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Opinión

La muerte de Juan Cruz Ibáñez merece un juicio justo

El autor propugna la definitiva sanción de una nueva ley de enjuiciamiento penal juvenil que permita contar con una herramienta procesal adecuada para afrontar el conflicto social emergente de los comportamientos juveniles que puedan tener adecuación en figuras delictivas


Por Daniel Papalardo (*)

Sin duda la violenta muerte de Juan Cruz Ibáñez es un problema colectivo y no individual; si bien cabe reconocer en sus familiares, y núcleo afectivo, más cercanos la pertinencia de su dolor específico, que lejos parece está de acallar.
El deceso del joven adquiere notoriedad, por las modalidades de su comisión y por haberse segado una vida de un joven en pleno desarrollo de sus potencialidades, uno más entre los tantos que con frecuencia entrega nuestra sociedad en el altar de la desigualdad, la carencia de oportunidades, la ausencia de proyecto colectivo generacional y otras variantes, de todo cuanto resulta indeseable a quienes tienen por razón de sentido común y preservación de valores el deber de construir la vida en presente y futuro.

La muerte de Ibáñez ha llevado a sus familiares a visitar, interpelar y demandar de las más altas autoridades alguna respuesta. Su fallecimiento opera en un contexto de violencia inusitada y por su particular mecanismo de producción abre múltiples interrogantes, en particular en lo que en sentido amplio puede llamarse plano filosófico, en la medida en que abre, una vez más, un desafío para el resto de los que permanecemos vivos sobre el significado de los actos humanos, ligado a una suerte de interpelación sobre el sentido de la vida, que excede el plano individual y se proyecta a lo colectivo. Nunca la respuesta puede encontrarse sólo en el hecho en sí, si además no se incluye en ese objetivo el análisis de lo hecho por los demás.

Es sabido que un sistema social no está en condiciones de devolver la vida a quien la ha perdido, máxime cuando la respuesta primaria avanza hacia el despliegue del poder punitivo, y el encuadre se hace exclusivamente en la esfera específica del Derecho Penal, que en ningún caso genera una solución restaurativa sino que esa respuesta emerge en el plano del castigo, dosificando el mismo en términos temporales de privación de libertad a quien eventualmente se haya de considerar responsable por quitar la vida a una persona.

Fuera de esta inicial aproximación, habrá que advertir que la propia familia de la víctima ha dejado su reclamo en las esferas del Estado, a través de reconocidos encuentros con las autoridades de distintos estamentos del poder ejecutivo hasta llegar al propio presidente de la nación. Esto significa que hasta aquí lo interpelado son los órganos de poder, por lo que, más allá de los avatares del enjuiciamiento en curso, la respuesta pretendida no puede dejar nunca de ser política en tanto lo que se busca es sentar un antes y un después en materia de resguardo de nuestras vidas.

Visto desde este contexto, y más allá de que el Estado nacional termine abrigando la posibilidad de monitoreo de las acciones judiciales desarrolladas a partir del deceso de Ibáñez, no dejen traducir la necesaria independencia con la que debe obrar el magistrado a cargo de esa actividad de otro poder; lo cierto es que, lo que deja ver el caso, aún en sus primeras instancias, es que la herramienta utilizada para generar una respuesta apta a los familiares de la victima y al todo social sobre lo sucedido es groseramente deficitaria y, como tal, carente de aptitud para lograr ese objetivo.

Nuestra provincia generó hace ya varios años un sistema de enjuiciamiento penal acusatorio, oral, que vino a terminar con las inequidades y oscuridades del anterior sistema escrito, de fuerte matriz inquisitiva. Sin embargo, esa adecuación del modelo de enjuiciamiento con la noción de juicio previo que emerge de nuestra Constitución Nacional sólo se proyecto sobre las personas mayores de 18 años de edad.

Es cierto que, en forma paralela, se auspició y presentó otro proyecto legal, donde se trasladaban las características esenciales de ese modelo al plano del enjuiciamiento penal juvenil, comprensivo de aquellos hechos de matriz presuntamente delictiva en los que pudieran resultar indicados personas menores de edad, comprendidas en el segmento dado por los 16 s 18 años de edad, por referencia a figuras delictivas cuya pena máxima de prisión supere los dos años, pero esa iniciativa aún no ha sido refrendada con la sanción de la ley respectiva.

A partir de lo dicho, lo cierto es que llegada la hora de exhibir a la familia Ibáñez la posibilidad de un juicio justo y una sentencia adecuada a derecho, respecto de lo sucedido, lo que se le presenta en términos concretos es un magistrado que hace las veces de investigador y juzga sus propios actos, desenvuelve su propia hipótesis delictiva y busca corraborarla, siendo éste, a la vez, quien por mandato constitucional debe proveer al joven detenido en condición de imputado todos los derechos y dispositivos que hacen a su protección integral, según paradigmas que emergen de la Convención de los Derechos del Niño y la propia ley 26061. Vale decir entonces que es quien juzga, investiga y protege, funciones todas antagónicas entre sí, y que en el modelo de juicio acusatorio están claramente predeterminadas a través de órganos específicos.

En ese sentido, si el gobierno nacional amaga monitorear cuanto se desarrolla en nuestra provincia con relación a la muerte violenta de Juan Cruz Ibáñez, lo primero que deberá advertir es que la herramienta procesal empleada no es apta para el objetivo final de producir un juicio justo, capaz de dar respuesta certera a la población y a la familia de la víctima de todo cuanto pueda ser reconstruido en sentido histórico, con referencia a ese luctuoso desenlace. Por lo tanto, no es el ministro de Seguridad provincial quien debe opinar y dar consejos sobre el particular, según ha dejado traducir en los medios estos últimos días, sino quienes construyen política en sentido amplio, respecto de cuál es la arquitectura de dispositivos con los que se cuenta para afrontar situaciones como la que nos convoca.

En su momento, y sin ánimo de buscar analogías que puedan ser forzadas, el soldado Carrasco dio a nuestra sociedad la posibilidad de echar por tierra el servicio militar, otro tanto puede inferirse de la suerte corrida por Marita Verón con referencia a la trata de personas y el comercio sexual; bien puede la luctuosa experiencia que nos toca compartir abrir las puertas para la definitiva sanción de una nueva ley de enjuiciamiento penal juvenil, que permita contar con una herramienta procesal adecuada para afrontar el conflicto social emergente de los comportamientos juveniles que puedan tener adecuación en figuras delictivas.

(*) Asesor de Menores

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