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Opinión: Estado, prejuicios e intereses

Las socialización de empresas: un debate que va de mAbxience, Vicentin, la hidrovía hasta la Semtur

El autor traza una recorrida por la gestión privada y la pública con casos emblemáticos, como el pedido de intervenir en el laboratorio privado que produce vacunas contra el covid-19 hasta el renacimiento de la empresa estatal local de transporte urbano


Alberto Cortés (*)

Algunos grupos de izquierda, que se reivindican marxistas, han propuesto la nacionalización del laboratorio privado mAbxcience, que produce en Argentina la sustancia activa de la vacuna de la Universidad de Oxford y AstraZeneca. Cabe señalar que el muy lamentable retraso en la provisión de esta vacuna tiene que ver con procesos que han ocurrido con relación al envasado –proceso que además es más complejo que lo que sugiere su mera enunciación– que se realiza en México. El Estado argentino obviamente no tiene la posibilidad de expropiar las plantas en ese país. El laboratorio radicado en Argentina sí ha producido ya varias decenas de millones de dosis –sin envasar– y las ha enviado para el completamiento del ciclo, tal como se establecía en el contrato que hizo posible esta operación. Más allá de las mentiras de Carlos Pagni, columnista de La Nación, que trata de confundir al respecto.

El combate a la pandemia es lo más urgente. Parece mucho más razonable en este caso procurar integrar localmente –ya sea en manos estatales o privadas, las que se pueda– la producción completa, incluido el envasado de la vacuna. No podemos darnos el lujo de complicar ni retrasar –ni un día– ninguno de los canales por los cuales el país se viene abasteciendo –a un ritmo insuficiente, tal como le ocurre a la mayoría de los países– de vacunas. Si se tuviera la certeza de que expropiar serviría para acelerarlo, y fuera factible alcanzar la fortaleza política suficiente para hacerlo, se debería expropiar. De lo contrario, lo más probable es que el tiro nos saldría por la culata.

Cabe señalar que uno de los descubrimientos fundamentales de Carlos Marx en su estudio de la historia es que el desarrollo de las fuerzas productivas choca en algún momento con la forma social de organizar la producción. Más específicamente las relaciones de propiedad o no propiedad de los medios de producción. Esto frena o limita el desarrollo y empuja a las fuerzas sociales a tratar de cambiar esas reglas. Se producen así las Revoluciones. Violentas o pacíficas. En pocos años o en siglos.

Así, durante 290.000 de los 300.000 años que nuestra especie lleva sobre la Tierra los hombres (y las mujeres) vivieron y produjeron sus medios de vida en relaciones de colaboración, sin que existiera propiedad privada alguna sobre la tierra –que habría sido, además, absurda en grupos nómades– ni sobre los recursos productivos en general.

El surgimiento de la agricultura y el pastoreo llevaron a otra forma de organización social. La esclavitud implicaba propiedad: de la tierra, de las herramientas e insumos para cultivarla e incluso del trabajador.

Y así se fueron dando en distintas épocas históricas cambios en las formas de propiedad, en la mayoría de los casos resistidos por quienes veían desaparecer o debilitar sus privilegios. Son las Revoluciones, que fueron violentas en la medida en que se volvió violenta esa resistencia. Pero lo común a todas ellas es que fueron impulsadas por la necesidad de destrabar el desarrollo de las fuerzas productivas, cuando el tipo de propiedad preexistente las trababa. No simplemente por el voluntarismo de grupos de reformadores que quisieran cambiar las cosas. Aunque siempre la voluntad de las personas que entendieran el dilema ante el que estaba la sociedad fue indispensable para potenciar la transformación.

En la ciudad de Rosario, hasta 2001 la totalidad del transporte urbano de pasajeros estaba en manos privadas, repartido en numerosas empresas que venían quebrando vuelta a vuelta y siendo sus líneas absorbidas por otras. En enero de 2002 quebró otra más y desde el Concejo Municipal propusimos públicamente al por entonces secretario de Servicios Públicos, el recientemente fallecido Miguel Lifschitz, que la Municipalidad se hiciera cargo del servicio, amparándose en un artículo de la ordenanza de Transporte vigente. La respuesta fue que preferían que siguiera siendo totalmente privado.

Un mes después, el mismo funcionario nos convocó a todos los presidentes de bloque –ante la inminente quiebra de una nueva empresa– para proponer la constitución –sólo por dos años– de una empresa municipal testigo que se hiciera cargo de esas líneas, para después privatizar de nuevo todo. Fuimos casi los únicos que además de acordar la conformación de la Semtur, tal su nombre, propusimos que fuera permanente, y no sólo por dos años. Luego, otras empresas fueron cayendo y la Semtur absorbiéndolas. Ya pasaron no 2 años, sino 19. La empresa estatal, con otro nombre, subsiste hasta la actualidad y en general ha funcionado mejor que las privadas.

El devenir posterior ameritaría la estatización total del sistema en Rosario, pero las resistencias basadas en prejuicios ideológicos e intereses económicos lo han impedido hasta ahora.

Si alguien hubiera propuesto pocos años antes la municipalización del transporte –que era privado desde los 60– habría encontrado resistencias imposibles de vencer, y tal vez pocos argumentos. Incluso sólo un mes antes habíamos visto esas reticencias. Cuando la propia dinámica del sistema dejó a la vista la conveniencia –aún para muchos escépticos del rol del Estado– ello fue posible porque era obviamente necesario. Falta acumular ahora el poder político suficiente para lograr la estatización total; que en la actualidad sí, ya es por demás necesaria.

Habría sido muy difícil unos años atrás lograr que una empresa pública nacional tomara el control de la hidrovía, cuando todavía estaba vigente el contrato que la concesionaba a un consorcio belga-argentino. Ahora esa concesión venció. No hay excusas presentables para que el presidente no cumpla el acta que firmó en 2020 con siete provincias para conformar esa empresa pública. La necesidad de la estatización está a la vista y tiene que ver con empezar a retomar el control de la más importante vía navegable del país, por donde se fugan cuantiosísimos recursos que serían imprescindibles para el desarrollo nacional. Ello ocurre por falta de un control estatal que, sólo será fuerte si se tiene por el mango la sartén de esa empresa. La dificultad es política. Tiene que ver con la vacilación de la presidencia frente a las presiones del Consejo Agroindustrial Argentino, sector del complejo agroindustrial con el que el gobierno quiere tener buenas relaciones por representar a los sectores más dialoguistas de la actividad, en contraposición a la mesa de enlace.

Un caso similar, por otras razones y con otras características, es el de Vicentin. Sobran las razones a la vista de una gran parte de la sociedad para transformar a ésta en una empresa pública, con participación del Estado y los productores. Sería fundamental para tener una empresa testigo en el comercio internacional de granos, oleaginosas y derivados y poder poner en evidencia desde allí y combatir, las infinitas irregularidades y delitos contra el país que hacen las compañías extranjeras que monopolizan el sector. A falta de la posibilidad, por carecerse de fuerza suficiente todavía, para nacionalizar directamente toda esa actividad. Aquí el gobierno retrocedió también ante la ofensiva de la derecha. Declinó los proyectos en lugar de hacer los esfuerzos necesarios para consensuar en el Parlamento con bloques que no forman parte del oficialismo, pero tampoco de la oposición más antinacional, una ley de expropiación.

Son dos socializaciones posibles y necesarias si se está dispuesto a dar las batallas políticas requeridas para lograrlas.

Podrá decirse que estos no son ejemplos de Revoluciones sino de procesos mucho más modestos que aquellos de los que hablaba Marx. Pero la trabazón de las fuerzas del progreso por las relaciones de producción anticuadas no es homogénea en todos los recovecos del entramado social y productivo, y es necesario examinar detenidamente en cada caso dónde está esa traba, para apuntar focalizadamente allí las energías para el cambio social. Porque esas energías no son infinitas.

Estatizar a la ligera no es conveniente como se ha visto en algunos casos en Venezuela –más allá de que la mayoría de sus problemas provengan del bloqueo norteamericano, pero no todos– y en otras experiencias de construcción de modelos alternativos al capitalismo. Hay que tener los cuadros calificados técnica y moralmente en cantidad suficiente, que suele ser grande, para enfrentar el desafío de administrar empresas que hasta el día anterior estaban conducidas por funcionarios de otra ideología, pero con años de expertise. Si no se lo logra, el peligro es que haya retrocesos –en lugar de avances, como a veces ingenuamente se da por sentado– en la producción, el bienestar de la sociedad y especialmente el prestigio del proceso de cambio ante todo el conjunto social. Hay que avanzar con decisión en los casos en que la fruta está evidentemente madura.

El capitalismo neoliberal ha mostrado –y no sólo en la Argentina– su incapacidad para dar bienestar y progreso a la sociedad. Es imperativo remplazarlo por alternativas superadoras que implicarán necesariamente un rol más activo del Estado. No este mismo Estado actual. Un Estado democratizado, con amplio control y participación social. Los avances en ese camino deben ser hechos con inteligencia. No solamente acumulando la energía política y social que los hagan posibles, sino además apuntando a los nudos estratégicos en los que la intervención pública libere realmente fuerzas productivas y permita un efectivo progreso económico, social y ambiental.

 

(*) Concejal de Rosario mandato cumplido. Bloque Partido Socialista Auténtico

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