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Crítica teatro

La ruptura de un supuesto canon de “normalidad” en el Jardín de las Delicias de la familia argentina

Tras el exitoso estreno en La Comedia de junio pasado, la versión rosarina de “Barbacoa”, de Jacobo Langsner, que dirige Esteban Trivisonno, de algún modo la continuación de “Esperando la carroza”, desembarca este viernes en el Parque de España y en agosto en la Lavardén    


No todo lo que reluce es oro. Y eso que reluce puede resultar de un brillo falso, impostado, creado; un brillo de plástico, los colores estridentes de una camisa Versace de dudosa procedencia. Algo de esa falsedad forzada, de esa especie de apacible calma que antecede a un tsunami es lo que se dirime en la versión rosarina de Barbacoa, la continuación de Esperando la carroza, pieza icónica del dramaturgo y escritor rumano nacionalizado uruguayo Jacobo Langsner que se hizo popular por la versión cinematográfica dirigida en 1985 por Alejandro Doria, y que tras su exitoso estreno de junio en La Comedia regresa este viernes al Parque de España y en agosto se presentará en la sala Lavardén.

De la mano del talentoso director rosarino de cine y teatro Esteban Trivisonno, a cargo también de la adaptación de textos junto a Juan Mangiarelli, quien además integra el elenco, una estrategia dramatúrgica planteada por ambos pone a la obra en tensión frente a la ruptura definitiva de un canon de supuesta “normalidad” de la familia argentina en su dimensión amplia y popular: la pretendida familia “tradicional” no existe desde hace tiempo, pero Langsner lo supo hace décadas y lo plasmó en una trilogía que toma como disparador las andanzas de los integrantes de la familia Musicardi, todos y todas bastante más allá de lo que supone la palabra kitsch.

Barbacoa se sitúa años después de la partida de la matriarca. Mamá Cora ya no está y todos se reencuentran, dejando atrás (al menos por un rato) una larga lista de rencores, recelos, envidias y verdades no dichas que en algún momento, inevitablemente, estallan como un barco contra un témpano, más allá de que aquí sea el fuego lo que caliente la velada y derrite todo. La excusa del reencuentro es el aniversario de bodas de Antonio y Norberto (Nora y Antonio, es decir Betiana Blum y Luis Brandoni en la película de Doria), porque aquí la pareja protagónica es una pareja gay, cuyos integrantes han orquestado un forzado reencuentro familiar con gran despliegue en su mansión de falsos oropeles comprados con dineros espurios.

En ese domingo en familia que está bastante lejos del imaginado por Florencio Sánchez a principios del siglo pasado, no por lo que se cuenta sino por cómo se lo cuenta, el plástico, lo artificial, el perfume falso, la superficie mal maquillada y la ausencia de conciencia de clase (todos quieren ser lo que no son) de algunos de los presentes, tiñen una jornada donde hay un bebé por nacer que supone cierta esperanza en un futuro que no será tan auspicioso, la ruptura de los espejos cuando las clases opuestas chocan con los viejos rencores, y unas carnes a la parrilla (las de la barbacoa en cuestión) tan pestilentes como la mayoría de los secretos que ya no resisten el ocultamiento.

En Barbacoa hay un elenco coral, y un elenco coral siempre supone un riesgo porque implica un trabajo extra en la búsqueda de un equilibrio entre los registros de actuación que transitan las variables de un grotesco. En esta versión hay un registro de actuación basal que tiene en la punta del iceberg a la siempre sorprendente Silvina Santandrea (Elvira) junto con Juan Mangiarelli (Norberto) y Mario Vidoletti (Sergio), en el contexto de un equipo de actores y actrices, cada uno con sus momentos de lucimiento donde encuentran el climax de los personajes, que completan Gabriela Bertazzo (Susana), Lala Brillos (Matilde), Juan Carlos Capello (Antonio), Claudio Danterre (Jorge) y Macu Mascia (Emilia).

Pero es esa punta del iceberg en la que algunos logran la clave del grotesco, donde por lo mismo que se ríe, se llora; ese estado en el que el actor o la actriz es atravesado por una especie de conmoción que de algún modo, saludablemente, desconcierta al espectador y lo llena de preguntas, la que aporta algunos pasajes memorables a este montaje, donde el espanto dialoga con el humor y cimienta las bases de un material que pone a Trivisonno, un director arriesgado, abierto, políticamente incorrecto y muy dedicado a los detalles, en un lugar de atención en la escena rosarina contemporánea, donde se ha vuelto una valiosa costumbre el hecho de ofrecer, más allá de otras poéticas que definen a la producción teatral local igualmente valiosas, materiales que buscan amplificar los públicos.

Del lado de los grandes aciertos a la hora de revisar un texto que, de antemano, supone una tarea extra al momento de encontrarle su resonancia en el presente, la obra, que está en un piso desde el cual podrá crecer con el paso de las funciones y la puesta a punto de una dinámica que exige un diálogo con el latir de la platea que en muchos casos encuentra en la risa desaforada una vía de escape, pone a su favor la actuación como el gran motor: hay en la morfología de estos personajes una clara decisión de maquietarlos, de vestirlos, maquillarlos y peinarlos de un modo que los singulariza y los pone a dialogar con el resto en su presente y en lo que arrastra cada uno.

Del mismo modo, la idea de telón corrido y las entradas y salidas que son una marca del vodevil francés, juegan acá con una idea de acontecimiento teatral donde, precisamente a telón abierto, se suceden los aplausos y las preguntas frente a lo monstruoso del abuso, el acoso, la burla y la parodia de esos que están encadenados unos con otros pero que, al mismo tiempo, no tienen más remedio que aceptar la disidencia de ese mundo que está llegando y empieza a hacerse oír, algo que se convierte en una valiosa metáfora de este tiempo de diversidades.

Por lo demás, Barbacoa es un reencuentro a fuego fuerte con la incomodidad inevitable que supone un domingo en familia donde todos tienen algo para reclamar, algo que contar que tenían bien guardado, algo que decir y confesar. Pero supone, sobre todo, un acercamiento a una pintura familiar que, como pasa con la icónica El jardín de las delicias, de Jheronimus Bosch (popularmente conocido como El Bosco), cuya réplica como parte del fondo del espacio escenográfico pone en tensión ese concepto, ofrece un plano general que está muy lejos del detalle y que hasta presume, a primera vista, de cierta belleza y armonía. Pero al mirar de cerca a esa familia (como a todas las demás), y como pasa con el tríptico del El jardín de las delicias una vez abierto, el infierno y el paraíso, la belleza y el espanto, lo apocalíptico y lo ominoso, lo carnal y lo descarnado están allí, conviven en esa condena inevitable que puede volverse la familia en un final que resignifica el comienzo cuando casi inocentemente suena un momento de la ópera Carmen; es “L’amour est un oiseau rebelle”, porque está claro que el amor siempre “es un pájaro rebelde”, pero sobre todo un sentimiento inexplicable.

Para agendar

Luego de su estreno, la versión rosarina de Barbacoa, con asistencia de dirección de Cecilia Zin, asistencia de producción de Margarita Tártara, escenografía de Carolina Cairo, luces de Hugo Sanguinetti, vestuario de Agustina López y Liza Tanoni, diseño gráfico de Fernando Galassi, fotografía de Romina Ferreyra, comunicación y redes de Mauricio Pellegrino y prensa de Paula Caffaratti, tendrá nuevas funciones. La primera será este viernes, a las 20.30, en la sala Príncipe de Asturias del Centro Cultural Parque de España (Sarmiento y el río). Con un valor de mil pesos, las entradas anticipadas pueden adquirirse en https://1000tickets.com.ar/concierto.php?id_evento=885-BARBACOABARBACOA o en la boletería del teatro, de martes a sábado de 15 a 19, y el día de función desde las 19.30. También se podrá ver el jueves 25 de agosto, a las 21, con entradas populares, en la sala Lavardén (Mendoza y Sarmiento). Las entradas anticipadas en https://entradaslavarden.com/detalle/Barbacoa/.

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