Espectáculos

Adiós a un imprescindible

La escuela generosa y solidaria de Mario Piazza

Rosario acaba de perder a un maestro del cine documental y pionero del súper 8, autor de “La Escuela de la Señorita Olga” y “Cachilo”, entre otras realizaciones. Fue un tenaz impulsor de la producción local y quienes lo quisieron y admiraron rescatan sobre todo su inconmensurable calidad humana


Hubo algo curioso en mi relación con Mario Piazza, surge ahora, como pasa cuando alguien deja de estar presente, es decir, cuando se sabe que ya no se lo volverá a encontrar. Los encuentros con Mario fueron muchos a lo largo de por lo menos cuarenta y pico de años y podría situar los inicios durante la dictadura cívico-militar cuando escribí un texto sobre Sueños para un oficinista como presentación del film en un recital de la banda rosarina Irreal, que imprimimos en un offset bastante manchado y repartimos a modo de programa a quienes entraban al teatro La Comedia.

La sala se colmó en poco tiempo y algunos estábamos un poco perseguidos porque se había conseguido un permiso para el evento algo sospechoso para esa época y se temía que hubiera “servicios” tratando de rastrear caras. La película en súper 8 se proyectó desde una butaca de la primera fila sobre una sábana colgada al fondo del escenario mientras la banda tocaba. De paso, el realizador tomaba el sonido directamente de un grabador a casete.

Mario estaba realmente exultante y nos daba ánimo diciendo que todo iba a estar tranquilo. Antes, en tardes de sábado, Mario llegaba a una casa frente a la plaza Buratovich donde ensayaba Irreal y pasaba una y otra vez el corto para que el grupo se consustanciara con las imágenes. Yo iba allí con Adrián Abonizio y creo que fue cuando surgió la idea de escribir sobre la película.

En ese entonces participaba de un taller de realización que coordinaba Nicanor D’Elia, donde hacíamos cortos en súper 8. Mario solía pasar por el taller y hablábamos sobre lo que podíamos ver en ese tiempo, que era escaso, aunque a veces nos las arreglábamos para ver materiales en proyecciones de súper 8 o 16 mm, en un rastreo frenético motivado por el boca a boca; de esos momentos, lo recuerdo tratando de convencer a otro asistente, Esteban Alaimo, de las bondades de filmar todo lo que se pudiera porque de cualquier lado podría surgir algo que valiera la pena. La posibilidad del registro de un mundo convulsionado o en ebullición era un desafío inquietante para quienes andábamos viendo de qué se trataba eso.

Con algunas de esas imágenes que fluyen en mi memoria, se descubre mejor lo que mencioné como curioso al comienzo de estas líneas. Se trata de la actitud entusiasta de Piazza hacia el cine en cualquiera de sus formas y fundamentalmente al artesanal, pero al mismo tiempo hacia todo lo que implicase contribuir para que las cosas se llevaran a cabo más allá de los contextos. Para Piazza había que hacer y hacer, después vendrían los pareceres y los debates.

Algunos rollos de lo que filmábamos en el taller mencionado más arriba, los llevábamos a revelar a un local en una galería ubicada en la intersección de San Juan y Corrientes, frente a la plaza Sarmiento, y allí coincidíamos con Mario, que nos contaba sobre Historia de un pintor, el otro corto que estaba haciendo sobre el artista plástico Daniel Scheimberg, a quien yo conocía y con quien luego, junto a Mario, solíamos charlar sobre cine y pintura. Piazza también resultaba una suerte de enlace entre distintas personas –sobre todo ligadas a lo artístico y a lo educativo–, puesto que él insistía en que alguien que lo había seducido por alguna razón, merecía ser conocido por otros, o que otra gente se enterase de su existencia.

A través de él me encontré con la increíble Leticia Cosettini, que me deslumbró con su inteligencia e imaginación y me motivó para escribir una crónica sobre la encomiable trayectoria de las hermanas; también me presentó, en una de las ocasiones en que coincidimos en un festival Uncipar (el legendario certamen de cine de paso reducido que se hacía en Villa Gessell), a Nemesio Juárez, de quien yo admiraba su cine documental militante y con quien luego sostuve animadas conversas sobre política y cine sentados a la mesa de un bar en la localidad costera.

Piazza también tenía esa capacidad innata de detectar dónde había algo que podía contarse y que había permanecido, si no oculto, al menos vedado en su real valía y sobre lo cual había que hacer algo, develarlo, servirlo en imágenes. Basta pensar en Papá gringo, en Cachilo, en la misma La escuela de la señorita Olga, en Acha, acha, cucaracha, donde personajes, situaciones, colectivos artísticos, gestos disruptivos encaminados a expresar solidaridad o espacios menos opresivos, eran componentes que a Mario lo atraían de modo irresistible.

Un poco como era él mismo con su vida y su relación con los otros, donde se hacía evidente su manifiesto desinterés con todo lo que oliera a éxito, pose o encumbramiento; obtuvo sí, a través de los años, un merecido reconocimiento local y nacional, sobre todo de otros realizadores, quienes destacaban su generosidad y sus prácticos conocimientos técnicos (inventaba y reparaba con la misma pasión que filmaba). Se le hicieron algunas retrospectivas a modo de homenaje por su amor incondicional al cine súper 8 y por su potencial creativo, y otros experimentados cineastas como Claudio Caldini o Narcisa Hirsch rescataron encendidamente su cine. Por él también conocí a Caldini en uno de los primeros Bafici mientras hacíamos la cola para entrar a una sala.

Y una cuestión más, pero nada menor: su fina ironía desplegada a través de alguna frase y su mirada de ojos desorbitados sobre algún particular que a cualquiera dejaba pensando. En eso, a veces nos entendíamos, quizás porque a algunas cosas las mirábamos de modo parecido, y él buscaba afanosamente esa complicidad, esperaba una respuesta a sus observaciones. La charla previa que mantuvimos un par de días antes de que me grabara hablando sobre mi participación en Cucaño fue en esos términos: apuntaba cosas sobre el colectivo cultural, luego escanciaba con esos largos silencios que lo caracterizaban y acto seguido pedía mi apreciación sobre el asunto.

Estas son apenas unas pocas cosas de las que experimenté en mi relación con Mario Piazza, porque hubo muchas y fueron profusas y ubicuas, dado que además se lo podía encontrar en los lugares más diversos siempre que fuera para acompañar alguna manifestación creativa de algún amigo/a, colega, de un “conciudadano/a”, como le gustaba decir, o donde hubiere algún gesto de los que enaltecen a hombres y mujeres, en el único sentido de profesar comunidad que lo guiaba.

Esto no solo puedo decirlo yo, sino muchísimos otros amigos/as, colegas y gente relacionada con el quehacer cinematográfico, que admiran la entrega a su causa, es decir, al cine, pero rescatan principalmente lo más constitutivo de su persona, todo aquello que va a hacer recordarlo como el buen tipo que era. A continuación, algunos de quienes lo reconocen así hacen hablar a sus sentimientos, a través de momentos compartidos, sobre lo que el inconmensurable Mario Piazza seguramente dejará latiendo.

María Langhi*

“Conocí a Mario Piazza cuando entré a estudiar a la escuela de cine en 1991. Cuando hice mi tesis en 16mm Jamais Vu, él se volvió una persona imprescindible. Mario me prestó todas las herramientas necesarias para montarla, además de enseñarme a usarlas, y además obviamente de involucrarse en la película. Mario para mí es el cine, y algo raro del cine, porque casi nunca se ve en este ambiente esa generosidad, esa empatía con el otro, ese compañerismo que desplegaba Mario, que hacía que la búsqueda constante del hecho cinematográfico, sea lo más importante para todes. En 2003, me lo reencontré cuando yo vivía en Estados Unidos y estaba haciendo Seguir  remando. Como él era amigo de Birri, fue el intermediario para que las imágenes de Los inundados estén en mi película.

Siempre atento, siempre escuchando, siempre dando devoluciones, siempre hablando de cine. Y por fin, llegó el momento de trabajar juntos. Mario había perdido a su compañera, y no tenía fuerzas para hacer su próxima película. Estábamos juntos en Ardoc, (Asociación Rosarina de Documentalistas), y yo me ofrecí para acompañarlo.  Fue una de las experiencias más lindas de mi trabajo en el cine, tres años estuvimos haciendo Acha, acha Cucaracha, Cucaño ataca otra vez. Ahí supe que el GRAN MARIO PIAZZA, era todo lo que yo pensaba y mucho más. Impresionante, el director con mayor calidad humana de los que he trabajado, el cineasta más visionario e intuitivo. Nos quedó en el tintero su última película, como él la llamaba: la vida y obra de “Araldo Acosta, cineasta obrero”. Me queda la tranquilidad de haberlo acompañado hasta el final, en enero último le traje de Canarias el material perdido durante 40 años de Araldo ,su cara de felicidad y sus palabras de agradecimiento me las quedo conmigo. No llegamos amigo, pero estoy segura de que Araldo está con vos ahora, y con el “maestro” (como lo llamabas a Birri), hablando de cine. Ahí nos vemos Marito”.

*Productora y realizadora

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 Claudio Perrin*

“Mario era un tipo entrañable. Cada vez que nos juntábamos por algún motivo era un placer estar con él. En mis inicios, cuando estudiaba en la Escuela de Cine y tenía que hacer un trabajo práctico, no había equipo de sonido, entonces le íbamos a pedir el micrófono  Sennheiser que él tenía, un micrófono direccional que estaba muy bueno para filmar, y el único que lo tenía era él y lo volvíamos loco mangueándoselo. En una época en que grababa en VHS, lo llamaba en cualquier momento, a veces los domingos a la noche, persiguiéndolo porque no lo encontraba, y después aparecía y me preguntaba para cuándo lo necesitaba y yo le decía que para ese momento y hacía unos silencios largos y yo pensaba que él lo tenía que usar, y porque además era el único micrófono bueno que había entre la gente de cine, y ahí entonces me decía que lo pase a buscar, así que lo recuerdo bajando del su departamento  en barrio Martin con la cajita donde guardaba el micrófono y alcanzándomela. Siempre tan bondadoso, tan humano, solidario, siempre quería que se hicieran bien las cosas. Cuando me pude comprar un equipo de audio para los largos que hicimos, le dije que tenía que devolverle muchos favores y le ofrecí hacerle el audio para un proyecto nuevo que tenía, le dije que directamente le hacía el sonido como devolución de todos los favores que me había hecho, y él me agradeció mucho.

Su obra es genial, cuando vi Papá Gringo por primera vez quedé maravillado con esa estética, ese cine tan real que hacía, con esa imagen fílmica que conseguía rodando en súper 8, y no podía creer que hubiera estado en New York, en Colombia siguiéndolo a este tipo, qué entusiasmo, qué valor que le daba a todo eso, todas sus películas dicen mucho sobre lo que filmó, eran muy cálidas además, muy artesanales , y se veía cómo iba mejorando de película en película la calidad de la producción, pero su calidez fue siempre permanente. Lo tendré en el recuerdo, hablar con él era toda una odisea, yo que hablo bajo y él que no escuchaba bien, era muy loco poder comunicarnos, ambos teníamos que hacer un esfuerzo y después nos reíamos, él tenía una fina ironía que usaba muy bien. Una vez vimos una película sentados juntos en la sala Arteón y de repente veo que saca una cámara de un bolso que tenía y unos auriculares que conecta a la cámara. Yo lo miré y le pregunté qué iba a hacer, si iba a copiar la película, y me respondió que como no escuchaba bien, había traído la camarita que escuchaba mejor que él, y le apuntaba al sonido de la película y con los auriculares podía escuchar mejor. Era brillante, tenía una inventiva sin límites, era hermoso y fue hermoso haberlo conocido, se lo va a extrañar mucho…”.

*Realizador, productor


Pablo Romano*

Me piden que escriba unas líneas sobre Mario Piazza. Es muy cercana la muerte de Mario para escribir algo sobre él. Lo único que se me ocurre ante este dolor es pensar algunos momentos sobre su cine rabiosamente independiente. Hay antecedentes fílmicos en Rosario pero Mario Piazza podemos decir que marcó lo que llamaríamos el inicio del cine rosarino. Ha sido el precursor de este movimiento amplio, heterogéneo y diverso. Y lo único que se me viene a la mente es recordar algunos momentos de su cine. Eso quiere decir que tal vez la memoria, y más frente al dolor de la pérdida, no sea precisa, sino que actúa según como yo recuerdo esas películas.

1 – A bordo de un carrito (1981) es el primer documental que vi de Mario. Siempre me maravilló la forma del montaje, fundamentalmente el momento del juego de un grupo de lisiados. Montaje vibrante y con un pulso emocional certero. Siendo un autodidacta, Mario despliega ya en este trabajo una solvencia de artesano.

2 – Papá Gringo ya se consolida en el lenguaje y tiene un montaje todavía más preciso y visceral. Con unos movimientos de cámara fluidos y elocuentes marca los finales de cada entrevista, que en 1983 me parecían inusuales para terminar una entrevista.

3 – Un trabajo del Taller de cine Filmik de 1980, conducido por Mario, y con la idea de retratar el espíritu de época, sale en grupo a realizar un registro del bar Savoy. Todavía recuerdo la simpleza de la realización, de los títulos escritos en las servilletas del servilletero del bar y la trompeta de Mariano Suárez. Es tal vez uno de lo pocos testimonios audiovisuales que tenemos de la vida de los rosarinos en las postrimerías de la dictadura.

4 – Madre con ruedas es de 2006 y recuerdo dos momentos que hablan no solo de la vitalidad de Mario para construir el plano, sino de la extraordinaria potencia de su compañera Mónica, que contrajo poliomielitis a la edad de seis años. A pesar de los pronósticos fallidos de la medicina, Mónica desarrolló una vida intensa y plena. El primer momento que tengo en mis imágenes de referencia es Mónica frente a unas olas del mar, su cuerpo desvalido frente a la potencia de la naturaleza, impreso en un plano en teleobjetivo. El segundo momento es cuando su hija pequeña le desarma la silla de ruedas. Mario podía conjugar momentos de ternura con un humor que pivoteaba entre la piedad y la ironía. Claramente, para construir el plano Mario poseía una intuición magnífica. Por último, me guardo uno de los más importantes documentales realizado en la región, sino tal vez el más importante: La escuela de la señorita Olga. Un retrato amoroso sobre una forma de enseñar y aprender, que tan bien nos haría en estos tiempos. Hoy parece tan lejana y utópica esa escuela. Porque lo que se registra y retrata no es solo una forma de enseñar, sino unos cuerpos sujetos a la memoria de lo inasible, como son los de las infancias plenas. Mario, yo te saludo y te recuerdo.

*Realizador, productor

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Mariana Wenger*

“Se nos fue Mario Piazza, genial pionero del cine rosarino. Eligió el día del Cine Nacional para despedirse de este mundo e ir a recortar y pegar cintas de súper 8 a algún otro sitio, seguramente a alguno de  esos lugares donde sólo los grandes como él pueden ir. Trabajador incansable, logró hacer un cóctel utilizando con ingredientes como  talento, ternura y alta sensibilidad. Todos sabemos adónde conduce esa mezcla explosiva: a crear bellas producciones. Así fueron sus films: intensamente valientes, libres, profundos, críticos del sistema, cuidados hasta el extremo. Lo conocí desde muy niña. Los dos éramos tan pequeños! Su afición por la imagen era congénita, cómo quien trae una condición de nacimiento. Curioso hasta decir basta, Mario ya había comenzado a tomar imágenes con una cámara 8 mm a los 7 años. Sorprendente. Inteligente y agudo observador de la realidad, utilizaba el humor para gambetear una salud física que nunca le fue favorable. Acostumbraba  a ironizar sobre las situaciones más difíciles. Nos hizo reír a todos. Nunca tomó el camino fácil. Siempre se jugó por lo más intenso. Supo amar con pasión, tanto a su compañera Mónica como a su hija y nieta. Inmejorable amigo y  profesional, Mario Piazza deja para siempre una obra sobresaliente. Pasó por esta vida dejando una huella profunda. Gracias por permitirme ser tu colega y amiga. Buen viaje Mario querido”.

*Realizadora, documentalista

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Fernando Varea*

Despedirse de la presencia física de una persona querida lleva inevitablemente a recordar momentos compartidos, gestos, palabras. Pensar en Mario me remonta a una función de La escuela de la señorita Olga en Arteón, en los  años 90, con él mismo proyectándola y hablando con el público. La expectativa ante cada entrega de su boletín Cineastas Rosarinos, que enviaba por mail, y nuestros encuentros para reunir en un libro los datos más relevantes de los primeros diez años (lo que finalmente derivó en un blog). Los estrenos de Madres con ruedas en el CCPE y de Acha Acha Cucaracha en el Bafici La tarde en el Festival de Mar del Plata de 2016 que abandoné una charla de Vittorio Storaro para asistir a la concurrida función en el Ambassador en la que Mario proyectaba sus cortos en 16 mm. Las charlas que mantuvimos en 2017 para una entrevista y otra de hace dos años, en la que me habló de problemas de salud que acarreaba desde chiquito.

La foto que generosamente compartió el año pasado en facebook leyendo un libro mío, que había comprado. Uno de nuestros últimos intercambios fue a raíz de la encuesta organizada por tres revistas para elegir las mejores películas argentinas de la historia, entre cuyos 546 votantes él no figuraba. Me aclaró que lo habían invitado pero que, en vez de las diez que pedían, eligió solo dos (Los inundados y La tregua). “¿No hay diez que te gusten?” le pregunté. “Claro que hay, pero que me gusten por encima de otras es difícil” respondió, comprendiendo que “Elegir solo dos significaba una anomalía, acaso un acto de soberbia”. Le señalé después que La escuela de la Señorita Olga había sido una de las pocas películas santafesinas que figuraban en ese recuento, con un voto de Lorena Moriconi. “Le quise agradecer su voto pero no tengo su contacto” me dijo, con esa humildad, fragilidad, respeto y, a la vez, audacia, con las que modeló su obra y afrontó su vida.

*Crítico de cine, escritor, docente

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Verónica Rossi*

“Mario era una persona generosa, inteligente y amorosa. Para él, todos éramos sus «colegas conciudadanos», no importaba la trayectoria ni las posibilidades de cada uno, Mario siempre estaba presente con ayudas y anécdotas (disfrazadas de consejos). Me ayudó a que descubriera mi vocación de montajista. Me prestó su estudio para que pudiera montar mi cortometraje de tesis final. Durante dos meses fui a su casa a buscar la llave y subía o bajaba (no recuerdo bien) a su estudio. A veces estaba Mónica, también recuerdo a su hijita María y su cabellera de rulos. Mario había construido una moviola casera con partes de una de 8 mm y de 16 mm (también era un ingenioso inventor), totalmente manual, con la velocidad de las manivelas y del parpadeo del visor había que aprender a conocer si el material corría a 24 fps. Esa época para mí fue un juego mágico. Después, con el tiempo, nos encontramos en el documental Acha Acha cucaracha. Mario era el director y yo la montajista. Aprendí mucho de él, del oficio-arte de ser cineasta y de ser una mejor persona. Era mi amigo, lo voy a extrañar mucho.

*Realizadora, editora

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Charly López*

Mario te lo consigue

El 54 negro era el colectivo que nos llevaba a Alem y Gaboto, al sexto piso del edificio La Vigil, donde había un cartel pegado en la puerta de madera que decía IPA (Instituto Provincial de Arte). Se escucha una voz que decía “che loco trae el proyector”. Era Raúl Bertone, el director de la escuela provincial de cine y tevé, transcurría el año 1984 y aquellos muchachos de cine Arteón exponían sus trabajos de cine super8. Camino por el pasillo, entro en la sala uno, se apaga la luz, se escuchan ruidos del mecanismo del proyector y una luz potente sobre la pantalla decía Papá Gringo, un documental de Mario Piazza. Transcurrían los años ochenta, tiempo de ilusiones, de regreso de los exiliados y reclamos de derechos humanos, y Mario estaba ahí hablándonos de empalmar, pegar, cortar, montar en la moviola, del sincronismo, y todo pasaba en 24 cuadros por segundo para filmar dos minutos y medio por rollo. Nos juntábamos en el bar de la esquina hablando de proyectos y todos terminábamos diciendo: habla con Mario, Mario te lo consigue y sí, él  lo conseguía, eran tiempos de equipos prestados. Pasaron 40 años de documentales de Mario que marcaron un camino de historias no contadas y siempre Mario presentando proyectos, proyectando sus películas. Y siempre cuando uno intentaba realizar algún proyecto terminábamos consultando a Mario. Y un 4 de mayo a las 18.33, de 2024 recibo un mensaje: «Buenas Charly, quiero consultarte como conseguir material…es para una amiga». Los días 14 y 15 de mayo Mario consiguió lo pedido para su amiga. Pasaron 40 años y Mario te lo consigue.                 Gracias Mario querido…”.

*Realizador, documentalista


Gustavo Galuppo*

Tal vez no sea necesario remarcar nuevamente la importancia que el  cine de Mario tiene, principalmente en lo referido al campo audiovisual rosarino. Quizás se pueda prescindir también de destacar una vez más su fundacional trabajo en Súper 8 y el gran valor de sus documentales tan sensibles. Lo que no se puede obviar, de ninguna manera, es su invalorable compromiso, su integridad y su generosidad. Para Mario, el cine no era un simple hacer individualista y exitista, era una forma amorosa de vivir en comunidad y de comprometerse con ella solidariamente, y eso, claro está, no es algo tan frecuente. Lo que Mario nos lega no es solo una obra valiosa, sino una forma vital y justa de entender al cine como práctica solidaria y comunitaria. Habría que estar, alguna vez, a su altura.

*Realizador, docente

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Adriana Briff*

Son las 4.27 de la tarde y el olor a lavandas se parece a la palabra lejos.

Hace dos años por la ruta 168 de Watsonville, manejaba. Eran las 1.27 de la tarde y el sol de la primavera caía sobre los campos de alcauciles. Iba cubriendo los kilómetros con rezos para salvar una vida. La muerte se había presentado y un pánico de luz me encandilaba. Un momento contundente y rotundo sin lugar para ser depositado. La necesidad de dar un golpe sin mesa ni puño, solamente un recuerdo de altares alzados y la obcecada fidelidad al encuentro de los cuerpos. Manejé mirando las plantaciones. Inmensas figuras de cartón impresas en colores, mostraban campesinos felices estirando sus manos en saludo a los turistas. Una burla siniestra de la explotación de esas tierras, inventada por Disney.

Frente a la costa de Monterrey, ante el azul profundo del Pacífico, llegó el mensaje: “Está mejor, ya respira”. El sol iluminó los milagros y besé la frente de mi hijo, como él lo había hecho años atrás, en ese mismo lugar donde ahora agradecía sola. El tiempo pasa y las montañas cambian de color, los campos se vacían de cultivos. Cuando la vida se llena de terrones, aprendemos a saborear la tierra y conocemos el placer de lo profundo.

Ahora ya no rezo. No prendo velas ni evoco al amor inconmensurable para salvar ninguna vida. Mi existencia es tan invisible como el aroma de la lavanda que, detrás de mí, crece. Cientos de palabras han pasado durante todos estos años como las bandadas de pelícanos que transportan el tiempo. Mis ojos desarrollaron el arte del seguimiento para ir detrás de la religión primera.

Hoy la muerte, tan enorme y misteriosa como un nacimiento, anuncia nuevamente su llamado. Respetar ese momento es depositar la poca nobleza que nos habita para enmendar una vida desde el silencio.

 *Periodista, escritora

 

 

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