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La negación de la Shoá

Por: Daniel Rafecas

En primer lugar quisiera felicitar a todos los que han tenido que ver con esta importante iniciativa enmarcada en el proyecto “Shoá Ugvurá”, encabezada por la Daia filial Rosario, pero en cuyo impulso están involucradas muchas otras entidades públicas y privadas, y en buena medida, a toda la comunidad educativa de esta pujante y siempre progresista ciudad de Rosario, en la que –como profesor invitado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales– me siento un rosarino más cada vez que la visito.

¿Por qué es importante referirnos a los peligros que entrañan los discursos negacionistas? Para decirlo gráficamente, el negacionismo procura borrar de la historia y de la cultura los efectos devastadores que pueden tener las políticas de Estado discriminatorias, e impiden reconocer en un acto singular que entraña una discriminación (sea cual fuere el motivo) la primera estación de un recorrido con potencialidad suficiente para terminar, como destino final, en fusilamientos masivos, en las cámaras de gas o en otros mecanismos sistemáticos de exterminio, de aquellas minorías consideradas inferiores, peligrosas o enemigas.

En concreto, el afán de negar un proceso genocida no es, como suele considerarse, un objetivo que surge con posterioridad a la finalización de las masacres, sino que constituye una parte esencial desde su misma concepción.

Así, la planificación de un genocidio por parte de sus perpetradores siempre conlleva dos aspectos bien definidos:

Por un lado, la destrucción física del grupo humano elegido como enemigo, con su avance por etapas y sus métodos masivos y sistemáticos (a escala industrial) de exterminio.

 Por el otro, la estrategia de absoluta impunidad que habrá de imponerse a continuación, no sólo para sortear cualquier tipo de enjuiciamiento criminal, sino también para perpetuar los efectos del exterminio en la cultura imperante. Aquí es donde el negacionismo juega su papel del lado de los criminales genocidas.

Es por eso que un genocidio no sólo persigue el exterminio de hombres, mujeres y niños en un momento determinado; su erradicación procura la desaparición de la minoría perseguida de una vez y para siempre: borrarlos de la faz de la tierra, como si nunca hubiesen existido.

Así, la existencia de la minoría perseguida y destruida, en la cultura impuesta por los genocidas, pasa a ser, en las décadas siguientes, un mito, un rumor. Se procura erradicar no sólo su existencia, también su historia, su cultura, sus raíces.

Es que si aquel pueblo jamás existió, entonces tampoco tuvo lugar su criminal desaparición.

La empresa genocida más acabada y bestial, emprendida a partir del empleo de los artefactos modernos más sofisticados, fue la que llevaron a cabo los nazis respecto del pueblo judío, durante la Segunda Guerra Mundial el siglo pasado. En tal sentido, Hitler y sus huestes no lograron el objetivo en forma definitiva, pero sus planes tuvieron un significativo avance entre 1941 y 1945: de los once millones de judíos europeos cuyo exterminio habían procurado, más de la mitad fueron asesinados, entre ellos un millón y medio de niños.

Pero los nazis no sólo se ocuparon del aspecto material del genocidio judío, también dedicaron ingentes esfuerzos al día después a que el exterminio hubiere llegado a su fin, a que el último judío europeo haya sido gaseado. Heinrich Himmler, lo dijo a sus oficiales en 1943: se trataba de una historia de la que nunca se habló ni se hablaría en el futuro.

La perversa estrategia de ocultamiento e impunidad les fue frecuentemente transmitida a los cautivos judíos por los perpetradores; es muy frecuente leer en las crónicas y biografías de sobrevivientes de la Shoá las soberbias y desafiantes arengas de los captores: nadie quedaría entre las víctimas para contar lo que pasó, y aún cuando alguien escape al exterminio ¿quién le iba a creer a un pobre judío, privado de familia, amistades y comunidad, frente a la “verdad” monolítica del nazismo victorioso?

Claro que la derrota a manos de los aliados impidió que esta estrategia pudiera hacerse realidad.

Sin embargo, aun con la Alemania de Hitler devastada y convertida en una pesadilla del pasado, retazos de aquel mecanismo de cerrojo a la verdad histórica siguieron en pie, pues no todos los vencidos quisieron rendirse ante la evidencia de que habían formado parte del crimen más espantoso que el hombre moderno haya visto.

Ese mismo mecanismo de defensa ha sido empleado, en las décadas siguientes y hasta nuestros días, por aquellos que miran con nostalgia el estado de cosas establecido por los nazis y otros movimientos fascistas en la Europa de entreguerras.

Claro que para asumirse partidario del neonazismo hay que defender sin vacilar las consecuencias a las que condujo el discurso del odio racial: la matanza planificada de millones de inocentes, por el sólo hecho de habérsele atribuido, de un modo cruel y arbitrario, ciertas condiciones que los identificaban como miembros de una “raza enemiga”.

Como los neonazis saben perfectamente que Babi Yar, Ponary, Treblinka o Auschwitz son palabras que producen un efecto demoledor frente a sus balbuceos ideológicos, el único modo que les queda de intentar defender sus trasnochados postulados es negando la existencia de aquellos episodios.

Es aquí donde aparece la funcionalidad del negacionismo. Es que el Holocausto constituye una barrera moral absolutamente infranqueable para quienes hoy en día pretenden detentar la ideología que precisamente condujo a aquella catástrofe. El único modo de superar este formidable obstáculo, es poniendo en duda que lo que pasó haya tenido lugar efectivamente.

Pero este ensayo discursivo es imposible de sostener seriamente. Estamos hablando del episodio histórico más documentado de la historia reciente. Y para colmo, en la actualidad, disponemos de casi todas las evidencias a un click a través de la internet.

A quienes no se conformen con ello, y además de “documentarse” (como un tiempo atrás alegó el sacerdote católico pronazi Richard Williamson, expulsado del país tras sus afirmaciones negacionistas), quieran ver con sus propios ojos los vestigios del horror, no hace falta que recorran las barracas del campo de exterminio de Birkenau, con su sordidez y su carga de muerte; ni que se introduzcan en las cámaras de gas de Majdanek, para ver el aterrador tono azulado adquirido por paredes y techos debido al empleo incesante de los cristales de cianuro de hidrógeno (Zyklon B).

Basta con una visita al cementerio judío de Varsovia. Un predio vastísimo, doscientas cincuenta mil tumbas, en un estado de abandono absoluto, como si el tiempo se hubiese detenido allí por 1943.

Desde aquel entonces, aquellas miles de tumbas quedaron sin nadie que las visite. Las generaciones que los sucedieron fueron suprimidas en pocos años por los nazis, la mayoría de ellos deportados y gaseados en Treblinka y otros campos de la muerte. El resto, no pudieron soportar las espantosas condiciones imperantes en el gueto erigido en la ciudad.

Como dice Tzvetan Todorov, el exterminio de los judíos tuvo ese efecto suplementario: el de dar muerte por segunda vez a los muertos anteriores, los del siglo XIX; desde ese momento no había ya más memoria que pudieran habitar.

¿Cómo hacer para combatir entonces el negacionismo? Creo firmemente que la mejor herramienta de que disponemos en el marco de un Estado Constitucional de Derecho, es la educación. Concientizar a directivos y docentes de todos los niveles acerca de la importancia que la Shoá trasunta, no sólo para preservar la memoria de lo acontecido y honrar a sus víctimas y mártires, sino además como un poderoso símbolo de hasta dónde puede llegar el hombre en el marco de Estados totalitarios, y porqué entonces es tan importante defender las libertades propias del Estado democrático.

Cuanta mayor información incluyamos en nuestros programas de estudio, especialmente a nivel secundario y universitario; cuanta mayor difusión alcancen las investigaciones históricas y de todas las ciencias sociales en torno a la Shoá, cuanto más se publiquen y difundan las historias de los sobrevivientes y su unánime mensaje (“que el mundo sepa”), en fin, cuanto más alertados e ilustrados estén nuestros ciudadanos y ciudadanas (en especial las nuevas generaciones) acerca de la verdad histórica de lo que fue el nazismo y su producto más perverso, la Shoá, menor va a ser el alcance del negacionismo, que quedará reducido a espacios comunicacionales condenados al patetismo y a la intrascendencia. De ahí, la importancia de este proyecto al que aludía al comienzo, del cual me siento profundamente honrado en colaborar.

En definitiva, está claro que el progreso de la humanidad, el evitar que Auschwitz se repita, sólo podrá lograrse preservando la memoria de lo acontecido. Extrayendo las enseñanzas del pasado. Honrando a las víctimas.

Todo ello, el exacto opuesto de los discursos negacionistas.

(*) Juez federal, profesor de Derecho Penal (UBA, UNR), consejero académico del Museo de la Shoá Buenos Aires, premio “Derechos Humanos” 2006, Fundación B’nai B’rith Argentina.

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