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crítica teatro: El enemigo, de pablo razuk

La razón enfrentada al poder

Pablo Razuk dirige “El Enemigo”, una potente versión de “Un enemigo del pueblo”, de Ibsen, con la que entabla un imprescindible y valioso diálogo con el presente.


El sonido del agua es el clima. El agua que corre, la que se bebe casi de manera compulsiva, la que se ofrece cuando la garganta se seca, la que tiñe la totalidad del espacio escénico, esa que suena porque gotea y se vuelve música y metáfora en la bella partitura de Sergio Vainikoff, el talentoso compositor que supo crear el universo sonoro perfecto para un Ibsen de ahora. En El Enemigo, una versión con ciertas licencias pero que mantiene intacto el conflicto original de Un enemigo del pueblo, e incluso lo potencia por el contexto en el que se desarrolla, el actor, director y docente rosarino, radicado en Buenos Aires, Pablo Razuk, dirige a un elenco infrecuente para la escena local, por su disparidad, y al mismo tiempo, por alcanzar, partiendo de esa disparidad, momentos de una gran coherencia poética, un hecho que potencia el tono político que busca el montaje de principio a fin.

En Un enemigo del pueblo, drama en cinco actos de fines de 1800, el poeta y dramaturgo noruego Henrik Ibsen, relata cómo la decisión y los principios de un hombre honesto, alguien que tiene razón con su planteo, ponen en jaque a todo un pueblo, pero sobre todo, a su entorno. Este hombre, médico de profesión, denuncia que una bacteria contaminó el agua del balneario de esa localidad que es la principal atracción turística y el motor de la economía local. De hecho, su decisión de denunciar lo que sucede lo enfrenta al establishment del poder local que incluye, además de los medios de comunicación, a su hermano, el intendente del pueblo. Es así que se lo señala como un “traidor”, por contradecir una lógica que está reñida con su ética, y muchos se confabulan para complicarle la vida tanto a él como a su familia.

Inspirados en esta obra, Razuk, junto al reconocido escritor y guionista Marcelo Camaño, también rosarino, escribió El Enemigo, una jugada en términos dramáticos, dado que no es sencillo meterse con semejante material, pero sobre todo, porque la puesta entabla un fructífero diálogo con el presente. La acción no transcurre en un pueblo costero del sur de Noruega como sugiere el autor de Casa de muñecas o Hedda Gabler, entre otros de sus grandes prodigios dramáticos, sino en estas tierras (sobre el Acuífero Guaraní, la mayor reserva de agua dulce del planeta), más allá de que no aparezcan referencias literales. El balneario puede ser cualquiera, incluso La Florida, pero la contaminación llega por los aviones que fumigan con Glifosato, a través de canales clandestinos y contamina todo. Y nadie dice nada porque la plata sustenta un poder que se lleva puesta a la razón, y el monopolio mediático se vuelve cómplice (ahí ya no hay dudas). En medio de este “pantano moral”, los personajes, afectados en sus diferentes realidades, temen perder el trabajo y, al mismo tiempo, y como contracara, su integridad por elegir mirar para el costado.

El Enemigo, adaptación escrita con singular eficacia, juega con tres conceptos que atraviesan toda la obra de Ibsen, quien siempre buscó, de la manera más realista posible, reunir lo psicológico, con lo ideológico y lo social en sus textos. En ese campo, la propuesta se apoya en el talento de Roberto Chanampa como el doctor Stockmann, quien se carga el mayor peso de la obra con pasajes de una enorme contundencia (en particular sobre el desenlace). El protagonista encuentra sus puntales en Florencia Crende como su mujer y José Pepe Jaimes como su hermano, el intendente, del mismo modo que en Federico Giusti como Horacio, una especie de reserva moral del periodismo que va en reemplazo del original Billing. Horacio tiene que lidiar con Bibiana, la dueña del diario para el que trabaja (La voz del pueblo), en otro destacado desempeño de la talentosa Ofelia Castillo, al parecer, dispuesta a correrse del lugar de comodidad que supone para ella el humor. Pero además, aquellos personajes sugeridos por Ibsen, los “del pueblo”, aquí, muy oportunamente, tienen voz y están representados por otras dos sorpresas: Viviana Espinosa como María, una mujer humilde jaqueada por la tragedia que conlleva la contaminación, y el siempre eficaz Cristhian Ledesma, quien da vida a Andrada, un hombre común que, como tantos en el presente, parece estar dispuesto a todo con tal de no perder su trabajo.

Pero hay más: están los hijos. Por un lado la combativa Paloma (una versión de la Petra original), maestra que ha heredado la compulsión ética del padre, personaje que encuentra en Juliana Morán pasajes que vibran en la sintonía atinada. Y entre lo mejor del montaje aparece Fernando Porcel como Federico, una versión de otro de los hijos de los Stockmann, que en carne propia padece la contaminación y, enfermo, camina al borde de la muerte pero apegado a la vida, una portentosa jugada poética que desde el comienzo, merced a la notable presencia escénica del joven actor y al bello dispositivo, potencia el sustento dramático en el que se juega la obra, al tiempo que es quien singulariza un registro de actuación que, a pesar de su extrañeza, dialoga con el realismo de Ibsen. La versión sirve también para repensar a un autor cuyas ideas, en el presente (y quizás más que nunca), siguen preguntando “para qué sirve la razón si no se tiene el poder”, y qué se hace frente a eso. Pero también, cómo el poder aplana el pensamiento y el deseo individual, y siempre se rodea de los cómplices necesarios como para lograr sus oscuros objetivos.