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La gris melancolía de un tiempo pasado que se oculta y late en las sombras de la última dictadura

Gustavo Di Pinto, al frente de Esse Est Percipi, dirige “Adoro esta vida mía”, el supuesto capítulo de una telenovela de 1978 que nunca se emitió, donde ese pasado de melodrama, como una epifanía, enlaza un inevitable y doloroso puente con el presente

Una década antes de los hechos que se narran y que transcurren en 1978, el mexicano Armando Manzanero componía “Adoro”, uno de sus boleros más icónicos. Con ese nombre como disparador, con esa evocación del amor por un tiempo que pasó, pero con la latencia de una pregunta que lo llevó a recordar sus años de la niñez, esos primeros años de la patria de la infancia que siempre dejan una huella indeleble e inabarcable, el actor, dramaturgo, director y docente de teatro rosarino Gustavo Di Pinto, al frente de su grupo Esse Est Percipi, estrenó Adoro esta vida mía, un supuesto capítulo de una telenovela de aquellos años que nunca se emitió, donde ese pasado de melodrama enlaza un puente con el presente.

En el material, que se revela como una reconciliación o un redescubrimiento del pasado vivido en el final de los años 70 por el propio director en tardes y noches eternas frente a la pantalla chica, a modo de collage narrativo como suele motorizar la memoria, aparecen dos familias enfrentadas por el pasado que las atraviesa, dado que ambas “guardan secretos oscuros en nombre del amor en una historia llena de intriga, pasión y misterio”, recreadas por un profuso elenco de doce actores y actrices, algunos con trabajos notables si se tiene en cuenta la dificultad de encontrar un mismo registro de actuación frente a un elenco tan numeroso y diverso.

“Adoro esta vida mía”, el capítulo de una telenovela clásica que la dictadura hubiese censurado  

Di Pinto propone una especie de epifanía en la que monta, en un espacio onírico y múltiple como si se tratara de un gran álbum de fotos tomadas en un viejo set televisivo, muy bien resuelto por un dispositivo escénico también múltiple y muy funcional que dialoga con la fragmentación del relato, la gran escena de la novela de la vida, donde esas familias enfrentadas discurren entre rencores, palabras aciagas, amores no correspondidos, olvidados y hasta supuestamente prohibidos. Son esos lugares comunes a los que todo culebrón recurre para sostener un género que, lamentablemente, desapareció de la televisión.

Así, en alguna casa de clase media donde alguien se refugia, se esconde para escapar de la tragedia compartida (de un lado y del otro de la pantalla), entre una idea o concepto de puesta en escena que va del homenaje a la parodia pero siempre resguardado en la ternura, Adoro esta vida mía se apropia de esos personajes (algunos con nombres conocidos) de patios y cocinas, de escenarios de varieté vistos a pleno color aunque pertenezcan a la gloriosa era del blanco y negro que, como escapados de la pluma de Alberto Migré, referencial autor de piezas icónicas de la época, irrumpen para reclamar amor, escucha e incluso revancha.

La temática de Adoro… funciona en su lógica de Capuletos y Montescos (la matriz de todos los culebrones) enfrentados en sus secretos y complicidades, pero sobre todo en su desplazamiento dramático hacia un lugar donde la última dictadura cívico-militar muestra sus fauces, en uno de los pasajes más logrados de la propuesta (lo que le da verdadero sentido), donde la desaparición forzada de personas cuando el país festejaba los logros del Mundial 78  modifica el clima y rompe con el melodrama para abrir paso a una tragedia que late y toma cuerpo en la platea en un tiempo donde aquellas políticas, motorizadas desde algunos sectores, parecieran intentar regresar.

También del lado de los aciertos, la estructura dramática propuesta por Di Pinto toma forma y se engrandece con el transcurrir de las escenas, más allá de que en el elenco convivan dos niveles de registros de actuación muy marcados y disimiles, donde en un primer plano aparecen actores de gran presencia escénica, algunos conocedores de la poética Percipi desde hace mucho tiempo, pero todos de vasta experiencia teatral, y otros de una nueva camada que transitan en un plano posterior, alejados de esa instancia dramática que aparece en los cuerpos, más allá de que en algunas escenas más corales logren acercarse a ese primer plano tan sugerente y poético que es parte de la lógica escénica del creador de uno de los grupos referenciales del teatro local con más de 25 años de recorrido.

Es, en ese punto, donde la reivindicación de la diversidad resistida de aquellos años con los medios de comunicación en manos de las Fuerzas Armadas, cuando reinaba una disfuncionalidad familiar de la que ni siquiera se hablaba y donde todo se ocultaba en el miedo y el silencio, donde toma cuerpo y disparan sentido en el presente trabajos atinadísimos como el del siempre notable Santiago Pereiro como Leopoldo, Manu Raimondi como el Doctor Fernández, Nacho Amione como Leopoldo, o la participación especial de Coco Castillo, talentoso actor y transformista local de gran presencia escénica, como el fascinante tío Gogó, que aporta color, ternura y finalmente ausencia en la disputa que ponen en tensión otras dos grandes actrices locales. Se trata de la deslumbrante Analía Saccomanno como la sufrida Mabel, que parece escapada de una película del neorrealismo italiano, del mismo modo que Bárbara Zapata como Doris, también notable trabajo como una mala malísima de esa ficción que se mezcla con la realidad y el whisky que finalmente es té.

Al elenco se suman los trabajos de Clara Galindo como Laura junto a Jonathan Aguirre como Muchacho, además de Martina Berra como Inés, Ayelén Cano como Leti, Rocío Rosas Paz como Amanda y Manuel González como Ringo.

Desafiante trabajar en un mismo espacio escénico que late en su totalidad las escenas más pequeñas, mientras todos los personajes sostienen la ficción como gran objetivo, otro acierto de la puesta es la proximidad del público casi conviviendo con ese espacio ensoñado que, sin embargo, deja entrever que la propuesta resistiría un montaje más a la italiana donde la perspectiva que habilita cierta distancia permitiría ver esa totalidad como gran contrapunto frente al relato.

Son en ese fluir dramático, al mismo tiempo, un puñado de bellas canciones cantadas en vivo, micrófono en mano que, sin embargo, distan de poner un color posdramático a ese mundo que pareciera no tener fin, las que dan la sensación de que el apagón final no logra cerrar ninguno de esos conflictos que quedan en latencia para siempre más allá de los finales felices, como las lágrimas negras tatuadas en los rostros de los personajes, cuando todo se funde y confunde con una señal de ajuste que, como al principio, vuelve a poner todo en un inevitable gris de ausencia.

Para agendar

Adoro esta vida mía, el nuevo trabajo del grupo teatral Esse Est Percipi, bajo la dirección de Gustavo Di Pinto, se presenta todos los sábados, a las 21, en La Orilla Infinita (Colón 2148), hasta finales de junio. Las anticipadas a precios populares se encuentran a la venta en http://www.laorillainfinita.com.ar/entradas

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