El Hincha

Fútbol

La historia de Rafael Bielsa y su sentimiento rojinegro: Sobre la pasión, Ñuls y yo

"En mi caso, el algoritmo de la pasión futbolera fue sencillo, fui bautizado en la fe leprosa por esas tres deidades infantiles: el tío, la vereda y el pigmento del fanatismo"


Por Rafael Bielsa, elDiarioAr

En mi caso, el algoritmo de la pasión futbolera fue sencillo. Apenas tres instrucciones no ambiguas: mi tío Polo me regaló la camiseta de Ñuls, vivía frente al Parque Independencia y me gustaban el rojo y el negro. No llegaron los astrólogos con mirra, incienso y oro, pero, en cambio, fui bautizado en la fe leprosa por esas tres deidades infantiles: el tío, la vereda y el pigmento del fanatismo.

Un atardecer de abril de 1988, se batían Ñuls –a un paso del campeonato– contra Gimnasia. Vivía en Buenos Aires, jugaban en Rosario, no me iba a perder ese partido; lo escucharía por LT8. ¡Tiempos heroicos! El problema era la recepción de la señal radiofónica. Pero sabía, por experiencias anteriores, que desde la Costanera Norte se escuchaba razonablemente. Hacia allí puse el radiador de un Ford Escort.

Aquel día había una sudestada precoz. Aceleré rumbo al río. Y el partido se desarrolló. Las olas cubrían el castillo de proa y el viento sacudía el casco. Finalizando el segundo tiempo Balbo, de nuca, trajo la victoria al rojinegro. Un paso más y campeones. Calculé el festejo. Afuera era el estrecho de Mesina, Escila y Caribdis, las costas confusas. Festejé entre las aguas irascibles, aunque bajo techo.

¿De qué modo puede explicarse el evento? ¿O acaso no es deslizarse desde la montura hasta el subsuelo del orate amotinado?

Uno se pasa la vida repitiendo frases que se apilan en la caja de herramientas, pero que no son más que tonterías. Una de ellas es: “la pasión no tiene razones”. Una lisa y llana astracanada, en primer lugar, porque sí que las tiene, y luego porque no le interesan a nadie. Lo deslumbrante de la pasión siempre está en sus efectos, no en sus causas; en la visita inesperada del disparate al caerse del caballo, golpeado por una luz repentina.

La pasión es como un velo sin costuras, repujado con moléculas de peróxido de hidrógeno, vaporizado sobre nuestra piel, en combustión urgente y de tránsito hacia el alma. Desde allí, puede conducirnos a una mujer esquiva, al psicoanálisis o a la literatura, a la colección escolar de timbres postales o a la ruina que tenemos como uno de los destinos posibles. El tren de la pasión siempre lleva como pasajero sin ticket a un despojo de nosotros mismos.

Muy niño conocí la verdad; tendría el resto de la vida para aceptarlo, porque admitir no es lo mismo que consentir. Es que la pasión es un sentimiento posesivo como la hiedra: se clava en uno, se siente en el latir abrasador de las sienes; se adora cuando está y se quiere mucho más, cuando se aleja al huir.

Ligado a esa casaca rojinegra de una forma exclusiva y excluyente, empecé temprano a reorganizar mi visión del mundo alrededor de ella, de la que se desprendían vapores que la hacían única e irreemplazable, al punto de volverse la principal razón de existir. ¿Cómo entender, si no, los pesos restados en el recreo de las diez a los panes de Viena untados con manteca, de jamón y queso, que terminaban sumando lo necesario para comprar El Gráfico la semana de un Ñuls- Central?

Repetir el partido en fotos bicolores era preciso; comer no era preciso. La contorsión del ucraniano Valdimiro Tarnawski, el atlético despeje de Ediberto Righi, el enamoramiento que sentía la pelota por Federico Sacchi, quien marcó en el minuto 2’ de la segunda etapa en la victoria frente a los canallas: estampas que aún embriagan con licor de tinta.

Nadie que haya caído en sus dedos de ortiga roja – lamium purpureum– y uñas negras puede creer que la pasión es placentera. Son caricias que provocan placer, por supuesto, pero también dolor, y explican por qué los hombres mudan sus juicios. Empiezan como voluntad, pero salen de crisálida convertidas en incontinencia e impulso. Así, el apasionado se va deslizando hacia el pecado, el agnosticismo, la blasfemia, la apostasía e incluso el delito, comprometiendo la paz y la dignidad de la Nación, por menoscabar sus símbolos.

Sé de lo que hablo porque me pasó a mí: intervine el texto del aria “Aurora”, himno a la bandera si los hay. El pentagrama era el mismo, pero no los instrumentos con los que yo la interpretaba en mi fervor: un trío eléctrico carioca, un grupo de cajón limeño, un quinteto de vallenato colombiano, o Barbarito con su laúd y Tito Puente en el timbal. Por no hablar de la letra: “Brava en la tierra, una escuadra guerrera, / Fuerte pelea, en el campo leal, / es roja un ala, color de la sangre, / negra es la otra, terror del rival”. ¿Para qué seguir? ¿Tenía diez años, nueve tal vez?

Y el lenguaje… ¿qué decir del lenguaje, trabado en lucha mortal contra las arbitrariedades léxicas de la pasión? No sólo hablo del conocimiento del vocabulario, o de la ridiculización del enriquecimiento de la lengua; también, de los señuelos lingüísticos que permiten el pensamiento complejo.

La lengua de la pasión tiene un bajo fondo, donde la emoción se subleva, y, por lo mismo, forja un lunfardo, su propia jerga. En el fútbol, la palabra tiene que ser de papel de estraza, la más fácil de conseguir, porque es la más barata para dar. “Céntral, decime que se siente / tener en casa a tu papá” (Céntral con acento sobre la “e”), por poner un ejemplo. Por eso es que, cuando el escenario político se futboliza (ganamos y perdieron), languidece. Un producto genuino de la pasión es la marchita peronista: “… porque la Argéntina (acento en la “e”) grande / con que San Mártin (sobre la “a”) soñó”. Está contraindicado cantarla amodorrados.

El tiempo del arrebato siempre es el presente. Subjuntivo, imperfecto, formas compuestas del futuro, participio pasado, sofocan un momento que está en deflagración. La proyección en el tiempo es cosa de meteorólogos, no de apasionados. Los cantitos de la lepra tienen que doler con la fuerza de un cross a la mandíbula, y que los canallas bufen.

Al cabo, no es sensato decir: “mi pasión” por Ñuls. En realidad, ella es “mi” dueña. La que redacta el plan de vuelo, de la que brotan los duraznos sangrando, la de los caramelos de coco, piña, limón y miel de abeja.

Gemela generacional del lenguaje, en los Salmos se lee lo más elocuente: “Si te olvido, que olvide mi mano derecha; que mi lengua se pegue al paladar si te olvido, si no te dejo ser mi más grande alegría”.

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