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La verdad de Neruda

Por: Carlos Duclos

Fue una tarde de junio, una tarde lejana y fría, cuando el clima aún no nos había sorprendido a los hombres con sus cambios. ¿El lugar? Una ciudad cercana, en la que viví mucho tiempo, y a la que, como el ilustre hidalgo, recordar no quiero. Fue en aquella tarde cuando me encontré de nuevo con Neruda, es decir con su obra. Un amor, que desde entonces me ha acompañado en mis penas y alegrías, en mis desvaríos y corduras, en mis pocos éxitos y muchos fracasos, me susurró al oído: “Para que tú me oigas, / mis palabras / se adelgazan a veces / como las huellas de las gaviotas en las playas. / Collar, cascabel ebrio para tus manos suaves como las uvas. / Y las miro lejanas mis palabras.

Más que mías son tuyas. / Van trepando en mi viejo dolor como las yedras. / Ellas trepan así por las paredes húmedas. / Eres tú la culpable de este juego sangriento. / Ellas están huyendo de mi guarida oscura. Todo lo llenas tú, todo lo llenas. / Antes que tú poblaron la soledad que ocupas, / y están acostumbradas más que tú a mi tristeza…”.

Recuerdo bien que aquella tarde me volví al poeta trasandino por un tiempo. Además de esta poesía, que por razones personales jamás he olvidado, me quedó grabada para siempre en esos días, una frase del genio que ya he dicho y que vuelvo a repetir: “Cualquier día en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas”.

Con mucha frecuencia nos sucede que todo lo encontramos en el camino de la vida: risas, llantos, negocios, amigos, placeres, riqueza, pobreza, pero a nosotros mismos no queremos hallarnos. Sin embargo, es indefectible que en determinado momento, aun contra nuestra voluntad, eso que se llama destino o providencia nos ponga un espejo por delante y nos arroje a nuestra propia observancia sin distorsiones, sin disfraces ni encubrimientos. Allí, sin el maquillaje vano y efímero, nos veremos y, como dice Neruda, viviremos la más feliz o la más amarga de nuestras horas.

Perdonará el lector tan largo prólogo para desarrollar tan brevemente el tema, pero para algunas conclusiones no hacen falta demasiadas palabras. Ayer, poco después del mediodía, un hombre, cuya edad no habría pasado los 45 años, con un pequeño de no más de 4 años en su bicicleta, revolvía, en pleno centro, un contenedor en busca de comida. Me pregunté entonces si el hecho de denunciar públicamente esta tremenda injusticia sería suficiente. Desde luego que no. Recordé que hacía unas horas nuestra presidenta, con un coqueto y atractivo sombrero que costará lo suyo, desde luego, se mostraba, junto a Hugo Moyano, saludando al Papa. Los imaginé a los dos (Cristina y Hugo) tan lejos de esta realidad que consume a tantos argentinos en el fuego de la indignación y de la pena, como yo de aquella tarde en que leí a Neruda. En aquellas tardes, lo sé bien, no había cientos de miles de seres humanos argentinos buscando comida en la basura.

Luego de ver a este hombre y a su hijo, me pregunté si a algunos argentinos no nos hace falta que el destino de una vez por todas nos ponga un espejo por delante y nos haga ver qué somos, qué hicimos y si tenemos derecho a la más feliz de nuestras horas. Supongo que no, que muchos de nosotros no hemos honrado el compromiso con la verdad. La verdad que en este caso es la vigencia de los derechos fundamentales para la vida digna de todas y cada una de las personas.

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