Opinión

La historia continúa

La herencia de aquel 17

Los jóvenes que a finales de los años 60 se sintieron convocados a sumarse a la rueda de la historia venían en muchos casos de hogares donde primaba una fingida indiferencia cuando no una declarada aversión a los símbolos de aquella década fundada en la mítica movilización del 17 de octubre de 1945


Rubén Adalberto Pron / Especial para El Ciudadano

Aquellos jóvenes que como el que escribe estas líneas sintieron a finales de los años 60 la convocatoria a sumarse a la rueda de la historia venían en muchos casos de hogares en los que las palabras “Perón” y “peronismo”, si se pronunciaban, era para conjurar un mal momento de la Argentina.

Durante sus despreocupadas infancias y adolescencias clase media baja habían crecido en un ambiente de fingida indiferencia cuando no de declarada aversión a los símbolos de aquella década fundada en la mítica movilización del 17 de octubre de 1945, que incorporó a la vida política de la Argentina a un sector mayoritario de la sociedad ignorado –o más bien ninguneado, como se diría ahora– por la constelación ilustrada que había manejado el país desde siempre, y que con el golpe de 1930 había logrado abortar el tibio intento del radicalismo yrigoyenista de construirse como una representación genuina de las masas populares.

La gesta del 17 de octubre y los logros de los años que siguieron, aún con los obstáculos que debió atravesar y las defecciones de los obsecuentes que saben acomodarse del lado en que sopla el viento hasta que cambia de dirección, algo habrían de dejar como simiente, y eso afloró en la Argentina de fines de los 60 como reflejo de una revulsión generalizada en todo mundo.

En primer lugar estaba presente la vigencia y la fuerza incuestionable del hombre que había encarnado y convertido en realidad tangible las aspiraciones de multitudes, logrando además mantener incólume su integridad en el exilio sorteando agravios, traiciones, atentados e intentos de soborno con que se había intentado minar su liderazgo.

Y, como contraparte, la lealtad de quienes habían sido sujetos –más que objeto– de sus desvelos y realizaciones, especialmente de la dignidad con que habían logrado instalarse en el escenario político al ser transformadas las necesidades en derechos, la dádiva en justicia social y la explotación y el arbitrio en un nuevo paradigma de respeto en las relaciones de los que disponían de los medios de producción con los que los hacían andar con su fuerza de trabajo.

Contra esta simbiosis entre pueblo y guía no habían podido los golpes de Estado, los gobiernos ilegítimos, la mordaza de la proscripción, los retrocesos en la distribución de la riqueza, el desmantelamiento de los pilares en que se había sustentado la soberanía nacional.

Cada una de estas maniobras había sido enfrentada con la fortaleza de los que saben aguantar, dar batalla donde se puede y aguardar las oportunidades de la historia para volver a triunfar con la esperanza. La memoria de lo vivido y gozado, la huelga, la movilización, las tomas de fábrica, el voto en blanco, todas las armas del que resiste fueron utilizadas.

El costo no había sido poco: persecución y cárcel, fusilamientos, pérdida del empleo, cierre de las fuentes de trabajo, enajenación del patrimonio nacional, exclusión cívica.

Pero esas adversidades, convertidas en épica, eran las que había permitido mantener viva la mística, y esa épica era la que se había transformado en un poderoso imán para las nuevas generaciones a las que les había llegado el tiempo de acudir al llamado del deber.

La práctica política al lado de las grandes mayorías fue alimentando a aquellas juventudes a las que del peronismo recibía con los brazos abiertos y que se iban incorporando poco a poco, pero irreversiblemente, a la marea de la historia.

Epítetos y resignificaciones

Las patas en la fuente, con lo de peyorativo y descalificatorio que tiene el término “patas”, atributo de los seres inferiores en la escala zoológica, alusión al hedor y estética de vulgo, se había reconvertido en sinónimo de orgullo, de triunfo, de éxito en la larga y esperanzada marcha de los trabajadores a la Plaza de Mayo para conquistar el escenario simbólico del poder político.

Ser “grasita” o “descamisado”, epítetos con que se había intentado menoscabar la pertenencia de la “masa sudorosa” al mundo civilizado, había modificado su interpretación con la apropiación que de esos términos hiciera la propia Eva Perón en su infatigable entrega a la misión que le había impuesto el destino.

El “cabecita negra” se había hecho visible y ya había aprendido a defender lo ganado sin tener que bajar la mirada ni quitarse el sombrero en presencia del patrón, y ese gesto de confianza en sí mismo y pertenencia al colectivo de los hasta entonces humillados sería reflejado en la marcha partidaria: “Combatiendo al capital” era la fórmula que sellaba desigualdades e invitaba al esfuerzo conjunto de empleador y asalariado en pos del crecimiento de una economía no especulativa, al servicio del hombre antes que de la mera renta.

La evocación de aquella jornada inaugural fue para el radical Ernesto Sanmartino la irrupción de un “aluvión zoológico”, pero al periodista Elías Sojit, en cambio, le haría alumbrar la definición de “un día peronista” para los fastos populares.

Las menciones a “El Líder”, “El Conductor”, “El Primer Trabajador”, debieron mutar a “El hombre”, “El que te dije” cuando nombrarlo en público estuvo prohibido y castigado, pero eso no hizo sino mantener fresca y viva la conexión y la lealtad mutua entre “el General” y su pueblo.

Esta mística, que tenía su costado tierno en la flor de nomeolvides portada en la solapa y la foto de Perón y Evita en la intimidad de la cara interna de la puerta del ropero, prendió como un abrojo en el cerebro alerta y el músculo presto de aquellas juventudes y se convirtió en militancia, escuela, compromiso, movilización y efecto, en compenetración total con el objetivo prioritario de ese momento: el retorno de “El Jefe” –“El Viejo”, en el sentido más filial– y la recuperación del tiempo perdido con la interrupción de 1955.

El deber del presente

El andar fue accidentado, con avances y reflujos, con adhesiones y renuncios, con la noche negra de la última dictadura y la reconquista de la democracia.

Los que hoy son llamados a continuar la historia tienen un espejo en el cual mirarse. No es un camino fácil. Está sembrado de vallas y de tentaciones, las peores tentaciones.

En un mundo que navega en la tormenta con los arrecifes a la vista, el “sálvese quien pueda” aflora todo el tiempo. El hiperconsumismo, el despilfarro que conlleva y la afectación de elementos irreemplazables como el agua, el aire y la tierra, la individualidad endiosada al paroxismo, el olvido de los desplazados y arrojados al basural de la condición  humana, el desinterés por el destino trascendente son monstruos que pisan fuerte. La realidad asusta, pero paralizarse atenta contra la supervivencia misma de la especie. Aquí y en cualquier lado.

Ya no se trata de matices partidarios sino de ver el todo y de entender que el triunfo no está sólo en alcanzar la meta, que siempre se corre más allá al dar un paso al frente, sino en sacudir la modorra, enfrentar el conformismo y presentar batalla.

En la lucha se vence pero también se cae; la victoria está en saberse levantar, alzar de nuevo las banderas y seguir adelante.

Sólo hay que tomar la mano que se nos tiende, como en aquellos tiempos juveniles, porque la enseñanza que dejó el 17 de octubre es que el destino común se debe construir con todos y entre todos.

En letras de molde

Lo que para Raúl Scalabrini Ortiz había sido “el subsuelo de la Patria sublevado” para Leopoldo Marechal fue “el mismo pueblo que ganara un día su libertad al filo del acero” el que ahora “tanteaba el porvenir”.

Estos dos formidables intelectuales nacionales trazaron con inspirada pluma lo que habían palpado en aquella jornada luminosa de octubre de 1945. Hubo, claro, otras visiones.

Para Silvina Ocampo, compañera (si se admite el término) de andanzas de su hermana Victoria, su marido Bioy Casares y el inefable Jorge Luis Borges, incapaz de bajar del Olimpo de su biblioteca ni de ver –su ceguera creciente se lo habrá impedido– el despertar de un gigante dormido, aquella irrupción fue la “desolada confusión del día,/ que ha transformado en odio la armonía/ de un territorio plácido y profundo”.

“He oído como en sueños a un tirano/ con una quejumbrosa exultación/ interrumpir la noche, en un balcón,/ amenazando un trágico verano. (…) Yo vi una turba histérica, incivil,/ que a la Casa Rosada se acercaba,/ mientras que en la memoria se mezclaba/ como un recuerdo, ya, el presente hostil”, escribió la espantada aristócrata en Esta primavera de 1945, en Buenos Aires.

Y en el ¿otro extremo? del espectro el periódico Orientación, medio oficial del Partido Comunista, publicaba el 21 de aquel octubre: “… también se ha visto otro espectáculo, el de las hordas de desclasados haciendo la vanguardia del presunto orden peronista.

Los pequeños clanes con aspecto de murga que recorrieron la ciudad no representan a ninguna clase de la sociedad argentina. Era el malevaje reclutado por la policía y los funcionarios de la Secretaría de Trabajo y Previsión para amedrentar a la población”.

Hasta la tan humanista y culta mirada de La Vanguardia, periódico vocero del Partido Socialista, no pudo escapar al exabrupto al referirse con santa (con perdón de la racionalidad cientificista) indignación a las “murgas carnavalescas con sus muchachones descamisados y elementos del hampa” que anotó en su edición del 23 de octubre y al mencionar, días después, que “cuando la muchedumbre amorfa y descamisada gritaba en las calles «Alpargatas sí, libros no» comprendimos que su triunfo, si llegase, habría de terminar con la civilización para restaurar la barbarie”.

Muy distinto, en cambio, había sido el asombro y encantamiento del ya citado Scalabrini Ortiz: “Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente desde sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábitos de burgués barato.

Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de brea, de grasas y de aceites. Llegaban cantando y vociferando unidos en una sola fe. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir.

Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. (…) La sustancia del pueblo argentino, su quintaesencia de rudimentarismo estaba allí presente, afirmando su derecho a implantar para sí mismo la visión del mundo que le dicta su espíritu desnudo de tradiciones, de orgullos sanguíneos, de vanidades sociales, familiares o intelectuales. (…) Era el cimiento básico de la nación que asomaba. (…) Eran los hombres que están solos y esperan que iniciaban sus tareas de reivindicación. El espíritu de la tierra estaba presente como nunca creí verlo”.

Para unos fue una turba “histérica, incivil” que venía a quebrar “la armonía de un territorio plácido y profundo”, el de sus privilegios y ensoñaciones. Para otros, “hordas de desclasados” porque no pertenecían a la “clase” de los manuales traslocados a una Argentina que no lograban comprender ni seducir como Perón lo haría. Marechal, que sí entendió de qué se trataba, lo cantó así: “Era el pueblo de Mayo el que sufría,/ no ya el rigor de un odio forastero,/ sino la vergonzosa tiranía/ del olvido, la incuria y el dinero. (…) De pronto alzó la frente y se hizo rayo/ (¡era en Octubre y parecía Mayo!),/ y conquistó sus nuevas primaveras./ El mismo pueblo fue y otra victoria./ Y, como ayer, enamoró a la Gloria,/ ¡y Juan y Eva Perón fueron banderas!”.

 

 

 

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