien, por un tiempo, decidió apagar su voz.

La Argentina que se cocinó entre la posguerra de Malvinas y la crisis alfonsinista dio lugar a la aparición de nuevas marginalidades. Pandillas juveniles que inflamaban la desesperanza sembrando el caos urbano y trenzándose en peleas callejeras. En algunos casos se identificaban con parcialidades futbolísticas, en otros con gustos musicales. El sentido de pertenencia territorial era una característica inapelable, al igual que su afición por el descontrol. A este fenómeno ya se lo conocía con el peyorativo nombre de “las patotas” y a sus adherentes como “los patoteros”.

Combustible pesado

Me dirijo al encuentro de una leyenda. Mejor dicho: lo que queda de esta. Sus ruinas son una arqueología del bardo. El “sultán” Mondragón me recibe desde el fondo del pasillo con un gesto de mano que parece un saludo. Ahí está su casa, la que antes fuera de su madre y su padre. El bunker de toda su vida, su hogar de crianza. Estamos en las entrañas de barrio Martin. A pesar de una vida agitada, el Sultán mantiene un buen porte físico y un rapado militar. Entro a un lúgubre living, veo viejas fotos familiares sobre un dresuar, el tocadiscos en el suelo con vinilos apilados al costado y en una pared inmaculada un cuadro que muestra al guitarrista invisible.

El guitarrista invisible está tocando una visible guitarra Gibson Les Paul. Solo se le ven las manos, el saco y la vincha en fosforescencia. ¿Ese es Mark Knopfler, no?, le pregunto al Sultán. Si es, me responde seco quien fuera el líder de “Los Hermanos en Armas”, una de las patotas más violentas que existieron en la ciudad. Quedo en alerta. Presiento combustible pesado en las memorias de Israel “el sultán” Mondragón.

Con un vaso de vino cada uno, preparados para derretir el hielo de la desconfianza, el Sultán me cuenta algunas de sus primeras andanzas. En 1977 teníamos 12 años, éramos pendejos pero ya estábamos bastantes desacatados. El día de la bandera fuimos al monumento con Fabito y mi primo Quique. Dios los tenga en la gloria a ambos. Era de madrugada, estaba por llegar el presidente Videla. Garuaba y no había ido nadie a hacerle fiesta. Al fin apareció custodiado de otros milicos.

Se paró todo ceremonioso en la llama votiva y yo le grité puto desde uno de los costados. Salimos corriendo como nunca antes y como nunca después. Nos tuvimos que quedar escondidos todo el día en un socavón baldío que estaba por la cortada Santa Cruz. No sabíamos si los milicos nos buscaban pero sabíamos que si nos encontraban nos la daban. Zafamos, por supuesto.

Un par de años después arrancamos a escuchar rock. Me acuerdo que nos “colamos” en el teatro la Comedia porque Serú Giran presentaba el disco La grasa de las capitales. Trepamos a los techos por la cortada Ricardone y nos colgamos de la claraboya para ver el show desde ahí y escupir semillas de mandarina al público de abajo. Escuchando Serú arrancó la pasión rockera y el bardo por gusto.

A dónde creés que vas

A mediados de la década del 80 en una histórica plaza rosarina, entre jacarandás, moreras y ombúes, se encontraba la base de operaciones de “Los Hermanos de Armas”. El nombre lo tomaron del disco de la banda británica Dire Straits. ¿Cómo explicar que una pandilla de rosarinos desacatados se identifique con una banda de rock totalmente alejada de la violencia y los excesos? ¡Para colmo inglesa! No lo sé. Se lo atribuyo a los caprichos de la globalización. Según relata el Sultán Mondragón, los ratos de ocio los dedicaban a fumar porro y escuchar los 5 discos de los Dire Straits. ¿Y los ratos de actividad a qué los dedicaban?, le pregunto mientras el Sultán recarga los vasos.

Llegamos a ser como 30 Hermanos. Nos juntábamos en la plaza Bélgica a timbear, a pasar el rato. Después cada uno tenía su rebusque para aportar a la caja comunitaria. La vieja plaza Bélgica era diferente en esa época. Era un pequeño monte impenetrable en medio del barrio. Estaba llena de árboles. Un viejo ombú en el centro que lo usábamos de escondite.

Debajo de las raíces encanutábamos bebidas, cosas que robábamos para vender, manoplas de pelea y algún que otro ingrediente. La zona era nuestra, ni los milicos nos rompían los huevos. Me acuerdo que una noche aparecieron unos metaleros por la plaza. Eran como 15. Decían venir de zona sur, de la sexta me parece, se sentaron a tomar vino. Al rato empezaron a los gritos: que Pappo esto, que V8 lo otro. Nosotros andábamos timbeando en el fondo. En un momento el Tatín Costaluce, dios lo tenga en la gloria, perdió la paciencia. Se les acercó y le metió un sopapo a mano cambiada al metalero que más jetoneaba. Lo dejó desparramado debajo de una morera. Por supuesto se armó una batalla campal que terminó con la expulsión de los heavy metal. Ojo, se la bancaron un rato pero terminaron corriendo y no aparecieron más. Defendíamos el territorio.

Todavía estaba candente el tema de Malvinas, viste. ¿No había Hermanas de Armas, no se juntaban con chicas?, pregunto con curiosidad. Los que íbamos a bailes y recitales éramos los que más nos relacionábamos con mujeres, los otros eran más de cabaret. De vez en cuando se acercaba la Rusa con algunas amigas. Vivían en el otro extremo, eran de Fisherton.

La Rusa era un poco más grande que nosotros. Siempre venía con falopa rara que le traían unos parientes de Europa. Esos días quedábamos todos de la cabeza, doblados por los baldíos. Era divina la Rusa, se fue a Brasil y no volvió nunca más. Noto encantamiento en las palabras del Sultán cuando recuerda a la Rusa. No cometo la imprudencia de hacérselo saber. Dejo que disfrute su remembranza. Su ofrenda amorosa.

Dinero por nada

En 1988 los Hermanos ya estábamos en la lona. Igual que el país. Los menos formaron familia. La mayoría estaban liquidados. La falopa y el “bicho” hacían estragos. Algunos se fueron de Argentina. Había muy poco laburo y los australes no valían nada. Mi viejo y mi vieja habían fallecido un año antes y ahí quedé solo contra todo. Rebuscándomelas como hasta el día de hoy.

En el 89 durante los saqueos armamos una última juntada de Hermanos. Éramos siete nomás. Fuimos a reventar el Supercoop de calle 9 de julio junto a los que andaban saqueando. Lo hicimos por necesidad pero también por cariño al quilombo. La cana nos dejó hacer bastante hasta que empezaron a los balazos. Ahí lo vi caer herido al negrito Delgado.

Se lo llevaron a la rastra los cobanis. Nunca más apareció el negrito. Es como si fuera un desaparecido más pero en democracia. De eso no se dijo nada porque el negrito no tenía familia. Vivía de prestado en una casa abandonada de calle Berutti. Al resto nos emboscaron por Alem. Perdimos. O mejor dicho, me gané una estadía en la redonda. Dos años preso con pensión completa. Llegó el momento de la meditación para la pausa del día, como decía el cura de la televisión. Fue el fin de una época, amigo.

El Sultán apura con un trago el culito de vino que resta en su vaso. Queda en silencio. Su mirada apunta hacia lo perdido. Si bien es un hombre que está llegando a los 60, no parece haber soltado el espíritu juvenil. Me intriga saber a qué se dedica ahora. Se lo pregunto. Hago fiestas en piletas vacías, me responde. Perdón, ¿cómo? Soy disc jockey en fiestas clandestinas.

Me especializo en música de los 80. Las fiestas las hacemos adentro de las piletas vacías. Bueno, además heredé unos campitos de una tía que partió. Otra cantinela. Israel “el sultán” Mondragón se levanta y descorcha otro tinto. Uno de mejor calidad. Ahora lo noto alegre, despejando la añoranza. En cuanto a mí, no doy crédito que este relato tenga algún anclaje con la real. ¡Salud!

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