Coronavirus

Crónicas de cuarentena

La vida en un mundo de mercancías, en tiempos de pandemia: el gran mercado de la salud

En medio de una pandemia que no cede, los expertos coinciden en que dejar descontrolado el virus en países emergentes y pobres puede generar costos humanos y económicos para el resto de las naciones, ya que se habilita el surgimiento de nuevas cepas más resistentes y feroces


Elisa Bearzotti

 

Especial para El Ciudadano

Mientras vamos disfrutando de la estación más linda del año, con su fiesta de colores cambiantes y una temperatura que promete sin sofocar, las autoridades siguen bailando sobre piedras calientes porque el virus no da tregua. Durante esta semana, como era previsible, los contagios continuaron subiendo, el sistema sanitario se puso en alerta por la alta ocupación de camas UTI, y volvieron las reuniones entre los miembros del gabinete nacional y los expertos sanitarios para revisar si las recientes medidas restrictivas decretadas resultan suficientes. Y todo esto ocurre en medio de un panorama peor que el del año precedente debido a la circulación de mutaciones virales, cada vez más feroces y mortales.

Por ejemplo, en Brasil (tan cerquita nuestro) la nueva cepa conocida como P1 está haciendo estragos entre la población de menores de 40 años, y actualmente el número de pacientes de ese rango en camas de terapia intensiva supera al de mayor edad. De acuerdo a lo consignado por la agencia France Press, en el país vecino el número de personas de 39 años o menos ingresadas en unidades de cuidados intensivos por covid-19 aumentó considerablemente en marzo hasta alcanzar el 52,2% del total, mientras que al principio de la pandemia esta cifra era sólo del 14,6%. “Antes esta era una población que sólo desarrollaba una forma menos grave de la enfermedad y no necesitaba cuidados intensivos”, afirmó el doctor Ederlon Rezende, integrante de la Asociación Brasileña de Medicina Intensiva (Amib). Y agregó que uno de los factores causantes de la situación podría ser la variante del virus originada allí y conocida como P1, que puede volver a infectar a quienes ya tuvieron la cepa original del virus, y resultar más mortífera.

En este contexto, y con la “segunda ola” ya en carrera, la ministra de Salud de la provincia de Santa Fe, Sonia Martorano, decidió brindar en estos días una conferencia de prensa para advertir sobre dos puntos inquietantes para la ciudad de Rosario: el aumento en la velocidad de contagios –mucho mayor que en 2020– y la creciente ocupación de camas críticas. La funcionaria confirmó además que, al igual que en Brasil, hay un aumento de casos severos en pacientes jóvenes, de la franja entre 30 y 49 años, aunque aún no hay indicios de que haya circulación comunitaria de las cepas de Manaos, Gran Bretaña y Nueva York.

Entonces, hoy por hoy, todos los esfuerzos de las autoridades se concentran en un solo punto: vacunar a la mayor cantidad de gente posible, en el menor tiempo. Pero este deseo choca con un escollo que ya hemos abordado en otras oportunidades: el acaparamiento de vacunas, al mejor estilo pirata por parte de los países más poderosos del planeta. Y estas naciones (no más de 10, incluidas Reino Unido, Estados Unidos, Suiza y algunas europeas) no se contentan sólo con “llenar sus estanterías” sino que tampoco liberan las patentes de los desarrollos biotecnológicos (lo cual permitiría que otros países de menores recursos comiencen a producir las vacunas de manera más accesible), argumentando que son necesarias para incentivar la investigación y el desarrollo de medicamentos.

Ya a principios de febrero La Organización Mundial de la Salud había advertido que de los 200 millones de vacunas administradas contra el covid-19, el 75% se dio en 10 países ricos. En oposición, en unos 130 países, donde viven más de 2.500 millones de personas, no se ha recibido ni una sola dosis. Con respecto a esto, Gavin Yamey, profesor de salud global y política pública de la Universidad de Duke, Estados Unidos, indicó recientemente que ha sido “sumamente deprimente” ver cómo las naciones ricas se han arrebatado las vacunas. “Dicen «Yo primero» y «Sólo yo» y esto no sólo es muy injusto, sino que también es una actitud terrible de salud pública”. En efecto, los expertos aseguran que para detener esta pandemia global se requiere de una respuesta global, porque no se puede acabar con la crisis si sólo unos cuantos países tienen a su población vacunada de forma masiva.

La actitud no sólo es sencillamente egoísta, sino que además es demasiado estúpida. Es imposible pensar que el virus pueda ser frenado mediante restricciones fronterizas, pasaportes sanitarios o combos regulatorios que, más que impedir la circulación, más bien promueven trampas y negocios subrepticios por demás redituables en tiempos difíciles. En este sentido, los expertos coinciden en que dejar descontrolado el virus en países emergentes y pobres puede generar costos humanos y económicos para el resto de las naciones, ya que se habilita el surgimiento de nuevas cepas totalmente resistentes a las vacunas. Si esto ocurre, será necesario desarrollar y administrar a todo el mundo una tercera y cuarta dosis, lo que implicaría un mayor esfuerzo logístico, altos costos y, por supuesto, más cantidad de vidas perdidas.

Por eso, desde estas crónicas no me cansaré nunca de promover las virtudes de un hacer colectivo, una práctica desfigurada por los hábitos de la modernidad que, con su vanagloria del yo, destruyó los pilares que nos sostienen como sociedad. ¿Qué importancia puede tener consumir, viajar, salvarme, si estoy parada sobre el dolor ajeno? Pero claro, una vacuna, en un mundo mercantilizado, no es diferente a cualquier otra transacción. Y en relación a esto, viene a mi memoria la imagen de Emmita, una niña que en estos días fue noticia porque necesitaba un medicamento de dos millones de dólares, en una fecha concreta. Gracias a que la carita de la nena y sus papás fue recorriendo el voraz universo de las redes sociales, finalmente se logró recaudar el importe. Como siempre, la solidaridad logró aplacar la creciente y lógica angustia de los progenitores, y quizás por eso nadie se cuestionó el desatinado costo del medicamento… ¿Es que acaso la salud de las personas no merece un trato diverso a otro tipo de especulaciones comerciales? Porque de otra manera la posibilidad de salvar la vida de un niño o una niña podría estar en el mismo rango que comprar un departamento en New York, integrar el equipo de una exitosa marca de Fórmula 1, o anotarse en la carrera presidencial de cualquier país ignoto recostado sobre los bordes del planeta… entre ellos Argentina. Un absurdo que no se compensa con la generosidad de la gente, que no puede dejar de cuestionarnos, y que nos invita a seguir desmontando las piezas de un sistema que, literalmente, ya no deja respirar.

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