Espectáculos

Crítica de teatro

Litófagas: un responso a repetición

El maestro Oscar Medina dirige una nueva versión del clásico local en la que brillan los talentosos Leandro Doti y Mauro Lemaire.


LITÓFAGAS
Autor: Aldo El-Jatib
Dirección y puesta en escena: Oscar Medina
Actúan: Leandro Doti, Mauro Lemaire
Sala: Subsuelo de la Plataforma Lavardén, de Sarmiento y Mendoza, este viernes, a las 21

Mujeres en cuerpos de hombres, animales que roen las piedras con palabras, como las gotas que las horadan; mujeres ciegas y sordas, mujeres que barren y barren, complacientes y cómplices, mujeres solas que van y vienen, deformadas, aisladas, inertes, aterradas, abandonadas, insoslayables, intervenidas y siempre de regreso, como el mismísimo absurdo.

Los cuerpos jóvenes de los talentosos Leandro Doti y Mauro Lemaire, actores de un inusitado entramado de recursos, se cargan sobre sus espaldas dos personajes con historia en el teatro argentino: son las tragicómicas Señora 1 y Señora 2 de Litófagas, un clásico del teatro local de proyección nacional, escrito y estrenado por Aldo El-Jatib en los años 80, y revistado desde los primeros 90 por el talentoso actor, director y maestro local Oscar Medina, quien el año pasado repuso la obra con la clara convicción de hacerla resonar en el presente, a todas luces algo que se vuelve inevitable, más allá de que Medina se corre de cualquier circunstancia panfletaria y se aferra siempre (antes y ahora) a las metáforas.

Dos mujeres barren y hablan, hablan y barren, y en su “cacareo” extrañado dicen, contradicen, se mofan, juzgan (prejuzgan), condenan y se espantan de todo, de todos y también de sí mismas.

Hay un gran interrogante que encierra Litofagas en su eterno regreso. Es, ante todo, un clásico del teatro rosarino sin tiempo ni espacio, pero además, la obra es la versión que Medina supo concebir de un texto demoledor y abigarrado que permanece intacto en un imaginario colectivo que, al mismo tiempo, encuentra en la pieza lo que quiere ver: Litófagas es una comedia bizarra y absurda que con su óptica deforma la realidad, pero es también un texto cerrado y hermético que guarda los silencios opresivos de un dolor inexplicable, porque los personajes son, en sus metáforas e interrogantes, dos madres desoladas que se preguntan por sus hijos ausentes en un clima casi beckettiano, algo que en esta puesta adquiere una dimensión aún más singular que en su antecesora.

De hecho, hoy más que nunca, esta versión de Litófagas, estilizada desde la deformidad de los personajes originales, pareciera resonar más que nunca en este presente continuo (en esta misma realidad deformada de la posverdad) con dictadores volviendo a sus hogares, nefastas afirmaciones que parecían superadas pero que ponen nuevamente en duda la cantidad de desparecidos durante la última dictadura cívico-militar y hasta algunos que no se inmutan al volver al debate la ya discutida y desestimada teoría de los dos demoños o que los desaparecidos están viajando por el mundo.

Es por esto mismo que la aciaga repetición doméstica en diez escenas que estructura Litófagas logra poner otra vez al espectador en una especie de sueño siempre pactado a futuro, acordado y terrible, potenciando la métrica (el ritmo) y la biomecanicidad de dos actores de enorme presencia escénica que aparecen y se esfuman en escena, y que son centrales en la visión que de este texto plantea Medina. Hay ahora otros estados y situaciones, hay silencios que manifiestan ajustes o tiempos internos bellamente trabajados, hay por momentos en los personajes una complicidad desconcertante, casi clownesca pero muy oscura, que no deja lugar en la platea para otra cosa que no sea la risa (o la mueca) desencantada frente a lo rancio de sus discursos.

Las estupendas actuaciones están, como ya es tradición en Medina, sostenidas por recursos de puesta en escena de cuidada factura: como pasaba en la original, es el majestuoso y renovado trabajo de vestuario de Marina Gryciuk el que junto con el universo sonoro, unos pocos pero atinados objetos escénicos, el cuidado maquillaje y las inquietantes luces del Chavo Guirlanda construyen un mundo poético surrealista de ribetes casi operísticos.

En esta Litófagas se escucha y se palpita un latido que da musicalidad a las coreografías que de manera incansable repiten los personajes en sus mutaciones o dilaciones. De hecho, son mujeres pero pueden ser hombres o animales; son, al mismo tiempo, el reflejo de la masa candente de un sector de la sociedad cómplice, son madres y monjes negros que en diez apagones siniestros ponen en un plano cercano lo rancio de cierta clase media conservadora, sus nimiedades y retóricas discursivas y revulsivas.

Y más allá de lo simbólico e ideológico que encierra la obra, hay en esta versión una búsqueda del ritmo y de la simetría que acompaña y potencia la sensación de ahogo y encierro que siempre provoca la repetición, sujeta a una sucesión de juegos y cambios de registros operados ingeniosamente por Doti y Lemaire.

Impertérritos, los personajes que por momentos parecen escapados de una ópera de Puccini, descolocan con sus reminiscencias kitsch en clave de responso, pero sobre todo, con la elocuencia con la que se apropian de los parlamentos: barrer es desplazar la basura. Pero barrer es, también, ocultar, correr, limpiar, decir, mentir, desaparecer y finalmente callar.

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