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La tercera edad y el cajón de los desechos

Por Carlos Duclos

¿Cuál es uno de los errores que comete el ser humano cuando se encuentra en plenitud? Creer que ese estado es natural y permanente y no advertir que transcurrirá, pasará. Es cierto que el mismo equívoco se comete en la desgracia, pero siendo el humano un ser finito, no eterno y destinado a perecer físicamente, podría decirse que está destinado, desde que nace, a la decadencia física. Esto puede suponer una idea de mal gusto para quien hace del cuerpo físico el núcleo de la vida, pero para el que cree en la trascendencia, la decadencia física natural (vejez) es un hecho más en la gran estructura humana, que queda tapada por la elevación mental y espiritual que adquiere o puede adquirir el hombre sobre el fin de su vida terrena.

Esta elevación a la que se alude está dada por la sabiduría alcanzada, por la experiencia de vida y por la templanza que suele caracterizar a las personas en la etapa que algunos llaman ancianidad, nombre que fue reemplazado por “tercera edad”. Una definición, un eufemismo para mitigar, disfrazar, la dureza del término vejez, ancianidad que el hombre, la sociedad, degradaron en un marco discriminatorio. En efecto, a nadie le molestaba que en la antigüedad se llamara Consejo de Ancianos al más notable y respetado cuerpo colegiado de algunos pueblos, que tomaba las grandes decisiones o medidas de gobierno. Concedía gran dignidad formar parte de esos consejos.

El nuevo orden, ése del que hablamos hace poco, trajo nuevas pautas culturales. Pautas determinadas por la utilidad del hombre en cuanto al servicio no ya sólo de la economía sino de los negocios. Es decir, el ser humano sojuzgado por un grupo poderoso pasó de ser tal a mera herramienta. En los balances de las “factorías modernas” es un “mueble y útil”, un “bien de capital” y también un “bien del Estado”, porque no sólo los capitalistas y neoliberales degradaron al ser humano, sino también algunos regímenes comunistas o pseudo socialistas.

Así las cosas, a determinada edad el hombre fue y es apartado, arrojado al depósito de los desechos. ¿Quién puede conseguir trabajo, por ejemplo, si cumplió ya 40 años? En verdad no lo consiguen los más jóvenes, pero ésa es otra cuestión. Lo que se quiere significar es que el ser humano, para este nuevo orden, tiene una vida útil determinada por el caprichoso estándar del sistema; cuando ha superado las pautas establecidas, es condenado al “apartheid”. No sirve ni la experiencia, ni la sabiduría, ni el talento.

Los hombres y mujeres de la tercera edad viven situaciones más graves. Lejos de reconocérseles su valor, ser referentes para la consulta y estimarlos a través de la satisfacción de sus derechos, se los condena a todo tipo de faltantes. Lo hace primero el Estado, y le siguen muchas veces todos los demás actores sociales, incluso las propias familias.

Dice un informe reciente: “Más de 1.500 geriátricos del país no están habilitados. Suelen caracterizarse por el hacinamiento, la falta de personal, una mala infraestructura y la ausencia de elementos para evitar accidentes”.

Alejandro Barros, titular de la Unión Argentina de Prestadores de Servicios Gerontológicos, advirtió que muchos de esos establecimientos, supuestamente dedicados al cuidado de los mayores, tienen falencias que pueden costarles la vida a los ancianos.

En fin, una injusticia, una perversidad más, tremenda, para aquellos que deberían ser amados, respetados y consultados.

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