Por Andrea Lescano, madre de Micaela García, víctima de femicidio que dio nombre a la Ley N° 27.499. Es capacitadora en Ley Micaela y presidenta de la Fundación Micaela García “La Negra”.
Las niñas, niños y adolescentes de hoy crecen en un contexto diferente respecto de años anteriores: aunque el machismo y el modelo patriarcal siguen vigentes, también son cuestionados y revisados; hay una renovada conciencia feminista y muchas normas, como la Ley Micaela, buscan echar luz acerca de las desigualdades históricas de las mujeres y LGTBIQ+ en relación a los varones y sobre la necesidad de una mirada social con perspectiva de género. Sin embargo, las cifras de femicidios siguen siendo escandalosas, lo que demuestra que más allá de los avances hay que seguir trabajando en un cambio cultural a corto y mediano plazo que esté enfocado en la prevención primaria de la violencia y que busque modificar las pautas culturales que han permitido que se perpetúe.
Es entonces cuando la forma en que criamos y educamos a niñas y niños adquiere un rol relevante, al ser lo que permite seguir desarmando viejas prácticas que fomentan la desigualdad de género, los estereotipos y las relaciones de poder, mayormente favorables a los varones y discriminatorias hacia las mujeres y diversidades.
Si bien no hay fórmulas para educar niñeces libres de machismos ni es una tarea sencilla -porque nosotras y nosotros mismos tendremos que sortear nuestros propios micromachismos cotidianos- , sí se puede pensar en un modelo que fomente la igualdad, la sororidad, el afecto, el respeto y la diversidad.
Los femicidios, que son las violencias más extremas, tienen un altísimo grado de repudio social, pero esto no sucede con las formas más invisibles y naturalizadas, como los gestos sexistas y machistas, algunos de ellos muy sutiles y cotidianos, que perpetúan los roles de género. Justamente, sobre eso es posible trabajar en la primera infancia desde nuestras casas. Algunos ejemplos muy comunes son los que se pueden ver en muchos hogares, donde las tareas domésticas son realizadas por mujeres y se considera que los varones, a los sumo, “ayudan”.
La manera de seguir desarmando estos estereotipos es a partir de los hechos cotidianos y concretos, por ejemplo, no asumir que será mi hija la que me va a ayudar a levantar la mesa o que el varón se va a ir a al sofá con el papá mientras nosotras hacemos el café. Que vean que su papá también se ocupa de las tareas de cuidado, de cocinar y que no hay cosas de nenas y otras de nenes, también a la hora de elegir los deportes, los juguetes, la ropa, la música o hasta los colores para decorar la habitación. En todos los aspectos podemos estar poniendo algún sesgo y hay que estar atentos, para en todo caso poder charlarlo y problematizarlo.
Las representaciones sobre qué es ser una mujer y qué es ser un varón son construcciones culturales que se transmiten desde los primeros años. En ese sentido, no solo desde la familia debe darse la transmisión de nuevas miradas: la escuela también es un actor fundamental, por lo cual una ley como la de Educación Sexual Integral (ESI) cobra tanta importancia.
Esta norma busca romper los estereotipos y tener una mirada de género. La ESI es mucho más que educación sexual, ya que aborda cuestiones que tienen que ver con los derechos, la autonomía de los cuerpos, la perspectiva de género y la diversidad. Es decir, con todos temas que tienen que ver con la prevención de las violencias por motivos de género.
No hay que perder de vista que la escuela es la puerta de entrada a otros derechos y que, como explica Andrea Quaranta, abogada y técnica en Minoridad y Familia, colaboradora de la Fundación Micaela García La Negra, “el 80% de los abusos sexuales ocurren en las casas, por eso no podemos confiar que esas mismas casas sean las que ayuden a detectar un abuso sexual o una violencia”.
Que niñas y niños aprendan gracias a la ESI que sus partes íntimas se llaman vulva y pene, y que nadie se las puede tocar, o que si los molestan pueden avisar, ayudó a detectar tempranamente muchos casos de abuso sexual. A la vez, permitió que chicas y chicos que venían siendo abusados quizá hace años, pudiesen contar lo que estaban viviendo.
Sin embargo, a 16 años de la sanción de esta ley, todavía no llega a todas las chicas y los chicos del país y sigue habiendo resistencia por parte de ciertos sectores de la sociedad y el propio Estado.
Las evidencias demuestran que la ESI bien aplicada puede postergar los inicios de relaciones sexuales, ayuda a cuidar el propio cuerpo y el de los otros, y permite reconocer noviazgos violentos o las violencia ejercidas por parte de alguno de los integrantes del grupo familiar. Pero también contribuye a que las chicas y chicas vivan de otra manera sus emociones y a que charlen sobre lo que les pasa; a reflexionar sobre las relaciones afectivas y a problematiza las prácticas que conducen a la desigualdad.
Así como creemos que al capacitar a los agentes del Estado la Ley Micaela puede salvar vidas, como hubiese salvado la de Micaela, todas las ciudadanas y ciudadanos tenemos que cuestionarnos nuestras acciones cotidianas para así empezar a modificarlas y a cambiar la realidad. Aunque parezca algo lejano, el cambio cultural y la educación con perspectiva de género son de las herramientas más importantes para la erradicación de las violencias por motivos de género.
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