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La hora de la pasión en celeste y blanco

Por: Rubén Alejandro Fraga

Hace 80 años otros jugadores dieron el puntapié inicial. Hoy es hora de Diego y Lio.
Hace 80 años otros jugadores dieron el puntapié inicial. Hoy es hora de Diego y Lio.

Corría mayo de 1930 cuando los argentinos dieron el puntapié inicial de un ritual pasional que hoy, 80 años después, vuelve a convocarnos: latir al ritmo de la selección nacional en un Mundial de fútbol.

Por aquel entonces la crisis cacheteaba duro a los argentinos y los tangos de Discépolo reflejaban el escepticismo y el desencanto del pueblo. Tras el crac de Wall Street, el desempleo se había cuadruplicado en el planeta y el “granero del mundo”, casi sin exportar, no era la excepción.

“La Gran Depresión trajo la sensación de que el sistema capitalista estaba condenado”, escribió Stephen Spender. Sin embargo, lejos de agonizar, el capitalismo incubaba su peor bestia. Y a pesar de que el partido nazi hará un buen papel en los comicios de ese año, en Alemania se tenía la convicción de que la influencia de Adolf Hitler estaba en decadencia.

En estos arrabales del mundo, el caudillo radical Hipólito Yrigoyen transitaba los últimos tramos de su segundo gobierno, que poco después sería interrumpido por el primero de los nefastos golpes militares.

Aquel primer Mundial

En ese contexto, sombrío y lleno de temores, los argentinos palpitaban al compás del fútbol, deporte llegado desde Inglaterra por los puertos y que de inmediato se hizo proletario, al costado de las vías del tren, en escuelas como las del pionero Isaac Newell y en cada potrero apto para echar a rodar un improvisado balón. Eran tiempos en los que, al decir de Raúl Scalabrini Ortiz, pululaban hombres “con facha de obrero, cuyo solo júbilo eran las palpitaciones dominicales en las que intervenía su club predilecto”. Y éstos apostaban todas las fichas de su menguada ilusión a un puñado de jugadores amateurs que pronto se calzarían la camiseta celeste y blanca para representar al país en el flamante campeonato mundial de balompié, nacido de la inspiración del francés Jules Rimet.

En aquel plantel nacional no hubo jugadores rosarinos porque la liga local inhabilitó a Cataldo Spitale (Newell’s Old Boys) y Octavio Díaz (Rosario Central).

Y cuando las principales potencias futbolísticas europeas dieron la espalda al nuevo torneo quedó en claro que la lucha por la Copa estaría reservada a los clásicos rivales del Río de la Plata: argentinos y uruguayos, protagonistas de épicas batallas en sudamericanos y juegos olímpicos. Así lo vaticinó el propio Carlos Gardel, quien visitó y deseó suerte a ambas delegaciones.

Aquella final cantada tuvo el mal presagio de una lúgubre niebla que demoró el cruce del río a los barcos que llevaban a los esperanzados argentinos, impidiendo que más de la mitad de los 30 mil hinchas –casi todos de elegante traje y sombrero– que decidieron saltar el charco llegaran a tiempo al estadio Centenario de Montevideo.

Cuentan las crónicas de la época que algo gélido, parecido a esa niebla, cubrió también el alma de varios cracks albicelestes y fue así que las principales figuras criollas “arrugaron”, entre ellas, el estandarte de guapeza: Luis Monti, un rudo centrohalf que fue amenazado de muerte antes de la final. Y el triunfo quedó servido para los anfitriones orientales, que golearon 4 a 2.

Tiempos de pesadilla

Cuatro años después, nacionalizado italiano junto a otros tres argentinos –Orsi, Guaita y Demaría– Monti sacó pecho mientras hacía el saludo fascista en el estadio de Roma ante Benito Mussolini, quien dejó en claro al arengar sus futbolistas cuál era la consigna: “¡Victoria o muerte!”.

Jugando para Italia, el ahora guapo Monti vio cómo el pánico se trasladó también a los equipos rivales, que poco pudieron hacer para evitar que, con árbitros también temerosos (como el de la final, a quien el Duce mandó llamar a su palco en el entretiempo), el local ganara el título.

El poeta británico W. H. Auden pintaba la época: “En la pesadilla de la oscuridad, todos los perros de Europa ladran/ y las naciones vivas aguardan/ aisladas en su odio”. Tras lograr los italianos en 1938 el bicampeonato en Francia, la Segunda Guerra Mundial abriría un paréntesis de 12 años en la competencia, durante el que cada estadio europeo fue un “esqueleto de multitudes”, al decir de Mario Benedetti.

De este lado del océano, ante los ojos de Raúl González Tuñón desfilaba la década infame: “Y después un tranvía cayó al Riachuelo…/ Y después entubaron el arroyo,/ voltearon edificios, y el gobierno…/ Todo se ha ido ya, los verdes años,/ el almacén, la ochava, la fregona,/ el Ainenti, la guerrilla literaria,/ el caricaturista de café, la yiranta,/ las «Camas desde un peso», la kermesse,/ el varieté, el vendedor de globos,/ Yrigoyen, Alvear, los presidentes/ que antes andaban solos por la calle…/ Todo aquello que cabe en el recuerdo”.

La gloria demorada

Luego de la desilusión del 30, los hinchas criollos padecerían décadas de abstinencia de gloria. En tiempos en los que Albert Camus confesaba que lo mejor que sabía sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol, por cuestionables decisiones políticas nuestra selección estuvo ausente en tres mundiales. Después vinieron olvidables actuaciones hasta que, de locales y en medio de tanta muerte, renació la victoria.

El Mundial 78, aquel de los argentinos anfitriones “derechos y humanos”, donde el fútbol fue manipulado por la sangrienta dictadura hasta extremos ridículos como el narrado por el periodista Osvaldo Ardizzone. “El interventor militar en Canal 9 nos convocó para informarnos que, por disposición del Ejecutivo no se debía criticar al señor César Luis Menotti por tratarse de un funcionario del proceso”, recordó.

Una fría tarde de junio, mientras Daniel Passarella levantaba la Copa del Mundo a pocas cuadras del horror de la Esma y ante la atenta mirada de la junta, desde su laberinto, Jorge Luis Borges se empecinaba en subrayar que le resultaba increíble que una cultura que se desarrollaba con juegos como el ajedrez, hubiera degenerado en juegos tan vulgares como el fútbol.

Después, vino el Mundial 82, y junto con el derrumbe de la etílica aventura militar en Malvinas se desplomaron también la quimera de los militares genocidas y el sueño de retener la Copa de oro en España.

Y luego llegó el tiempo del más grande: Diego Armando Maradona. Fue cuando Dios decidió bajar para habitar un diminuto cuerpo criado en las privaciones de Villa Fiorito. Y con Diego fue poder cobrarse la deuda del 30 con los uruguayos y despedir a ingleses y alemanes, y volver a alzar la Copa, pero sin dictadores ni sospechas. Y fue decirle chau antes de tiempo al primer mundo encarnado en los tanos del 90, a pesar del llanto que él derramó por su gente en la final perdida. Y en el 94 fueron las lágrimas de un pueblo por el ídolo caído.

Luego, sólo frustraciones. En el 98 fue bronca con acento francés. En Corea-Japón 2002 el sueño se hizo añicos antes de tiempo, pese a tener como DT al Loco Bielsa. Y en Alemania 2006 la culpa fue de los penales, con ese papelito de las instrucciones que ayudó al arquero local a la hora de adivinar hacia dónde debía tirarse.

Hoy, como ayer

Esta mañana el país futbolero volverá a paralizarse una vez más para vibrar al ritmo de la selección nacional que debutará ante Nigeria en el Mundial de Sudáfrica 2010.

Ahora, el mejor jugador de toda la historia saltará al césped del Ellis Park de Johannesburgo como director técnico y contará con el as de espadas en su equipo: Lionel Messi, el mejor futbolista del planeta en la actualidad, que aspira a suceder a Diego como el más grande entre los grandes.

A diferencia de aquel primer Mundial, el fútbol amateur es hoy sólo un recuerdo sepia y a la selección nacional la auspician, como “hinchas oficiales”, empresas que fueron vendidas a grupos extranjeros.

Con todo, los argentinos apuestan otra vez a que un equipo de fútbol les dibuje una sonrisa. Y se aferran a la frase que ayer tiró Diego desde Pretoria: “Mañana –por hoy– empezaremos a construir una ilusión”.

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