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La tragedia de Japón: la mano del hombre

Por: Carlos Duclos

“Ruin arquitecto es la soberbia; los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos”, dijo Francisco de Quevedo. Y para encausar más el prólogo de esta reflexión, nada mejor que recordar las palabras de San Agustín: “La soberbia no es grandeza, sino hinchazón y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano. “Hace unas horas, un profesional (no me atrevo a llamarlo científico) dijo con mucha seguridad que el tremendo y lamentable terremoto que padecieron los japoneses no debe vincularse con la acción del hombre. Aseguró, sin posibilidad de dudas, que es un movimiento natural de las capas de la Tierra. Es posible que tenga razón, pero es posible que no y, en lo personal,  yo albergo muchas dudas sobre la influencia (en cierto grado) de la mano del hombre en los tsunamis que afectan a gran parte del planeta, especialmente en el Pacífico. Y, sobre todo, me preocupa la arrogancia de ciertos seres humanos (incluidos algunos científicos, muy dados a ser contundentes en sus apreciaciones) que en una soberbia  sin par pretenden dar por cierto lo que es dudoso para el sentido común. ¡Vaya hombres! aún no han aprendido a usar todo el poder del cerebro (la neurociencia indica que el potencial utilizado es apenas un 15 por ciento del que dispone ese “órgano”); aún no se conocen ciertas fosas marinas, pero dan por seguras cuestiones que provocan dudas. ¿La mano del hombre nada tiene que ver en los sismos y tsunamis?

Y a propósito, y ya entrando en la esencia del asunto, no dejo de recordar que  hace muchos años se levantaron voces de protesta cuando Estados Unidos de Norteamérica comenzó las pruebas nucleares en el océano Pacífico. Voy a mencionar algunas: en el año 1946 se iniciaron las detonaciones nucleares norteamericanas en las islas Bikini. En 1952 se produjo la explosión de la famosa bomba de hidrógeno en las islas Marshall, con una energía 125 veces mayor que la de la bomba atómica que fue lanzada sobre Hiroshima. El 1° de marzo de 1954, en el Pacífico, hizo explosión una bomba de 15 megatones de hidrógeno llamada Bravo, equivalente a 1.000 bombas de Hiroshima. ¡Qué crimen! Un crimen no sólo contra las criaturas que pueblan el mar, sino contra el propio hombre y toda la naturaleza.

En el marco del recuerdo, saco del cofre de las tragedias guardadas, y muchas veces silenciadas, un escenario patético trazado hace unos años por profesionales preocupados por las connotaciones de la radiactividad: “Un estudio del gobierno norteamericano realizado por el National Cancer Institute (NCI) Instituto Nacional del Cáncer (NCI) finalizado en 2004 y publicado en el 2005 –decían–, reconoce que los cánceres en las islas Marshall se han duplicado 50 años después de que se hicieran las pruebas nucleares.

Y no hay que olvidar –añadían estos profesionales en su momento– que los estudios del NCI, al igual que los de la Organización Mundial de la Salud, siempre minimizan la implicación de la contaminación radiactiva en el aumento de cánceres, así que los resultados son probablemente mucho peores”.

Pero lo cierto es que no ha sido Norteamérica la única potencia que hizo y hace ensayos nucleares en el océano Pacífico. No, también lo hizo Francia. El atolón de Mururoa es un ejemplo. Este país europeo, estimado lector, concretó alrededor de 200 pruebas nucleares en el Pacífico entre los años 1960 y 1992. Y hay muchos más países que han usado el lecho del Pacífico (que se volvió beligerante) para realizar ensayos nucleares.

Una palabra autorizada en todo este tema, el ambientalista Chee Yoke Ling, ha sostenido en su momento que “los primeros informes científicos indican que el atolón (de Mururoa)  está ya muy débil, con fisuras o grietas identificadas”. Cualquiera, aun cuando sea ignorante en el asunto, un profano, tiene derecho a pensar que cientos de explosiones nucleares  han modificado y perjudicado la corteza terrestre debilitándola y disponiéndola para corrimientos y sismos. Es nada más que una cuestión de sentido común. Por tanto, es de una arrogancia e irresponsabilidad grave asegurar que la mano del hombre no tiene nada que ver con los espantos que se están produciendo, con demasiada periodicidad, sobre la faz de la Tierra.

Con la prudencia que merece el tema, hay que decirlo:  no son pocos los investigadores que sostienen que se han hecho  ensayos para provocar tsunamis artificiales (mediante explosiones), de manera de usarlos como arma poderosa, pero discreta. Parece demasiado, es cierto. ¿Pero por qué no habría de creerse? ¿Acaso no hay armas químicas y bacteriológicas desarrolladas? Además, se sabe (y hay películas testimoniales) que ciertas  experimentaciones nucleares que causaron daños a muchas poblaciones y personas, se ocultaron, se negaron, hasta que finalmente salieron a la luz. Ciertos hombres carecen de escrúpulos, y hay quienes en el afán de poder y  riquezas no reparan en mil, cien mil o un millón de vidas que se pierden (y aún más).

Desde que Hitler experimentara con la fisión nuclear, la humanidad vive con temor a una gran tragedia. Desde que Norteamérica comenzara con su proyecto Manhatan, que culminó con el arrojo de la primera bomba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, la humanidad sabe que nada está seguro. Por eso Einstein, que fue quien le escribió una carta al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica Roosvelt, previniéndole de las investigaciones alemanas sobre armas nucleares, diría después de enterarse de la masacre de Hiroshima y Nagasaki: “Debería quemarme los dedos con los que escribí esa carta”.

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