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“La maestra rural”, de Lamberti: una experiencia perturbadora

En su primera y potente novela, el cordobés aborda la historia de una poeta que descree del éxito a través de un relato coral que va tornándose cada vez más extraño en su percepción de la realidad y en su deriva hacia lo fantástico.


Primera novela del cordobés Luciano Lamberti, La maestra rural es un apasionante viaje por un universo de voces y personajes que van delineando una figura fantasma o fantástica, según desde dónde se mire, que a la vez conviven en una poeta de provincias llamada Angélica Gólik. Lamberti, que antes escribió los libros de poemas Sueños de siesta (2006), y San Francisco (2009), los libros de relatos El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), trabaja sobre el delgado hilo que por momentos sutura lo real y lo fantástico cotidiano y se detiene también ante las puertas del horror explícito, no sin dejar de inquietar o poner en zozobra al lector. Lamberti ejerce un estilo directo y simple a primera vista, muy efectivo en imágenes y sucesos, y esa efectividad radica principalmente en las combinaciones de hechos y espacios posibles y en cómo se establecen las relaciones entre personajes. Hay allí una expresa dinámica con caminos sorprendentes escanciada en una intriga por momentos feroz u ominosa. No existe orden temporal preciso en La maestra rural, apenas una puntuación dada por el diario personal de la poeta donde se torna evidente su por lo menos perturbador modo de relacionarse con la realidad. La de Angélica Gólik es una vida signada por una experiencia que ella parece hacer trascendental en su poética, y la escritura de Lamberti parece funcionar como un singular palimpsesto que no se escribiría sobre la de la poeta sino que se vertiría como lava volcánica sobre su moldura. La indagación sobre Angélica se teje en una cartografía de voces que orillan lo horrendo o lo palpable porque les es imposible negar la demoledora influencia de su personalidad y el misterio de su creación poética. Con el mismo estilo seco y directo, perceptivo y alerta de su escritura, Lamberti refiere la génesis y la forma de La maestra rural, a la vez que hace un breviario sobre su educación literaria e influencias.

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—¿Cómo surge el tema de “La maestra rural”?, ¿encontraste que una poeta y la poesía podían ser materiales narrativos interesantes?

—Fue una mezcla de varias cosas, que es como surgen mis ideas en general. Mi interés por el mundo ovni, que traigo desde la infancia. Mi interés por la poesía, que es lo que comencé a escribir y aunque ahora ya no lo hago hace años me sigue pareciendo la forma más alta de la literatura. La imagen de una mujer, en el interior del país, escribiendo en secreto una obra descomunal, también.

—¿Conociste a alguien de la estirpe de Angélica Gólik?

—Conocí a varias personas que se le acercan. La estirpe de Angélica es bastante complicada y estoy muy feliz de no haberla conocido.

—La maestra rural es muy coral, ¿necesitaste de todas esas voces para sostenerla?

—La estructura me permitió generar una forma que jugara con mis dos tendencias naturales: la de disgregar y la de contar una historia cerrada. Empecé escribiendo el diario de Angélica pero no me alcanzó, entonces escribí la parte de Santiago y tampoco me alcanzó, así fueron surgiendo todas las voces. Al final me gusta imaginarme el libro como uno de esos documentales con testimonios, aunque alguno de los participantes sea candidato a una buena internación siquiátrica.

—¿Qué lugar ocupó en tu formación la literatura fantástica, o qué elementos de ella te interesaron si la frecuentaste?

—La literatura fue fantástica para mí desde que empecé a leer. Recién cuando entré a la facultad empecé con escritores más realistas, como (Juan José) Saer o (William) Faulkner. De cualquier forma, ninguno de ellos hace una transcripción de la realidad: la deforman, más bien, bajo su lente, y eso los vuelve imprescindibles. Mis primeras lecturas fueron (Ray) Bradbury, (Stephen) King, la Biblia para niños.

—Hay algo en “La maestra rural” que remite a un mundo irremediablemente absurdo, ¿pensás el mundo de ese modo?

—Es como si el libro fuera una emanación de mi mente. Una ramita que me creció en la cabeza. En ese sentido, no soy demasiado bueno explicándolo. Está ahí y es mío. Para mí no tiene absurdo, y me molesta un poco la palabra (al igual que “delirio”) porque tienden a volverlo inofensivo, como un juego. Para mí son cosas muy serias, nada absurdas ni nada delirantes.

—Y también está la idea de que el infierno está adentro de uno y afuera al mismo tiempo…¿lo creés así?

—Por momentos el libro quiere romper esos límites, el interior y el exterior, lo subjetivo y lo objetivo. Es la idea de todo el fantástico: que el límite entre la mente y la realidad objetiva se ponga en duda.

—¿Qué tan autorreferencial es el personaje de Santiago?

—Es una foto mía a los 23 años y medio, viviendo en un departamento pobre, escribiendo monografías ajenas para vivir, fumando cigarrillos armados y elaborando ideas conspirativas.

—¿Cuándo comienza a funcionar un texto para vos?

—Depende de cada uno. Es un poco intuitivo el procedimiento, pero si creo en un texto y me obsesiono con él, puedo escribirlo tantas veces como sea necesario hasta que funcione. Supongo que el hecho de fluir, de tener humor, de unir el fondo y la forma, de ser medianamente fresco y natural ayudan.

—¿Qué lugar dirías que ocupa el humor en tu literatura?

—Creo que un texto debe tener un componente humorístico para evitar la solemnidad, aunque el humor sea negrísimo.

—¿Habría un afán en lograr la lógica tan particular de esta novela, esa de que el lector no sabe bien adónde va, en que nada esté demasiado claro?

—Me interesaba, por un lado, generar un misterio cada vez mayor, y abonado de otros misterios menores, un poco como hizo Lost, la serie. Hay, por otro lado, una indeterminación en los hechos que me parece saludable.

—Está también ese horror sutil de algo desconocido y distorsionado que está siempre acechando, ¿te propusiste trabajar al límite de un terror expreso en algunos pasajes?

—Hay un momento en que la novela pasa a ser una de esas películas de clase B de ciencia ficción, donde el monstruo se muestra tal cual es, y no hay nada de sutileza ahí. Hasta ese momento se había sugerido, pero ahí se acabó la sugerencia, y eso me gusta. Me gusta que en una novela pasen cosas, y esa es mi apuesta.

—La maestra rural es más sensitiva que reflexiva, ¿es ahí adónde te sentís más a las anchas?

—Escribo desde una tradición norteamericana que es la que me formó, donde lo que priman son las imágenes más que las reflexiones, así que probablemente sí.

—Como la contás, la realidad está permeada por el contraste, incluso desde los mismos autores que citás, ¿lo ves así?

—Completamente. Hay un contraste entre esos poetas de la “inocencia” como Juana de Ibarborou o Gabriela Mistral con la monstruosidad.

—Hay mucho Córdoba en la novela, ¿hay una literatura cordobesa?

—No tengo idea. Supongo que la literatura cordobesa encontró la forma de ser universal y de pintar su aldea sin caer en el regionalismo bobo, y ahí está su fuerte. Hay muchos escritores cordobeses y ex cordobeses, como yo mismo que ahora vivo en Buenos Aires, que están escribiendo cosas muy interesantes, que no siempre suceden en Córdoba o pueden ser encuadrados en esa denominación.

—Para escribir, ¿te seduce más la narrativa que la poesía?, ¿y para leer?

—Leo de todo. Incluso muchos libros de no ficción, como biografías o divulgación científica. La poesía es una vieja compañera que nunca me abandonará. Hace años que no escribo un poema y me encantaría, pero a eso no se lo puede forzar.

—Nombrame algunos autores argentinos viejos y nuevos que te impacten…

—De los viejos me gustan los clásicos, Borges, Arlt, Cortázar, Saer, Piglia. De los nuevos hay muchísimos, y depende de cada libro. Igual, todavía no hay ningún Borges o Cortázar en mi generación, a lo mejor en la próxima.

—¿Tenés idea de para qué tipo de lector escribís?

No.

El interior como ámbito

Luciano Lamberti nació en San Francisco, Córdoba, vivió en la ciudad capital de esa provincia y desde hace unos años adoptó Buenos Aires como morada. Su nombre figura entre otros como Carlos Godoy, Federico Falco y Carlos Busqued como la renovación de la literatura cordobesa que, como él mismo señala, “encontró la forma de ser universal y de pintar su aldea sin caer en el regionalismo bobo”. Imposible de clasificar como literatura regional porque no hay nada que autorice esa mención en La maestra rural, queda claro que Córdoba sobrevuela en el paisaje real e imaginario de la novela, impregnado de zonas pueblerinas y hasta en la cruza de humor crudo e ingenuo  expuesto por el narrador.

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