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Crítica cine

La sociedad de los poetas muertos en la complejidad del conurbano bonaerense

Con “El Suplente”, protagonizada por el talentoso Juan Minujín y disponible en Netflix desde hace unos días, el realizador Diego Lerman se consolida, con su sexto trabajo, como un director sensible y comprometido con una película que se vuelve de visión imprescindible


Hay una imposibilidad, hay algo que no funciona, que no arranca, que a primera vista no tiene solución, y sin embargo (por suerte), siempre hay alguien dispuesto a hacer todo lo necesario, a jugarse la vida, como para que eso cambie, aunque no le toque jugar de titular.

Es Argentina, de eso no hay duda. Y hay un profesor de unos 40 años que ve cómo sus saberes y conocimientos se ponen en tensión frente a una serie de frustraciones de cara a los problemas reales y concretos de un grupo de chicos y chicas de una escuela secundaria del Conurbano Bonaerense: nada del mundo de la literatura que este profesor lleva consigo podrá correrlos del hastío que los conduce a la abulia y por eso todo parece vaciarse de sentido, hasta Borges. Sin embargo, la tenacidad puede abrir caminos o atajos en medio de las aguas más turbulentas, y hasta el alma puede llegar a tomar cuerpo.

Con algunos premios y reconocimientos más que merecidos y elogiosos pasos por festivales internacionales como el de San Sebastián, donde integró la muestra oficial, El Suplente, de Diego Lerman, disponible en Netflix desde hace unos días donde es una de las películas más vistas de la región, pone en primer plano un momento de quiebre en la vida de Lucio, a quien da vida el siempre sorprendente y camaleónico Juan Minujín, en uno de los mejores trabajos de una carrera que no tiene techos a la vista. Padre de Sol, una adolescente de 12 años a cargo de Renata Lerman, hija del realizador y otro enorme hallazgo de la película, la historia acompaña el viaje de este pequeño héroe que de algún modo vuelve al barrio al que pertenece, donde su padre enfermo, El Chileno, a cargo del descomunal actor trasandino Alfredo Castro, lleva adelante un comedor comunitario, un oasis entre la marginalidad y la delincuencia.

Lucio es un docente universitario y escritor con algunas pretensiones atendibles que, entre otras crisis, transita la de la mediana edad y la separación de la madre de su hija (a cargo de la española Bárbara Lennie) con dolor y sensibilidad en un tiempo de blancos y vacíos como los de las paredes del departamento de nuevo soltero que le toca habitar y frente al desafío que le propone Amalia, una vieja conocida y la directora del colegio de aquel barrio que dejó (la estupenda Rita Cortese), de hacerse cargo de un curso en carácter de reemplazo del profesor de literatura.

Las ideas o formas de una marginalidad explícita que contrastan con el deseo del protagonista de que su hija asista a un colegio que le garantice un nivel de “educación superior” como al que él mismo pudo acceder, encuentran un diálogo atinadísimo en las elecciones y modos de registro de Lerman, un realizador sensible (ya lo ha demostrado en films como el recordado Refugiado, entre otros) que mira, por momentos, desde una distancia que busca y encuentra un punto de vista que pone el problema en perspectiva, un recurso con el que logra amplificar o modificar lo que se ve y lo que se cuenta desde una óptica propia y personalísima con la que, sin eufemismos, llega al corazón de las y los espectadores.

Es en ese entramado en ralentí donde el narcotráfico hace sus propios estragos, donde el mal ronda y la violencia se respira en el aire, donde Lucio, desde su inevitable tozudez de un Ulises algo desencantado, decide salvar lo que puede, lo que tiene cerca: un pibe de 16 años metido en un problema que no le pertenece, que no buscó ni llega a entender (como pasa con la mayoría de los pibes sin oportunidades, en contextos donde la desigualdad genera violencia), una circunstancia que lo saca de eje, lo confronta a lo elemental y humano, muy por fuera de los contenidos que pensaba acercar en su clase de literatura y muy en el presente, como esa ráfaga de deseo fugas que le despierta Clara (la estupenda María Merlino, mujer del director), una maestra que conoce el barrio en su más aciaga profundidad y se convierte en su aliada.

Sabio a la hora de narrar las ramificaciones de una historia central potente, gran director de actores y creativo a la hora de mostrar contextos, las de Lerman son películas de autor, son materiales que encuentran resonancias reales y concretas que dialogan con su tiempo y con su época, donde la supervivencia y la muerte se vuelven temas centrales. El gran logro de Lerman es que, lejos de correrle el cuerpo a ciertas problemáticas difíciles de contar, le pone el cuerpo propio y el de todos sus personajes sin siquiera mirar de cerca la posibilidad del golpe bajo.

Pero sobre todo, El Suplente se compromete y encuentra sentido a partir de una serie de metáforas que se cimientan en la necesidad de sostener la educación pública contra viento y marea, que todos los niños y jóvenes, frente a sectores que motorizan la meritocracia (que sin oportunidades es la mayor de las mentiras) tengan acceso a bienes culturales de calidad, porque ése es el único cambio posible, y en ese sentido la película hace una tarea magistral y se vuelve de visión imprescindible.

Y al mismo tiempo, más allá del poder de la historia que despliega, es una película de actores enormes, con un singular interés en las figuras paternas (las de Lucio y El Chileno), de lo que representan: quién es padre, qué es paternar por fuera de lo biológico, qué implica la ausencia o la pérdida de esa figura también central y contenedora que deja en la orfandad. Al mismo tiempo, es la historia de un profesor-padre, como aquella de la recordada película de Peter Weir de los 90, La sociedad de los poetas muertos, donde, salvando abismos contextuales, un tipo sensible se corría de su lugar preestablecido y, como este Lucio del conurbano bonaerense, desde la escucha real, intentaba romper algunos moldes y estar cerca por si alguien necesitaba un abrazo.

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