Política

Jóvenes antropólogos

“La muerte es el olvido”, una orgullosa historia argentina

“La muerte es el olvido” (Paidós), el libro de Felipe Celesia que cuenta la historia del Equipo Argentino de Antropología sin condescendencias, ni idealizaciones, ni golpes bajos


Por Cecilia González

 

La piel se eriza. Las lágrimas resbalan. El espanto estremece.

Estas son apenas algunas de las reacciones que provoca la lectura de “La muerte es el olvido” (Paidós), el libro del periodista Felipe Celesia que cuenta la historia del Equipo Argentino de Antropología sin condescendencias, ni idealizaciones, ni golpes bajos. Con sobriedad, a veces con humor negro y, al mismo tiempo, calidez para dimensionar el inmenso aporte realizado por un grupo de jóvenes argentinos a una lucha por los derechos humanos que, debido a la importancia del trabajo que realizan, hace mucho trascendió fronteras.

Es una historia contradictoria. Hay mucho de épica, pero también mucha tristeza. Hay recuerdos de dolor personal y colectivo, pero también orgullo porque, gracias a la investigación del autor, descubrimos cómo los miembros del Equipo superaron dudas, angustias, temores y preocupaciones para construir premisas que le dan sentido a su necesaria labor. Las peleas internas, obvias, existen, pero son contadas sin morbo, apenas para no construir una versión edulcorada que, en tanto, resultaría falsa.

A lo largo del libro nos enteramos de la llegada del antropólogo estadounidense Clyde Snow a Argentina, cómo se van sumando uno a uno jóvenes interesados o intrigados por la propuesta de identificar cuerpos de víctimas de la dictadura, la emoción de los primeros descubrimientos, los debates iniciales sobre el significado de un trabajo que Mimí Dorreti, una de las fundadoras, resume con una contagiosa convicción: “Si somos coherentes, no podemos decir que no, no queremos que esto vuelva a pasar y la manera es juzgando a los culpables”.

Las dudas son permanentes. Unos sienten que “desenterrar muertos ajenos” puede ser un sacrilegio o tener consecuencias impredecibles. A otros les impresiona la exhumación de cuerpos de personas de su edad que fueron asesinadas. Alguno más no sabe si podrá soportarlo. Entonces viene la lección de Snow: “Somos científicos de día y lloramos de noche”. Todos terminan entendiendo que hay un compromiso superior: las víctimas merecen justicia. Gracias a ese proceso, en Argentina se consolida la primera experiencia de arqueólogos forenses en investigaciones de derechos humanos a nivel mundial.

Celesia describe escenas plagadas de dolor e incredulidad por la barbarie de la que es capaz el ser humano, por los grados de perversidad. Cada tanto, al avanzar en la lectura, es necesario descansar, tomar un respiro, reponerse. Eso pasa, por ejemplo, con la historia de Pola, la madre de Ana María del Carmen Pérez, una mujer secuestrada por la dictadura cuando estaba a punto de parir. A Pola, anónimos le habían asegurado que su hija había parido mellizos durante su cautiverio. Tenía preparadas las dos camitas para cuidarlos en cuanto los encontrara. Pero el Equipo encontró e identificó los restos y descubrió que la habían asesinado de un disparo en la cabeza y uno en el vientre. No había mellizos. No había nieto vivo. El momento en el que Pola recibe los restos de hija y nieto juntos en una caja y los acuna durante horas es uno de los más conmovedores, ejemplo de la trascendencia de los juicios de lesa humanidad para que esos crímenes no queden impunes.

Al horror del descubrimiento de desaparecidos enterrados de manera clandestina le sigue la profesionalización (que no deshumanización) del Equipo, que también llega al acuerdo de trabajar siempre junto con los familiares. De respetarlos y entenderlos porque se puede producir dolor en la gente que se pensaba reconfortar, porque no todos están preparados para saber que sus familiares fueron asesinados.

De a poco, el prestigio va creciendo y el Equipo es llamado a otras partes del mundo. En el Salvador ayudan a demostrar una masacre en contra de ciento de civiles indefensos, entre ellos niños. En México, colaboran en la investigación de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez y, años más tarde, demuestran las mentiras del gobierno en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. En una de sus misiones más cinematográficas, participan en la identificación de los restos del Che Guevara encontrados en Bolivia. En Argentina, se suman a los casos de Luciano Arruga, Santiago Maldonado y los soldados de Malvinas.

La magnitud de su trabajo se consolida. El autor reflexiona y lo explica: “el Equipo no devuelve la vida. En el mejor de los casos devuelve la última representación material de un ser humano, sus huesos, pero rescata del limbo de la desaparición y lleva a la muerte una realidad no menos dolorosa pero con la que se puede lidiar. A su vez, a la sociedad le devuelven ese miembro sustraído. Paz para los deudos y preocupación para los victimarios. Los señores de la muerte de la dictadura argentina ni por un segundo supusieron que un grupito de estudiantes terminaría probando con base científica y consecuencias judiciales muchas de sus aberraciones”.

Al terminar la lectura, queda una sensación de agradecimiento.

Al Equipo, por su trabajo, y al autor, por haber escrito un libro que es, a su vez, un documento histórico.

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