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¿Liquidan el islamismo o avivan uno más radical?

Demasiada violencia y poca claridad en un entramado complejo: el de Egipto.

En enero de 1992, el Ejército argelino liquidó el proceso electoral que el mes anterior había dado una impactante victoria en las legislativas al Frente Islámico de Salvación (FIS). El resultado fue la cancelación de un proceso de posible (aunque incierta) asimilación del islamismo militante al sistema político y, con ello, una guerra civil de una década que dejó 200.000 muertos. Para muchos observadores, Egipto se asoma hoy a un abismo similar, del que los cada vez más audaces y cruentos atentados en el desierto del Sinaí no son más que anticipos.

Como en Argelia, los militares egipcios bajaron la persiana a la “vía turca” de incorporación del islamismo al proceso político y blanquearon el carácter tutelado de una salida electoral que siempre, desde la caída de Hosni Mubarak en febrero de 2011, había prenunciado esa pelea de fondo.

La elección de junio de 2012 que llevó a Mohamed Mursi al gobierno (no al poder) sólo podía ser ganada por un miembro de la Hermandad Musulmana o un político del “partido militar”, los únicos sectores políticamente organizados del país; de hecho, Mursi venció por escaso margen en el balotaje al ex primer ministro de Mubarak, Ahmed Shafik.

Desde los años de Naser, Egipto estuvo gobernado por dictadores militares, por lo que el cambio de mando hacia la cofradía islamista fundada en 1928 y que desde entonces medró en la semiclandestinidad anticipaba, más temprano que tarde, una lucha a muerte por el poder. Y se ve quiénes son los que están muriendo.

La Hermandad Musulmana, principal víctima del golpe cívico-militar del 3 de julio último, no agota el islamismo en ese país. El contrario, el segundo partido en importancia, Al Nur, tomó distancia de ella y respaldó (proveyendo un valioso barniz religioso) un movimiento que no por contar con el apoyo de la mayoría de la población fue menos golpista. La especulación fue la de quedar como el único recipiente electoral para todos los defensores de la “sharía” (ley islámica) en el nuevo Egipto, algo que, de concretarse tendría consecuencias sísmicas en términos locales e internacionales.

La Hermandad Musulmana siempre defendió la construcción de una revolución islámica desde una mirada de masas y populista. La participación en las urnas no era su vocación, pero tras un arduo debate interno dio ese paso a través de su brazo electoral, el Partido de la Libertad y la Justicia. Al Nur es, en cambio, una agrupación salafista, con una mirada aún más radical de la fe y, por su carácter ultraconservador en términos doctrinarios, apunta a una revolución realizada por vanguardias o, en su defecto, a ejercer un poder de influencia que necesariamente no aspirara a representar a mayorías.

Salafismo deriva del término árabe “salaf”, es decir, “ancestro”, y alude a una doctrina nacida en Arabia Saudita en el siglo XVIII. Su concepción es la de un Islam puro y duro, igual al que practicaban los primeros seguidores del profeta Mahoma, y hostil a las adaptaciones sincréticas de los disímiles pueblos que hoy, en un mar de 1.200 millones de fieles, constituyen la feligresía musulmana.

En la coyuntura, los militares egipcios (con el apoyo de la población laica, tanto izquierdista como liberal, y de la cristiana) optaron por liquidar la primera de esas concepciones antitéticas sobre el rol político de la religión y, por ahora, tolerar a la segunda. Un juego por demás peligroso, ya que, por un lado, deja en pie como únicos depositarios del islamismo a los sostenedores de su versión más extrema y, por el otro, lleva la línea política del país cada vez más lejos de los intereses occidentales.

Estados Unidos y la Unión Europea se cuidaron de no llamar golpe al golpe. Hacerlo, en el caso de Washington, habría significado la imposibilidad legal de seguir destinando una ayuda militar de 1.300 millones de dólares anuales a las Fuerzas Armadas egipcias, un modo de mantener al país dentro de su área de influencia. Recordemos que Egipto es, con Jordania, el único país árabe con relaciones formales con Israel. Además, claro, de ser el más poblado de la región (más de 80 millones de habitantes), el de ejército más numeroso, el más influyente y fronterizo con la Franja de Gaza, territorio paupérrimo y siempre combustible regido por Hamás, el émulo palestino de la Hermandad.

Pero esa claudicación ética no le asegura a la administración de Barack Obama una voz sonora en los asuntos del país. El jefe del Pentágono, Chuck Hagel, reconoció que la capacidad de influencia de su gobierno en Egipto es hoy “limitada”. Mientras, los dólares siguen fluyendo y la UE busca, infructuosamente, pergeñar una posición común que puede oscilar entre el corte de la ayuda financiera y armamentista… y la mera contemplación.

¿Cómo lograron los militares egipcios semejante autonomía? Con nuevos prestamistas de última instancia: las monarquías petroleras del Golfo, con la excepción de Qatar. Basta ver la cobertura de estos días de su cadena de TV Al Yazira para comprobar su simpatía por la cofradía.

Apenas cinco días después del golpe, los monarcas islamistas de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait armaron un paquete de ayuda al gobierno de facto por 12.000 millones de dólares, un salvavidas invalorable para un país que Mursi dejó con reservas por apenas 15.000 millones. Y Riad redobló la apuesta: compensará cualquier reducción del financiamiento internacional dada la necesidad de luchar contra lo que define como terrorismo o, en palabras más directas, la Hermandad Musulmana, un mal ejemplo que, de cundir, podría socavar su propia legitimidad. Señalar que la propia dinastía saudita nació abrazada al salafismo del místico Ibn Abdul Wahab explica hoy, a la vez, el enfrentamiento del conservador Al Nur con el populismo de la Hermandad y el posible rumbo de Egipto.

Si bien se supone que la Hermandad tiene llegada a algunos de los grupos armados que ensayan en el Sinaí una escalada terrorista como respuesta a la erradicación del islamismo, el grueso de esos movimientos es de inspiración salafista, un sector vasto que engloba agrupaciones que van de la acción política a la violencia.

Y no olvidemos: salafista también es Al Qaeda, cuyo líder y sucesor de Osama bin Laden es Ayman al Zawahiri. Un egipcio.

La violencia raramente resuelve los problemas. Todo lo contrario. Y la violencia brutal suele generar dramas de su misma escala.

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