País

Crónica policial

La masacre de Villa Ramallo: robo, rehenes, muertes y un centenar de balas

La noche del 16 de septiembre de 1999, la habitual paz de Villa Ramallo, a 200 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, se vio interrumpida por un asalto al Banco Nación que devino en una toma de rehenes que, a su vez, terminó en la más sangrienta lluvia de balas de la historia policial argentina


Por Ricardo Ragendorfer

El 6 de agosto de 1999, el ex juez federal de Campana, Osvaldo Lorenzo, tuvo la dicha de asumir como ministro de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Era el hombre ideal para cubrir esa cartera en los 80 días que le faltaban al gobernador Eduardo Duhalde para cumplir su mandato. Contaba, además, con el beneplácito de la corporación policial, célebre por su naturaleza díscola. Duhalde pensaba que él podría pacificarla.

De manera que Lorenzo se abocó a esa tarea. Y en un cónclave con los máximos jefes de La Bonaerense, dio una muestra de sus sanas intenciones:

–Por dos meses, muchachos, hay que parar la mano con los asaltos a los bancos.

Los comisarios se comprometieron a cumplir con tal premisa.

Sentado junto a Lorenzo estaba su flamante segundo, el abogado Héctor Lufrano. Era un “sacapresos” muy respetado entre los uniformados, en virtud de los pingües negocios que solía propiciarles.Todo en aquel encuentro fue camaradería y comunión. Hay que resaltar que, a partir de entonces, los atracos en esa modalidad ingresaron en un compás de espera.

Exactamente al mes, algo pasó. Pero Lorenzo no sabía exactamente qué. La cuestión es que Duhalde lo había citado con urgencia. Y su voz por el teléfono poseía un dejo de irritación.Una hora después, recibió secamente al ministro.

–¿Qué significa esto? –le soltó, señalando con el dedo la tapa del diario La Nación.

El nombre de Lufrano aparecía con tipografía catástrofe. Su pecado no fue otro que haber sido defensor de algunos miembros de la “superbanda” del “Gordo” Valor. Algo inadmisible para Duhalde.Y su orden fue:

–A Lufrano no lo quiero ver más por acá, ¿entendido?

La eyección del efímero funcionario ofuscó a los altos dignatarios policiales. Así fue que el pacto con Lorenzo se hizo añicos.

A los pocos días, un grupo armado irrumpió en la sucursal Quílmes de la Banca Nazionale del Lavoro, llevándose un botín de 350 mil dólares. En la semana siguiente cayeron otras sucursales bancarias en Pacheco, Garín y Villa Caraza. Y el 16 de septiembre le llegó el turno a la sucursal del Banco Nación en Villa Ramallo, a 200 kilómetros de la Capital.

Fe de erratas

El Banco Nación, sucursal Villa Ramallo. De la paz pueblerina al horror.

El Banco Nación, sucursal Villa Ramallo. De la paz pueblerina al horror.

Durante el mediodía de aquel jueves, una placa roja de Crónica dio cuenta de un asalto con toma de rehenes. Poco después, un tumulto de movileros, camarógrafos, reporteros gráficos y simples curiosos formaba allí un segundo anillo detrás del cerco policial. Y con el transcurso de las horas iban llegando más equipos periodísticos. El asunto daba para largo. Así, en medio de aquel suspenso, se incubaba lo que bien podría ser considerado el reality show más dramático de la televisión argentina.

A las 3,55 del día siguiente, el subcomisario Pablo Bressi (el mismo que sería jefe de La Bonaerense en 2016) caminaba sin soltar su celular. Ese sujeto con mejillas poceadas pertenecía al Grupo Halcón y había sido presentado a la prensa como un experto negociador en esta clase de casos. Entonces volvió a comunicarse con “Cristián”, tal como se hacía llamar Martín Saldaña, uno de los pistoleros que aún conservaban tres rehenes (el gerente de la filial, Carlos Chávez; su esposa, Flora, y el contador Carlos Sánchez).

El tipo había llegado allí –con Javier Hernández (a) “Miguel” y Carlos Martínez– con el propósito de dar el golpe que lo salvaría para siempre: lo que se conoce como un “asalto inteligente”. O sea, no se trataba de robar las cajas de atención al público sino la bóveda. Y si bien aquel era un anhelo demasiado ambicioso para un hampón de su categoría, lo envalentonaba el hecho de que el entregador fuera –así como luego se supo– una “fuente policial”.

De modo que el plan tenía los siguientes pasos: estar en la sucursal con anticipación al horario de apertura; reducir al primer empleado que llega para ingresar con él al hall; hacer lo propio con el resto del personal –entre ellos, el tesorero, que tiene la llave y el código de la bóveda–; encerrarlos a todos en un lugar seguro para finalmente ir hacia el botín.

Pero Saldaña cometió un error garrafal: hizo entrar por la fuerza a quien creía el tesorero. En realidad, era un peatón que pasaba por ahí. Su novia, que lo esperaba en la otra esquina, vio lo sucedido, y fue inmediatamente en busca de un teléfono público para llamar al 911. Entonces el plan se fue a pique. Una situación embarazosa, porque los mismos policías que habían liberado la zona para facilitar el atraco se vieron obligados a cercar la sucursal.

Ahora, ya en la madrugada del viernes, Bressi –que se hacía llamar por su nombre de pila– lucía exultante tras lograr la liberación de tres rehenes sin dar nada importante a cambio. Su estrategia era estirar la negociación todo lo posible. Desde el otro lado de la línea, Saldaña sonaba cansado. Y de pronto, anunció:

–Tengo que llevar al gerente al baño. Esperame…

Bressi aguardó sin cortar la comunicación. En ese instante, comenzaba otro diálogo telefónico. Sus interlocutores: el pistolero que se hacía llamar “Miguel” y su abogado, Carlos Varela, quien acababa de llamarlo desde Rosario.

A modo de saludo, Miguel soltó:

–¿Qué hacés? ¿Cómo te va? ¿Viste el quilombo que hice? Estoy hasta las pelotas.

–Y, si… Vamos a tratar de arreglarlo.

Miguel quedó en silencio. Varela prosiguió:

–Ya perdiste, se terminó. Rendite.

–Le di mi palabra a mi compañero que lo iba a acompañar hasta el final.

Entonces se puso Saldaña al habla. Y los rehenes lo oyeron decir:

–Yo a la cárcel no vuelvo.

Varela quiso saber si aún proseguía su negociación con la policía.

–Ese Pablo, es un hijo de puta. Lo voy a hacer mierda. Ojalá lo tuviera acá para reventarlo, porque nos traicionó.

–Pibe, preocupate por otra cosa. Nosotros estamos en otro tema…

–¿Vos estás viendo la tele?

La respuesta del abogado fue afirmativa. Y Saldaña preguntó:

–¿Cuántos policías hay?

–Son un montón. No van a poder salir. Entregate. Hay gente inocente, que no son canas.

–Sí, ya sé que no son policías.

Y le devolvió el auricular a Miguel, quien dijo:

– ¡Nosotros de acá nos vamos!

–Imposible, no te van a dejar ir.

–Nos vamos en el auto de los rehenes.

– ¡Te van a matar, Miguel!

–Tenemos a los rehenes. No van a tirar.

–No te van a dejar ir, Miguel. Pensá en lo que vas a hacer. Pensá que en el proceso siempre se puede inventar algo. De la cárcel se sale…

–Los cobanis no van a tirar.

–Te digo que no se van a poder escapar. ¿Qué harías en lugar de ellos? ¿Tirarías o no?

El pistolero lo pensó por unos segundos. Finalmente, contestó:

–No, yo no tiraría.

La conversación había sido grabada por la policía. En consecuencia, los jefes del operativo sabían que, de un momento a otro, los delincuentes saldrían con los rehenes en un auto.

Tormenta de pólvora

Carlos Chavez y su mujer, Flora Lacave viajaban en el auto. Él murió en el acto; ella fue gravemente herida.

Carlos Chavez y su mujer, Flora Lacave viajaban en el auto. Él murió en el acto; ella fue gravemente herida.

 

El diálogo telefónico entre el doctor Varela con Miguel y Saldaña había sido escuchado por la policía. Así fue que los jefes del operativo estaban al tanto de que los delincuentes saldrían con los rehenes en un auto.

El Comité de Crisis, integrado por el juez federal de San Nicolás, Carlos Villafuerte Ruzo y altos oficiales de La Bonaerense, se había constituido en un aula de la Escuela Bonifacio Velázquez, a unos metros del banco. Todos ellos, callados y expectantes, tenían los ojos clavados en el negociador.

Bressi seguía con el celular pegado a la oreja. Pero Saldaña no retomaba la conversación. Desde su teléfono ahora se filtraban ruidos de puertas que se abrían y cerraban, pasos, y un motor que se ponía en marcha.

Había empezado el acto final.

Al comprender eso, Bressi aulló:

–¡Imbéciles! ¡Entréguense, que son boleta!

El tipo había perdido la compostura, el control de la situación y también su protagonismo, todo en pocos segundos. Todas las miradas convergían sobre el jefe del Grupo Halcón, Gerardo Ascacibar, quien se volteó hacia el juez para bramar:

– ¡Se están por rajar! ¿Qué hacemos?

Villafuerte Ruzo ni siquiera le devolvió la mirada. Ascacibar escupió unas palabras en clave sobre su handy. Era la orden para entrar en acción. Enseguida se escucharon los primeros disparos.

El juez se tiró boca abajo al piso. A su lado lo imitaron los comisarios mayores Santiago Allendes, Carlos Miniscarco y Eduardo Martínez. No lejos de allí, en el pequeño estudio de FM Acero, tres chicas estaban refugiadas del asedio de otros medios: Daniela, Cecilia y Betina Chávez. Eran las hijas del gerente de la filial.

A las 4,10 se oyó la aceleración del vehículo en el que los delincuentes intentaban la fuga, seguido por un estruendo de disparos. Y algunos sonaban muy cerca. Betina, en un vano intento de preservarse del horror, se tapó los oídos con las manos, antes de romper en llanto, mientras exclamaba:

–Esos son los tiros que están matando a papá.

Cerca de allí, Liliana, la mujer del contador Sánchez, quien por horas había estado en una esquina con vecinos que intentaban contenerla, al estallar la tormenta de pólvora, intentó abalanzarse sobre el epicentro del conflicto, al grito de: “¡No tiren! ¡No tiren!”. Un fornido cabo de La Bonaerense se arrojó sobre ella para arrastrarla hasta la entrada de una casa y, en una contradictoria tentativa de sosegarla, aulló: “¡Callate la boca! ¡Dejá de gritar!”.

Fue cuando cesó el infierno de las balas. Un segundo después, alguien gatilló por última vez con la inequívoca resonancia de un tiro de gracia. Ese proyectil, salido de un FAL, fue el que mató a Sánchez.

En el interior del Polo murieron Chavez, el gerente Sánchez y Miguel, uno de los asaltantes.

En el interior del Polo murieron Chavez, el gerente Sánchez y Miguel, uno de los asaltantes.

Los integrantes del Comité de crisis abandonaron la escuela convertida en bunker. Miniscarco se escabullo sin ser visto, al igual que Allendes. Pero Martínez fue sorprendido por las cámaras de televisión, entonces farfulló:

–¡Por favor! No puedo hablar. Esto no es grato para nadie.

La escuela había quedado desierta. En el pizarrón del aula donde el juez y los oficiales diagramaron la estrategia de lo que terminó en una masacre, se apreciaba el testimonio brutal de un esquema operativo dibujado en tiza. Entre otros detalles, el croquis delineaba anticipadamente el posible trayecto de un auto que saliese de la cochera emplazada sobre la calle Sarmiento. Detallaba las posiciones de los policías con pequeñas estrellas e incluía la sigla “PENT”; significaba “penetración” o, en un lenguaje menos freudiano: “Tirar a matar”.

No hay duda alguna de que esa fue la orden. Lo acreditan los 35 tiros que impactaron en el Volkswagen Polo. También hubo –según los peritos– 56 balazos en frentes de casas, árboles, veredas y calles.

Saldaña fue el único ocupante del Polo que salió ileso. La señora Flora sobrevivió a dos heridas superficiales, al igual que el pistolero Martínez. Pero Miguel, el gerente Chávez y el contador Sánchez, murieron en el acto.

Lo cierto es que ese no fue el final de la pesadilla: a las 16,30, Saldaña fue “hallado” sin vida en un calabozo de la comisaría 2ª. La versión policial habló de “suicidio por ahorcamiento”, colgándose “con una tira del colchón entre el camastro y el suelo”. Estaba todo dicho.

Aquella misma tarde, un sargento apostado en la puerta de la seccional departía con un grupo de periodistas; entonces, dijo:

–Es posta que el muchacho se suicidó. Ellos saben cómo suicidarse.

–Ah, ¿practican? –quiso saber un cronista.

El suboficial de dedicó una mirada fulminante.

Saldaña y Hernández se llevaron ciertos secretos a la tumba; entre otros, cómo obtuvieron el soporte informativo para cometer el asalto, quienes fueron los entregadores y de qué manera llegó a sus manos el plano de la bóveda que fue hallado entre las ropas de Saldaña ya estando muerto. Cabe destacar que no era un dibujo garabateado sino la copia de un croquis que sólo pudo estar en poder de un efectivo policial de Seguridad Bancaria o de un funcionario del Banco Central. Entre los objetos secuestrados después de la matanza también había una ametralladora Ingram de La Bonaerense que no estaba denunciada por robo, y un handy, con el cual se los pistoleros mantuvieron negociaciones paralelas con los uniformados. La sospecha de que hubo un entregador policial estuvo presente desde los primeros instantes del robo.

Con las primeras luces de ese viernes sangriento, el gobernador Duhalde enfrentó los micrófonos para decir: “Lo de Ramallo fue una emboscada urdida por algunos jefes policiales para perjudicarme”.

Ese mismo día, el ministro Osvaldo Lorenzo abandonó definitivamente su despacho por una puerta lateral.

La pesquisa judicial que investigaba el hecho quedó al final en la nada.

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