Coronavirus

Crónicas de cuarentena

Las preguntas del millón: ¿cuándo se agotará el Minotauro, cuándo podremos salir del Laberinto?

El país se sigue debatiendo entre el millón de contagiados y la resistencia de la gente, agotada debido a la cuarentena extendida. La “normalidad” que nunca llega es el nuevo objeto de deseo de los argentinos


Elisa Bearzotti

Especial para El Ciudadano

La noticia de la semana es que Argentina superó el millón de contagios por coronavirus. Hay que decirlo así, sin eufemismos, para que el número (incierto, falaz y sin alma), nos agujeree el pecho y rebote sin reparos en la caja de resonancia amarrada en nuestro cerebro y nuestro corazón. El número resistido (que no indica nada, porque la realidad, sabemos, supera por mucho a las matemáticas) se ha instalado como la evidencia del fracaso, y termina siendo una excusa más para justificar los argumentos de quienes se ubican a ambos lados de la banquina ideológica.

Que serían muchos más, dicen los de acá, que para nada ha servido la cuarentena, los de enfrente. Y en el medio la desazón de quienes han perdido a un ser querido, la angustia de los que tenemos afectos que arañan los escaños de la fragilidad (por edad, por deterioro físico, por respuestas orgánicas extremas que vulneran la salud), y la extrañeza que adormece los sentidos frente a la pregunta sin respuesta (aún) de por qué la enfermedad se mueve con la lógica de una bola de billar: a éste sí, a éste no, a uno golpeo más fuerte, a otro acaricio, señalando la muerte de algunos sin el artificio redentor del preaviso.

El último reporte epidemiológico emitido por el Ministerio de Salud vino acompañado por un número impactante: son 1.002.662 el total de casos confirmados de covid-19 en la Argentina, tras 214 días de aislamiento social, preventivo y obligatorio, esquema que entró en vigor el 20 de marzo de este fatídico 2020, y distanciamiento social como sucesor, intento de evitar la catástrofe cuando ya no se pudo sostener el primer corsé, el más efectivo.

Sobre esta cifra se enseñorean los profesionales de los medios, convocando a expertos en salud, y exigiendo explicaciones a los responsables de las políticas aplicadas. Puestos bajo la lupa, los involucrados en la toma de decisiones van culpándose mutuamente por la poca capacidad de los testeos, advirtiendo sobre el conocido fanatismo argentino por la falta de reglas y el consecuente incumplimiento de los protocolos, asumiendo que la rebeldía juvenil hizo que no se acataran las prohibiciones y los casos se multiplicaran, agregando, en el colmo de la desdicha: “Todos pensábamos que la pandemia en América iba a durar poquito”. (Ginés González García, ministro de Salud de la Nación, dixit).

Es necesario decir también que los números por sí mismos no dicen demasiado, sólo hablan cuando alguien logra desenmascarar su lenguaje. En el caso de las estadísticas de la pandemia, para valorar debidamente su implicancia es necesario medir el tamaño poblacional de los países, la velocidad de reproducción del virus, la incidencia de mortalidad en relación a los contagios y un largo etcétera de ítems que poco y nada dicen sobre la capacidad inmanente de la enfermedad para trastornarnos la vida. Porque, ¿cuánto importa ubicarnos en el número 52 entre las naciones del mundo por tasa de letalidad, que, dicho sea de paso, es del 2,66%? ¿Qué importancia tiene que en la innoble medición nos superen países con sistemas de salud tan disímiles como México, Italia, Reino Unido o Suecia? ¿Acaso podemos asegurar que la capacidad de atención de los efectores argentinos sea mejor que la del resto? ¿O se tratará sólo del siempre vigente contrato con el viejo Dios argento que sigue rindiendo frutos a pesar de nuestra conspicua desobediencia?

Hace unos días supe que dos personas, muy cercanas, se habían contagiado: una vive en Rosario, la otra en París. Ambas activaron el protocolo sanitario llamando a los teléfonos de contacto sugeridos y ambas recibieron la misma respuesta: “No podemos proceder a realizar el hisopado, el sistema está saturado. Si los síntomas son leves, permanezca en su domicilio; si se agravan, vuelva a llamar”. Afortunadamente transcurrieron la enfermedad sin complicaciones, pero, ¿cómo mensurar la angustia y el desconcierto? ¿Cómo reconocer la gravedad de los indicios, seguramente agigantados por el temor? ¿Cómo valuar la soledad de los que han muerto sin la compañía y el amor de sus familiares, amigos, de quienes los han acompañado en el recorrido de esta vida?

El investigador del Conicet y asesor de Axel Kicillof, gobernador de Bueno Aires, Jorge Aliaga, cuestionando las cifras oficiales, hace unos días indicó que “en Argentina ya se deben haber contagiado de covid-19 entre 5 y 8 millones de personas a pesar de que se han confirmado por PCR o por nexo epidemiológico sólo 1 millón”. Las afirmaciones del experto se deben a la incapacidad de los testeos para mostrar la realidad. Se sabe que no hay suficientes muestras, que la carga de los hisopados no se realiza con celeridad, que incluso el programa utilizado para el procesamiento de datos no es completamente adecuado… Se sabe también que las estadísticas siempre son apenas un muestrario de la vida que se dispersa y prolifera en todas direcciones…

En relación al mismo tema, un integrante del comité de expertos que asesora al presidente Alberto Fernández, el secretario de la Sociedad Argentina de Medicina Luis Cámera, argumentó que “aún no se logra ver la complejidad del virus, hay acciones de cierto sector de la sociedad que piensa que se trata de una enfermedad banal, lo que habla de un nivel de omnipotencia peligrosa”. Y agregó: “Tengo una actitud crítica respecto de las flexibilizaciones porque la gente, cada vez que hay una flexibilización, se piensa que volvemos a enero de 2020 y no es así. La gente debe entender que hay que tener un nuevo sistema de vida. No es agradable, pero lo tenemos que hacer para no pagar con más muertes y números de casos”.

Entre errores propios y desconciertos ajenos, lo más contundente sigue siendo la larga e interminable lista de los más de 27.000 fallecidos. Sus nombres resuenan en el corazón de sus familias, amigos y colegas, que aún no pueden entender cómo una enfermedad salida de la nada terminó con la vida de un ser querido… Y al igual que todos, se preguntan cual Teseo inmerso en el Laberinto, cuánto tiempo falta para agotar al Minotauro, que amenaza con su ojo incólume a la humanidad desorientada.

Comentarios