Si la idea de la soberanía popular ha tenido a lo largo de la historia una forma tumultuosa de presentarse, el Egipto del último año y medio no ha entregado precisamente una excepción. Consumado el 11 de febrero del año pasado el derrocamiento de Hosni Mubarak, resultaba deseable que aquélla, liberada de las garras del sátrapa, dejara de expresarse con violencia en las calles y comenzara a ejercitarse en las urnas.
Egipto realizó elecciones legislativas en noviembre y una primera vuelta de las presidenciales la semana pasada. Pero el veredicto de esta última cita volvió a despertar los fantasmas de la acción directa, sacando otra vez a las calles a las multitudes disconformes y haciendo brillar nuevamente el fuego de su ira.
Supone una cruel ironía que el futuro del país vaya a dirimirse el 16 y 17 de junio, si nada altera los planes, entre los dos candidatos que mejor representan los temores de los artífices de aquella épica revolución callejera, tan inorgánica como igualitaria y de ningún modo confesional en su espíritu: el islamista Mohamed Mursi y el militar Ahmed Shafiq.
El primero es el candidato del Partido de la Libertad y la Justicia, brazo electoral de la Hermandad Musulmana, organización madre, a su vez, de buena parte del islamismo político en el mundo árabe. Prohibida durante la dictadura pero tolerada de facto, lograba presentar a sus candidatos bajo la chapa de “independientes”, lo que la convertía en la única oposición paralegal al régimen.
Shafiq es un viejo jerarca de la Fuerza Aérea, exministro de Aviación Civil y, finalmente, efímero último premier de Mubarak. Representa el rostro presentable de los militares para mantener un poder que, a no engañarse, ha preexistido al rais y subsiste tras su caída, y que se corporiza en una vasta red de empresas de diversos rubros y en la administración discrecional de 1.300 millones de dólares anuales de ayuda estadounidense.
Unos y otros son, cada uno a su manera, los poderes remanentes del antiguo régimen, todo lo que los revolucionarios de febrero rechazaban cuando soñaban con fundar un nuevo Egipto. ¿Qué los ha colocado nuevamente a las puertas del poder? Básicamente, las limitaciones de la propia revolución.
El año pasado fue el de las manifestaciones callejeras, tan asimilables y tan diferentes a la vez como las de la “primavera árabe”, los indignados españoles y los militantes de “Occupy Wall Street”. Motivados por realidades disímiles, pero activados por un escenario internacional de crisis económica, todos esos movimientos reivindicaban como un rasgo encomiable su inorganicidad, su rechazo a la política tradicional, su desprecio por las estructuras y los liderazgos y, algo resaltado hasta la exasperación por la prensa internacional deseosa de hacer lo más singular posible la novedad que representaban, su coordinación exclusiva a través de redes sociales.
Tales movimientos duraron lo que un suspiro. Los revolucionarios musulmanes lograron abatir algunos regímenes (Túnez, Egipto, Yemen, Libia con ayuda; Irán los frenó a sangre y fuego, y Siria en eso anda, ante la mirada atónita de las Naciones Unidas), pero han tenido menos éxito en conformar transiciones democráticas a la medida de sus deseos. Los “indignados” terminaron consumidos en el mismo bipartidismo que parió la crisis española, aunque la saga puede deparar nuevos capítulos. Y sus pares norteamericanos se disponen a optar por el mismo Barack Obama que ya conocen y los ha decepcionado.
La porfía antipolítica de los jóvenes demócratas egipcios entregó su revolución a los dos únicos aparatos realmente existentes en el país: los militares, con sus cuantiosos medios económicos y políticos, y con el respaldo de Estados Unidos; y los hermanos musulmanes, con su red de escuelas, centros de salud, mezquitas y recursos de caridad, todo lo que jugó decisivamente en su resonante victoria en las legislativas. Sólo ellos, unos y otros, son capaces de llegar a los arrabales de El Cairo, de alcanzar todos los confines del país, de fiscalizar una compleja elección con 50 millones de empadronados y, cómo no, de pactar la transición como pactaron los años de la dictadura.
Los fríos números del escrutinio dieron el lunes un 24,4 por ciento para Mursi, un 23,3 por ciento para Shafiq y un 20,4 por ciento para el izquierdista Hamdín Sabahi, quien nunca terminará de preguntarse cuál habría sido su suerte de haber contado con una maquinaria electoral a la altura de la de sus rivales. Fueron ellos, los partidos de la izquierda y los liberales, los grandes excluidos del juego político en la era Mubarak. Organizarlos con verdaderas posibilidades de éxito en tan poco tiempo era un sueño con forma de ilusión.
Mientras, la lucha sigue por encarnar al “verdadero” pueblo soberano. Con las urnas sospechadas, las multitudes que ayer quemaron las oficinas de Shafiq apuestan a generar una conmoción tal que lleve a los militares a reconsiderar su respaldo al escrutinio de la primera vuelta.
Una ley reciente impide a los personeros del antiguo régimen ocupar cargos públicos, algo que inhabilitaría al ex piloto de la Guerra de Iom Kipur. El Tribunal Constitucional, presidido por el mismo jurista que lidera la Comisión Electoral, Faruq Sultán, tendrá la última palabra. ¿Su veredicto será jurídico? De ningún modo. Será definitivamente político.
Sólo el tiempo dirá si la política que lo dicte será la del pueblo en los cuartos oscuros, boleta en mano, o la del pueblo en las plazas, amenazante con sus piedras.
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