La historia delictiva de estos días en Argentina, pone al descubierto un sinnúmero de situaciones; todas ellas preocupantes, naturalmente, algunas de ellas dramáticas.
El lector sabe respecto de lo que se dice y carece de sentido, por la falta de espacio, enumerar tales circunstancias que van desde el temor a ser víctima, hasta el sentimiento de haber sido violado que aparece cuando a la persona se le despoja de lo suyo o se invade su propiedad. Ni qué decir cuando el ser humano es herido o muerto, como ocurre a menudo. En fin, que las variantes que preocupan y afligen son innumerables cuando se aborda el tema del delito y sus consecuencias.
Sin embargo, hay una que merece atención pues no es tratada o considerada como su esencia lo demanda. Y esta cuestión bien podría ser abordada a partir de una pregunta que surge, a su vez, de algunas noticias de las últimas horas que son el reflejo de la realidad, de esto que les ocurre a los argentinos: ¿Qué siente una persona honesta, que jamás ha matado, cuando se ve impelida por los acontecimientos a terminar con la vida de un delincuente en defensa propia? ¿Cómo vive una persona el resto de sus días luego de verse obligada a matar, especialmente cuando se trata de un ser que ha hecho del respeto por la vida un principio sagrado? Es cierto que aun cuando la ley o la Justicia determinen por fin el sobreseimiento o la absolución, hay un peso que la persona no podrá evitar. No es el peso de la culpa, desde luego que no, sino el peso de convivir con el hecho de que fue obligado a violar su principio y acabar con la vida de otro ser humano.
También es cierto que este peso, mayor o menor, dependerá del grado de compromiso que la persona tenga con su principio. Y no es menos cierto que tal persona tiene no sólo el derecho, sino el deber de evitar esa carga emocional, por cuanto lo que hizo lo hizo en razón de la defensa propia, legítima, necesaria.
Y esta reflexión tiene su razón de ser en los sucesivos casos de defensa propia que se están dando en el país. Defensa propia que, bueno es recordarlo, nada tiene que ver con justicia por mano propia. Hace unas pocas horas, una familia fue asaltada y no obstante que nadie opuso resistencia, los delincuentes no sólo que amenazaron de muerte a una joven, sino que le propinaron un feroz puntazo al padre de familia. ¿Quién hubiera podido contenerse ante el alevoso ataque a un ser querido?
Uno de los hijos, descontrolado por la indignación y el dolor, mató a uno de los delincuentes. ¿La consecuencia? Ahora esa familia debe huir. Huir ante la posibilidad de la represalia, pero también huir de la carga emocional que implica el haber matado.
El corolario para esta reflexión es que hay un poder que, indiferente ante el tsunami delictivo, incapaz de dar solución a un flagelo que tiene a mal traer a los argentinos, ausentes las políticas para mitigar las causas del delito, arrastra a los seres honestos no sólo a vivir angustiados y entre rejas (¡vaya paradoja!), sino a cargar con la emoción quebrada y la armonía psicológica deshecha en razón de haber sido víctima de un delito e impulsado por la misma causa a matar sin haber querido.
Tragedias que son efecto de una dirigencia ineficaz, ineficiente, cuando no cegada para adoptar medidas que son harto necesarias.
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