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Trabajo Social y Universidad

La meritocracia y el mito de la igualdad de oportunidades se cuelan en las condiciones de estudio

La autora expone los retos que la pandemia impone al desafío de una educación superior con equidad. Un teclado con letras ausentes, contundente metáfora de las desigualdades. Respuestas de alumnos y encuesta que pone sobre el tapete lo que se hizo y lo que falta en esta distancia impuesta


Licenciada Romina Bustos
Colegio de Profesionales de Trabajo Social de Santa Fe Segunda Circunscripción

Soy Trabajadora Social y ejerzo la profesión como docente en la fcpolit, así llaman lxs estudiantes a la Facultad de Ciencia Política y RRII de la UNR. Agradezco a toda la comunidad haber podido transitar por la universidad. Siento orgullo por todo lo que lxs profesionales que egresamos de la pública estamos brindando a la comunidad, pero también profundo dolor por todxs lxs que se proponen continuar sus estudios y no cuentan con las mínimas condiciones para poder realizarlos.

Esas desigualdades me han inspirado a escribir este artículo, en un momento donde pareciera que la modalidad virtual pone “todo al alcance de nuestras manos” y “que no estudia quien no quiere”, resaltando una vez más las responsabilidades de cada sujeto y sus potencialidades pero privándonos de pensar las condiciones materiales y subjetivas de cada unx.

A decir verdad, muchxs de nosotrxs siempre anhelamos que la “universidad se pinte de pueblo, porque la universidad no es patrimonio de nadie y pertenece al pueblo”. Y aunque lo público no siempre fue de todxs, en ese transitar en las aulas se van conociendo algunos dispositivos institucionales que se activan para acompañar a quienes tienen dificultades para llevar adelante sus estudios. Así, por medio de políticas universitarias, la diversidad comenzó a tener un espacio para contribuir y acompañar el tránsito por la universidad pública a grupos provenientes de pueblos originarios, personas con discapacidad, o a quienes estudian desde espacios de encierro. La transversalización de la perspectiva de género contribuyó también a ampliar la mirada.

El acceso no siempre se problematiza, porque la universidad está abierta. Ese espejismo opera en el horizonte y nos impulsa a seguir luchando para que más personas puedan ingresar, por desburocratizar el ingreso, por tender una mano y todos los puentes necesarios allí donde surge el deseo de estudiar.

La permanencia es el principal problema que se nos presentó siempre en la diaria. Ese estar en la universidad supone comprender el orden simbólico de una institución con muchos achaques y manías. Los prejuicios, el elitismos, el lenguaje difícil que se impone como barrera y al mismo tiempo seduce y se reproduce a veces como transgresión y ruptura con el sentido común y a veces como retórica sin sentido.

Estar en la universidad es un gambeteo permanente y muchas veces sólo se logra cuando se forma un equipo con compañeras y compañeros, docentes y no docentes que allanan y contribuyen a despejar la cancha. Pero pese a todo nuestro esfuerzo por incluir, el límite es evidente. Las oportunidades no son infinitas cuando las políticas de permanencia y la estructura institucional que se dispone a acompañar las trayectorias estudiantiles son acotadas.

El trabajo docente

Con todo eso, la pandemia nos impuso el desafío de permanecer. Se permanece en el movimiento, en la contradicción, en el conflicto, en el cambio incesante. Quienes hemos dado clases sin micrófono a 200 estudiantes (y más), quienes hemos rotado de aula en aula en busca de un espacio físico para una clase de consulta, quienes atravesamos los ’90 sin servicio de gas ni agua en nuestra facultad y que en el 2001 y en el 2018 (y tantas veces) hemos tomado las calles y exigido salario digno y calidad educativa, también asumimos el desafío y el placer de enseñar en el 2020.

A pocos días de decretado el Aspo –aislamiento social, preventivo y obligatorio– se puso a rodar la ilusión en torno a que, en la universidad, las clases continuarían sin interrupciones. El campus de la UNR comenzó a alojar a infinidad de estudiantes y docentes que nos congregamos en aulas simplificadas. Se pusieron tutoriales a disposición en tiempo record, aprendimos a organizar aulas, grabar nuestros videos, podcast, clases escritas. También indagamos y aprendimos a usar las herramientas de la plataforma moddle y nos sorprendimos interactuando por zoom, meet o jitsi.

Realmente ese aspecto fue maravilloso, porque más allá de lo vertiginoso, se tornó como una tarea colectiva porque compartimos experiencias entre docentes siendo solidarias entre nosotras con nuestros saberes, nuestras ignorancias y nuestro cotidiano familiar. También coordinamos entre las diferentes cátedras y aún con docentes de otras facultades. Siempre con ánimo de compartir y construir colectivamente, a sabiendas que las condiciones de trabajo en el hogar de cada docente no son las propicias para desarrollar nuestra tarea. A sabiendas de que las actividades domésticas son cumplidas mayoritariamente por mujeres. A sabiendas de que nuestro salario no tuvo modificaciones, que nuestras cátedras no habían sumado más docentes para una tarea que requiere mayor carga horaria. A sabiendas de que había docentes que deberían haber estado con licencia para el cuidado de sus familiares y que aún así no dejaron de hacer su trabajo.

Salvando obstáculos, continuamos con nuestro mandato de continuar las clases, de no interrumpir el año académico, del derecho a la educación y del estudiantado a cursar. Sin embargo el proceso pedagógico implica al menos dos actores, estudiantes y docentes y en ese sentido es que comenzar a desentramar el escenario del estudiantado para permanecer en la universidad resulta indispensable.

El estudiantado

Retomando al sociólogo Francois Dubet, cabe mencionar que tenemos muy arraigada la idea de educación en términos de igualdad de oportunidades, y por ello creemos que es posible ingresar a la universidad y luego, por mérito propio, cada quien podría recibirse. Tensionando ese modelo, el autor propone pensar en la igualdad de las posiciones, entendiendo que nuestros puntos de partida (lugares que ocupamos en la estructura social) son distintos y nuestras posibilidades para continuar los estudios también lo son.

En ese marco, cabe recuperar los datos de la encuesta sobre conectividad y condiciones de estudio que la Escuela de Trabajo Social de nuestra Facultad puso en marcha entre el 20 de mayo y 24 de junio de 2020. La misma fue respondida por 502 estudiantes (sobre una matrícula total de 770), revelando que el 97% cuenta con internet, pero entre ellxs el 20% utiliza paquete de datos para conectarse y más del 60% comparte dispositivos en su hogar (notebook, celular, PC, tablet).

En el transcurso de los días, estos datos tomaron voz evidenciando limitaciones y obstáculos para poder acceder a la propuesta pedagógica, como también algunos atajos artesanales.

El primer problema que se presentó fue no poder inscribirse en el aula virtual. Quizá los 200 estudiantes que no respondieron la encuesta no tienen conectividad o son personas que no tienen posibilidades de vincularse con las nuevas tecnologías. Cualquiera haya sido el motivo, lxs docentes generamos un atajo al problema: habilitar casillas de correo de la cátedra o de un docente para que quienes quisieran cursar pudieran acceder a los contenidos y participar en los foros pero a través de nuestros correos. Sí, suena imposible.

Decir que el 20% utiliza paquete de datos y que el 60% comparte dispositivos también nos lleva a pensar en cómo inscribirse y navegar en el aula y participar de las clases por meet. Si tenemos en cuenta que más del 80% se conecta desde celulares se impone la pregunta en torno a cómo descargar bibliografía, leer desde celulares, no tener impresora y saber que no acceden a un kiosco para imprimir las cientos y cientos de páginas que supone estudiar en la universidad. Y frente a ello también conocimos algunos atajos: el estudiantado puso a circular textos que ya no usaban y a través del centro de estudiantes se llevaron textos a domicilio. La solidaridad rompía algunas barreras.

¿Y las becas estudiantiles?, me pregunté en una oportunidad. Encontré una respuesta en este tiempo: – “con la beca estoy pagando los impuestos y con el IFE estoy bancándome en esta ciudad porque ya no puedo trabajar de niñera”, expresó una vez una estudiante.

Y así, quien no tuviese wifi y algún dispositivo para ingresar encontraría otros obstáculos: no poder ver los videos que habíamos subido a YouTube y que recomendábamos ver varias veces.

Quien no tuviese wifi tampoco podría conectarse a las clases por meet, ya que el gasto por clase con datos móviles es de $240 aproximadamente, según me han dicho. Eso para una sola materia y un estudiante cursa entre 5 y 7 materias por semana. Y allí conocí otra vez la estrategia solidaria: “Yo estoy acá en la clase con ustedes, pero tengo en el teléfono a mi compañera porque ella no tiene internet y entonces está escuchando la clase por medio de una llamada que es gratis”, expresó una estudiante en una clase.

Entre el asombro al que me indujo la modalidad y la furia e impotencia que me genera que una persona no pueda cumplir sus deseos de estudiar, continué dando la clase expresando un comentario alentador.

Pero más obstáculos siguieron presentándose: cumplir con las normas de presentación de trabajo y subirlos en la plataforma. Celulares y computadoras obsoletas marcaron también los límites:

—Profe, tengo una compu de 2014 del Conectar Igualdad que me permite hacer los trabajos pero no puedo conectarme a internet.
—Profe, perdón si no está bien el formato, pero lo escribo en una compu que le faltan varias letras en el teclado y después arreglo el trabajo en el celular y se lo mando.

Como releva la encuesta, el 70% del estudiantado trabaja. A su vez, conocimos que se encuentran en precarias condiciones de contratación y en organismos que atienden a poblaciones con derechos vulnerados: “Profe, ya se que no es excusa, pero yo soy contratada y trabajo en un hogar y hubo un caso positivo de covid y los trabajadores tuvimos que quedarnos todo el fin de semana aislados en el hogar porque hubo un caso positivo y recién hoy pude venir a mi casa. Estoy esperando el resultado del hisopado, pero no pude terminar el trabajo y hoy es la entrega”.

Ello se combina con que el 64% del estudiantado desarrolla tareas de cuidado y recordar imágenes de estudiantes cursando con sus hijxs en brazos, envueltxs en una frazada o tomando la mamadera…y comprender también porqué tantas cámaras están cerradas durante la cursada preservando ese espacio íntimo del hogar.

Aquí se encadena el séptimo obstáculo, que en realidad era el primero y más que obstáculo era el marco y el punto de partida para pensar todo esto: somos seres humanos cuyos cuerpos materializan y expresan desigualdades estructurales, y estamos atravesando una pandemia mundial que las profundiza y evidencia.

Sin perder de vista ello, pensemos entonces la permanencia en la universidad. Podemos decir con certeza que aunque les digamos 1000 veces que la universidad está abierta, que la educación es un derecho, que no queremos que dejen de cursar este año a menos que ese sea su deseo; ello no depende de voluntades individuales. No depende de la energía y buenas vibras que nos tiremos. Nuestro punto de partida es tan desigual, que en la universidad como en otras instancias de la vida si no tenemos diferentes soportes para achicar al menos esas brechas es muy dificil poder permanecer.

Un largo camino por recorrer

La apuesta debe ser multidisciplinar e intersectorial. Requiere ampliar la mirada sobre las condiciones de estudio y políticas de permanencia para que sean acordes a las necesidades de un estudiantado heterogéneo. Requiere un desafío como gremio docente involucrado en el entramado que enuncia la unidad docente-estudiantil y la incorporación de las voces de otras organizaciones que en apariencia no forman parte de la universidad pero que nos interpelan cuando pensamos para qué, para quiénes o con quiénes construimos conocimiento?

Respecto al Trabajo Social, nuestro desafío como profesión es instituir propuestas que conjuguen lo singular de cada estudiante en la generalidad del derecho a la educación, asumiendo miradas que destituyan la creencia de que una carrera universitaria se sostiene sólo con esfuerzos individuales.

Necesitamos dejar de pensar que en Argentina no estudia quien no quiere, por más que la educación sea pública. No es verdad que “los pobres no llegan a la universidad”, ese no fue más que un deseo clasista. Los pobres llegan, pero les cuesta mucho incluirse porque la inclusión nunca depende del excluido, y esto vale para todos los niveles educativos y dimensiones de la vida.

Aún con todo esto, me permito seguir soñando una universidad que aloje a todo aquel que quiera ser parte de ella, porque la universidad somos todos.

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