Coronavirus

Crónicas de cuarentena

La pandemia politizada: cuando el precio a pagar por los derechos individuales es la vida misma

La defensa irrestricta de la libertad humana (que desoye el sensato equilibrio entre las libertades individuales) conduce a un delirio de autoafirmación y complacencia que no vacila en vociferar derechos propios e incluso atravesar el límite donde se ponen en juego la propia salud y el bienestar


Elisa Bearzotti

Especial para El Ciudadano

La conducta teñida de locura ha conmovido desde siempre los cimientos del devenir humano, pero en este milenio, gracias a la amplificación medial, parece haber emparentado con la perversión. Los modos más irracionales encuentran hoy su justificación en la visibilidad mediática, alfa y omega de cualquier inquietud posmoderna. Cuando no se logran separar los tantos lo que resta es el desatino, y entonces da lo mismo negar la llegada del hombre a la Luna, afirmar que la Tierra es plana, o contagiar y contagiarse en medio de una pandemia sanitaria.

La defensa irrestricta de la libertad humana (que desoye el sensato equilibrio entre las libertades individuales) conduce a un delirio de autoafirmación y complacencia que no vacila en vociferar derechos propios e incluso atravesar el límite donde se ponen en juego la propia salud y el bienestar. Entonces, cualquier excusa es válida para transformar lo “políticamente incorrecto” (por vulgar e incongruente) en recurso de campaña, apelando al shock de voluntades y a la agitación de masas. Hoy, el coronavirus vino a ofrecer el pretexto que faltaba.

Enfocarnos en algunos ejemplos hará más sencillo el análisis. En Brasil, el Ministerio de Sanidad se encuentra en plena crisis debido a la renuncia de sus dos últimos ministros. Al final, el presidente Jair Bolsonaro, acostumbrado a la inmediatez y obsecuencia de la cadena de mando, decidió que el sistema democrático no era suficientemente flexible a sus propuestas, y fue nombrando militares en los puestos clave de la cartera, dejándola inmersa en una disputa que la hace política y virtualmente inoperante en la grave crisis sanitaria. En este magma de sinsentido, incluso algunos trabajadores del Estado se niegan a portar tapabocas por temor a que la acción se considere “ideológica” y se los tilde de “comunistas”.

Mientras tanto, Brasil roza los 2,1 millones de casos de Covid-19 (el mismo Bolsonaro dio positivo tres veces) y ya supera las 80.100 muertes. Las cifran han llevado a un ministro de la Corte Suprema del país, Gilmar Mendes, a decir que el Ejército se está asociando “a un genocidio”.

En Chile, la “cuarentena inteligente” impulsada por el presidente Sebastián Piñera dio como resultado 8.633 muertos hasta el 20 de julio, y 333.029 infectados, de acuerdo a las cifras difundidas diariamente por la Organización Mundial de la Salud. Debido a esto se encuentra en el puesto 8 de países con mayor cantidad de infectados, superando a España y al Reino Unido, mientras que Estados Unidos y Brasil lideran el indeseado podio.

A pesar de todos los esfuerzos, la economía del país trasandino se derrumbó el 15,3% en mayo y, de acuerdo a estimaciones del Banco Central chileno, se prevé un retroceso general de entre 5,5% a 7,5%, el más profundo en 35 años.

Estados Unidos es el país del mundo más afectado por la pandemia. La ausencia de un liderazgo claro, junto a los habituales desaciertos del presidente Donald Trump, generaron un cóctel explosivo que ya se cobró 135.000 víctimas, registrando un promedio de contagio de unos 60.000 casos diarios. No obstante, Trump continúa sin dar señales claras en cuanto a las medidas necesarias para frenar el avance del virus y, por el contrario, los líderes del Partido Republicano, que él representa, continúan encabezando las protestas anticuarentena realizadas en varias capitales estatales del país.

Recién unos días atrás el presidente del país del norte, de cara a las próximas elecciones de noviembre, en las cuales pretende ser reelecto, cedió al ruego de sus asesores, los que se muestran preocupados por la caída de su imagen frente a la de su opositor, el demócrata Joe Biden, y se mostró por primera vez con un barbijo mientras caminaba por los pasillos del Hospital Militar Walter Reed, en las afueras de Washington, para reunirse con veteranos heridos.

En la Argentina también tuvimos nuestras protestas vernáculas que tomaron la forma de “banderazos”, como el congregado el 9 de julio en distintas ciudades y que, para abreviar, incluyeron varios tipos de descontentos: las críticas apuntaban contra la “cuarentena boba”, “los ataques al campo” y “en defensa de la Justicia y la Constitución”.

En todos los casos, más allá de los variopintos argumentos esgrimidos, siempre se trata de lo mismo: la cuarentena politizada deja de ser un recurso sanitario para convertirse en herramienta discursiva al servicio de grupos de poder. Desafortunadamente, los que se someten a su influjo pierden de vista dos aspectos fundamentales. En primer lugar, el precio a pagar por la heroica defensa de los derechos individuales hoy es la vida misma, puesta en riesgo por un virus desconocido y con consecuencias sobre la salud aún impredecibles. En segundo término, la batalla librada por los defensores a ultranza del individualismo ya se perdió hace mucho tiempo, en el momento en que hincamos la rodilla ante la cruel y dulce tiranía de compartir nuestros datos con el resto del universo a través de los teléfonos celulares, y aceptamos someter nuestros cuerpos y vidas al control inmanente no sólo de los gobiernos sino de las compañías más poderosas del planeta.

Así las cosas, resulta difícil comprender ciertos mecanismos de la mente humana, que no duda en justificar crímenes horribles en pos de la supuesta gesta civilizatoria que habilitan, y descarta abrevar en la insondable fuerza que nutre lo colectivo: el amor por cada ser humano, el amor que cuida y acompaña, el amor que protege y desea el bienestar del otro tanto como el propio, el amor puesto al servicio de la preservación de todas las especies que habitan la Tierra.

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