Ciudad

No tienen perdón

Las abejas: el otro lado de la depredación por fuego en las islas, con los apicultores como víctimas

Con más de una década y media en el oficio, el apicultor Rodrigo Longo relata a El Ciudadano las cuantiosas pérdidas que padeció en las últimas semanas, en una devastación que nunca había visto antes. Y arriesga motivos de las imágenes que decenas de apicultores de la región se transmiten día a día


Hace 16 años, cuando lo peor de la crisis había pasado y empezaba a asomar una recuperación económica, Rodrigo Longo arrancaba con un nuevo oficio: apicultor. Y cuatro años después, cuando había crecido en conocimiento, experiencia y alcance, decidió pegar el salto: en 2008 cruzó el Paraná para instalar sus apiarios en el Alto Delta. Siempre hay altibajos, los que mantienen la profesión lo dicen tras cada campaña, pero Rodrigo pudo seguir creciendo durante los últimos 12 años. Hasta ahora. A 10 kilómetros de uno de sus apiarios esas manos que son cada vez menos anónimas iniciaron un foco. A las tres horas, o menos todavía, lenguas de fuego le deshacían cajones, camastros, postes y a las abejas mismas: muchas no “enjambraron” como se dice en la jerga, sino que se quedaron adentro. Se quemaron adentro. “Estaban las bolas ahí, todas muertas”, mastica la bronca. A él los incendios le generaron un desastre: medio millón de pesos estima de pérdida económica por materiales y colmenas vivas. Y tiempo, mucho tiempo de trabajo que le va a costar remontar. Y también a la naturaleza, porque, ¿de qué serviría ahora reponer un cajón, cuando donde había árboles, arbustos, plantas y flores –que en las selvas de galerías todo el año hay alguna– si alrededor sólo hay cenizas y tierra arrasada?

Longo no es un pequeño apicultor. Se ubica en la elástica franja que comprende a los medianos a escala nacional, y para Rosario y la región, directamente es uno de los mayores. Tiene unas 1.000 colmenas en promedio, en ese ritmo cambiante de las que se pierden y los enjambres que se cazan. Pero el golpe de las quemas en las islas le significó la pérdida de 70 de un saque. Estaban repartidas, ya que tiene varios apiarios, y también hubo sobrevivientes, pero nunca antes había contemplado sus cajones y núcleos en cenizas o a medio quemar, con abejas achicharradas adentro.

Para situar uno de los colmenares atacados por los que aún no tiene a quién responsabilizar, Longo sitúa la línea de la avenida Uriburu: cruzando el río, y adentrándose 15 kilómetros en la isla, tiene buena parte de las cenizas de lo que fueron sus cajones.

Longo forma parte de los apicultores agrupados en el Nodo Rosario, y le consta que no fue el único –y puede que tampoco el más– afectado por los incendios. Son decenas los profesionales de la apicultura que en las últimas semanas se están transmitiendo, día a día, y noche a noche, fotos y filmaciones, siempre con la misma escena: destrucción, vista desde más lejos o en el lugar mismo.

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Siete décadas hasta el desastre

En el país funciona, desde 1938, la Sada, la Sociedad Argentina de Apicultores, una entidad gremial entre cuyos objetivos está la promoción de los conocimientos apícolas y defensa de la apicultura nacional. Forma parte de la Federación Internacional de Asociaciones de Apicultura (Apimondia) y de la Federación Internacional Latinoamericana de Apicultura (Filapi). Su sede central está en Buenos Aires, pero sus asociados repartidos en todo el país, especialmente en las llamadas “zonas de producción apícola”, que en el país son muchas y variadas: la Argentina, pese a la sojización de buena parte del territorio, llegó a ser el segundo productor y exportador mundial de miel, y la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, estima que lo sigue siendo.

Desde la Sada describieron a este diario que las abejas son “la última frontera ecológica” para advertir el daño al medio ambiente. Ocurre que pocas personas fuera de la entomología u otras ciencias ambientales y naturales advertirían –o les importaría siquiera– si se desatara una gran mortandad de polillas. O de moscas. O de algún otro insecto de los que usualmente son considerados más molestia que beneficio, especialmente en las ciudades.

Pero la desaparición masiva de abejas, por su importancia económica, es advertida con celeridad. Y por el mismo motivo –pero en sentido inverso– también es registrada de inmediato otra cosa tan distante como el arribo de una manga de langostas que pone en peligro cultivos en grandes franjas de territorio. Las dos, entre otras, funcionan así como grandes campanas de los desequilibrios ambientales.

Es lo que está ocurriendo en el Alto Delta, a escala nunca vista y con daños que sólo pueden ser estimados: es que por cada colmena “racional” destruida, también se perdió un número no determinado de colmenas autónomas, que anidan en troncos de árboles u otros espacios. Y también otros polinizadores clave, incluidas las avispas colmenares que también producen miel y eran aprovechadas por los nativos originarios antes de que llegaran los ganaderos. Son las lechiguanas, que hasta le dan nombre quechua a una de las islas frente a Rosario hacia el sur, y que, por sus diferentes especies, tamaños y formas de nidos, los nativos de habla guaraní las llamaron camoatí, camoatá y camachuí, entre otros.

¿Terrorismo ambiental?

Consultado por El Ciudadano como damnificado directo, el apicultor Longo cree que hay tres grandes motivos de los fuegos que refulgen de noche al mirar el Paraná. Primero en la lista menciona a productores agropecuarios, que avanzan en la llamada “pamperización” del Alto Delta, aprovechando la gran sequía y la bajante histórica del río. Sin dudas renovarán pastizales: más exactamente, convertirán en sólo pasto lo que fueron montes de árboles y vegetación nativa de una diversidad asombrosa, en territorios peinados por ríos, riachos y arroyos. Territorios que, además, fueron designados como sitio Ramsar a finales de 2015, es decir, que desde hace un lustro el Alto Delta está catalogado mundialmente como Humedal de Importancia Internacional y sujeto a protección a través de un convenio global. Es la Convención Relativa a los Humedales de Importancia Internacional, que se abrevia con el nombre de la ciudad en la que firmó el tratado el 2 de febrero de 1971: Ramsar, situada en el centro geográfico de la República Islámica de Irán. En apenas seis meses se cumplirá medio siglo del convenio, con el Alto Delta más destrozado que resguardado.

La segunda razón que Rodrigo Longo atribuye, siempre como posible inicio, al fuego, es la imprudencia de visitantes. Pero la posibilidad de multitud de asados y fogones parece diluirse, o al menos menguarse, en tiempos de cuarentena por la pandemia de coronavirus. En última instancia, no sería suficiente para explicar quemas indetenibles desde la proyección del sur de Paraná, la capital entrerriana, hasta la del norte de la provincia de Buenos Aires.

Y la tercera, que asusta por el método de depredación absoluta, que describe el apicultor, es la acción de cazadores. Las quemazones, cuenta a este diario, pone a la fauna nativa en fuga, y la acción consiste en cercarla con fuego a zonas determinadas, donde se le da caza. Es una técnica antigua y eficaz, que siguen utilizando, por ejemplo, comunidades originarias de Australia. Pero en zonas circunsciptas y para especies del desierto: allí si, los que se quema son pastos y otras especies vegetales que, por el rigor del clima y la geografía local, distan varios metros de polvo y piedra entre plantas: es la caza del varano, un gran lagarto local de zonas áridas, y alimento ancestral de los nativos donde no abunda nada.

Nada de ello se parece al Humedal del Alto Delta, donde las especies que escapan del fuego son decenas, acaso cientos si se incluyen a las aves y sus nidos.

En lo que sí se parece, advirtió Longo, es a la situación especial creada por sequía y bajante: zanjones, arroyos, riachos, ríos y lagunas que en condiciones normales son barreras naturales, cortafuegos efectivos, ahora están secos o con apenas un centro de agua y barro, por lo que sólo un foco se convierte en devastador sin obstáculos.

De hecho, cuenta incluso con fotos y videos, la velocidad del fuego es tremenda: aun casi sin viento la estimó en unos 4 kilómetros por hora, por ello en tres horas uno de sus apiarios tuvo el fuego encima. Y por cómo está en el terreno, a otros ni siquiera puede acceder: él sí tiene barrera natural; el fuego, no.

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