Espectáculos

Entrevista a Concepción Bertone

La señora de enfrente

Voz fecunda de la poesía local considerada internacionalmente dice que no le importa publicar y que entiende a la escritura como sanación, y lejos de creérsela ubica su lugar como el que el verdulero del barrio alguna vez le señaló


Santiago Beretta / Especial para El Ciudadano

La rosarina Concepción Bertone es poeta, crítica literaria y ensayista. Fue coeditora de la revista literaria Cuadernas junto con Armando Vites y Héctor Piccoli. Junto a Juan Calzadilla armó una antología que muestra trabajos de diez poetas venezolanos y diez argentinos. Su poesía fue antologada en Argentina y en el extranjero y traducida a varios idiomas. Colabora con medios literarios –diarios y revistas– nacionales y extranjeros. Lleva publicados cuatro libros de poesía (mencionados más abajo) y una antología de poetas santafesinas.

“Me importó cinco pepinos publicar. No creía que iba a sacar un libro para que los demás lo lean, y de hecho me publicaron. Nunca pagué una edición”, comenta Concepción Bertone, una de las voces poéticas más lúcidas y arrolladoras que tiene Rosario.

La salida de su primer libro, De la Piel hacia adentro, fue en 1973, cuando ella tenía veintiséis años. El material en cuestión estaba en un cajón del escritorio de su pieza y un amigo que lo sabía lo publicó en complicidad con su familia, sin consultarle ni decirle nada.

Desde entonces comenzó a frecuentar y ser parte de los grupos de poetas de la ciudad y del mundo que antes leía y admiraba en soledad. Cuando los nombra, se la nota hermanada literaria y afectivamente con los que fueron sus amigos y sus cómplices. Entre otros: el rosarino Aldo Oliva, para ella una especie de padre, o el mexicano José Emilio Pacheco, a quién recuerda como un amigo entrañable.

Un lugar emblemático de juntada de los grupos literarios del setenta era la librería Trilce, que llevaban adelante Jorge Isaías y Carlos Berrini, y que estaba montada en un local en el Pasaje Pam: “Nos encontrábamos ahí —relata— y nos íbamos todos a tomar café a Los billares (el bar que inmortalizó Jorge Riestra en su Salón de billares. Mis amigos me sacaban los poemas, los llevaban al diario y ahí salían publicados”.
De aquellos años es una anécdota que la pinta de cuerpo entero: “Un día voy a la verdulería y veo que estaban envolviendo los huevos con un diario en el que había salido un artículo sobre un libro mío, cosa que yo no sabía porque no compro el diario. Entonces le digo al verdulero que por favor me dé esa página, que no la arrugue, que estaba yo ahí. Y el tipo me dice: «¡Qué vas a estar vos si vivís acá enfrente!»”.

Ser una poeta reconocida internacionalmente y al mismo tiempo una vecina cualquiera es algo que Bertone acepta y agradece. La diferenciación entre ambas cosas es una mentira, es una falsedad. Creérsela, según sus propias palabras, no es algo que hagan los grandes de la poesía.

“Sé que formo parte de un grupo de gente que es tenida en cuenta. Estoy en todas las antologías, vienen a verme de muchos lados, el otro día vino un chico de Venezuela y cuando se fue empezó a saltar de alegría, como si hubiera logrado algo extraordinario. Pero soy la señora de enfrente. Lo que me dijo el verdulero es algo que te ubica perfectamente”.

En 1983 le publicaron El vuelo inmóvil; en 1993 Citas y en el 2006 Aria Da Capo. Su poesía está antologada en Argentina y el exterior y está traducida a varios idiomas. En 2008, estuvo a cargo de Las 40, un libro que reúne a cuarenta poetas Santafesinas en un recorrido que empieza en 1922 y termina en 1981, y tiene el mérito de ser la primera antología de poetas mujeres de Santa Fe.

Trilce

A Carlos Berrini, en memoria

El olor de los libros en la trastienda
desordenada como la añoranza, el caos
de recuerdos que tantean
lo arrumbado en nosotros, polvoriento
como el pueblo de un western, la amistad
que nos reúne en ella casualmente
sobreentendiendo el día, cierta hora.
Próximos como el río
y las esloras con las rodas enjutas
del silencio
ese lugar humano del pasaje
es un muelle fortuito. Amarras. Bitas.
Y el casco entresoñado de ese barco
que navega a la sirga de la niebla
son certezas del viaje postergado,
la esperanza del mar que
fue el pasado
y el minuto presente donde escora
y se hunde este día
lentamente.

De joven escribía de noche, cuando sus hijos dormían y disponía de tiempo para ella: “A lo mejor me quedaba toda la noche despierta. Hubo veces que no he dormido. Pero no me cansaba, no estaba después todo el día hecha una pelotuda. Me decían el Ave Fénix”.

Cuando se le pregunta de dónde sacaba semejante energía, su respuesta es sencilla: “Si hacés algo que amás se te llena tanto el alma que estás descansando también, no sólo descansás cuando dormís. Al escribir algo que te gusta te vas del mundo, no existe más nada”.

Hoy es otra su relación con la escritura. Antes se sentaba frente a la máquina a esperar a que saliera algo. Tenía una idea dando vueltas en la cabeza y esperaba y esperaba. Ahora simplemente deja que la inspiración venga a buscarla y haga brotar las palabras. Aunque el quiebre más llamativo, después de más de cuatro décadas de escritura, no parece ser cómo ni cuánto escribe, sino qué escribe: “Me es más difícil escribir porque las cosas que tengo que decir son otras. Antes yo me sentaba y escribía. No sé si se trata de algo complejo sino de algo doloroso, es como que te estás desangrando, se te mueve todo. Pero escribir ayuda a sanarte. Eso que tenés adentro lo tenés que decir, te lo tenés que sacar”.

Su lugar de trabajo, una habitación de su casa de barrio La Guardia, en la zona sur de la ciudad, es un fiel reflejo de lo que es su quehacer cotidiano y el sentido de su vida en esta tierra: una computadora prendida que deja ver mil archivos de Word; una biblioteca en la cual sobresalen, ubicados de frente para que puedan verse sus portadas, los libros de Joaquín Giannuzzi, Aldo Oliva, José Emilio Pacheco, Jorge Luis Borges; y más de diez cajas azules que se desparraman por el piso que —nos explica— tienen adentro ochocientos libros pertenecientes a uno de los últimos concursos nacionales de poesía del cual ella fue jurado. Por supuesto que los leyó todos, pero no tiene dónde ubicarlos y de ninguna manera los quiere tirar.

Como le ocurrió a la mayoría de las personas dedicadas íntimamente a la poesía, jamás vio un peso por su labor. Desde la salida de su primer libro fue invitada a viajar y muchas veces tuvo que pagar sus propios viajes. Pero esto no es algo que le importe mucho. Le importa menos que el hecho de publicar:

“Los poetas en general siempre fueron pobres y se han cagado de hambre —aclara—. Encima a mí los premios no me gustan y no escribo para concursos. La poesía es muy profunda y a veces dolorosa. Pero si no hubiera poesía el mundo no existiría, nadie amaría”.