Un misterioso gaucho, con vistoso poncho y sombrero de paja, se hace presente en la posta de don Segada, un vasco emigrado del viejo continente que apoyó desde un primer momentola Revolución de Mayo. El visitante baja de un caballo muy bien puesto, de color marrón, que no aparenta inquietarse del largo viaje que ha sufrido. Detrás del animal, otro hombre vestido como el primero, queda montando esperando a quien parece ser su jefe. El calor se hace insoportable. Es de madrugada y se escuchan las olas del río estrellarse en el más allá de las respetuosas barrancas santafesinas, oscuras y ciegas. El hombre que ha bajado de su vistoso animal entra con respeto a la posada y se saca el sombrero en señal de saludo. Apenas se hace audible una voz que de sus labios emergen y pide una copa de ginebra; el vasco Segada cumple inmediatamente la orden, bajo la tenue luz de tres velas apoyadas en una amplia mesa enfrentada a las botellas que se apilan en tres o cuatro estantes bien emplazados. El visitante pregunta si ha visto movimientos extraños de los barcos que están más allá de la posada, lo que el vasco responde con un seco no y agrega que han hecho de las suyas dos días atrás cuando cerca de aquí saquearon un poblado de treinta personas y violaron a sus mujeres. El gaucho parece mascullar bronca. Pide una nueva ginebra, deja dos monedas de plata y requiere un caballo. Va a salir a espiar otra vez a los godos en el río Paraná.
El vasco inmediatamente le entrega un nuevo animal al hombre de enérgica voz y tez algo oscura y queda sorprendido de la justeza y rectitud con la cual dio la orden de partida a su acompañante. Los dos hombres se pierden en la polvareda de la madrugada de ese 2 de febrero de 1813.
Tras diez minutos de recorrida, se detienen cerca de lo que parece ser el peñasco más alto reflejado a la luz de la luna. El jefe no es otro que el coronel San Martín, y su ayudante, el teniente Pringles, más joven, de pequeños bigotes y cabello corto, como le gusta a su superior. San Martín saca su catalejo y exclama “godos de mierda” cuando los ve haciendo unas raras fogatas dentro de sus cuatro pequeñas naves alineadas con rumbo noroeste. Cierra el lente, apura imprevistamente el andar y en media hora, más o menos, llega a la posta de San Lorenzo, vecina al convento que está cerrado por la hora del alba. No quiere perder pisada de aquello que sigue en el más allá de los barrancos y se dirige inmediatamente al convento. Amanece. Desliza levemente sus manos sobre la reja trasera que cierra un patio de tierra del edificio y logra abrirla para ingresar, no sin antes enfrentar a un fraile, medio obeso, que le pide identificación. “Soy el coronel José de San Martín” dice en tono desafiante, agregando que es hombre del Segundo Triunvirato de Buenos Aires con la misión de acabar con los españoles que acosan las poblaciones del Paraná. El fraile, asustado, instintivamente le toma las riendas de su caballo y el de Pringles y los dos encuentran en un cerrar de ojos la escalera que lleva a la espadaña.
El grueso del escuadrón de Granaderos llegó cerca del atardecer de ese 2 de febrero al mando del capitán Justo Germán Bermúdez y el teniente Díaz Vélez. Dejan los caballos sobre la entrada principal e inmediatamente buscan refugio en el amplio y polvoriento patio. Vienen cansados. El charqui y el agua se consumen rápidamente mientras el furtivo sol va escondiéndose detrás del convento que ofrece un religioso refugio de hombres jóvenes, silenciosos, armados, vestidos de azul, blanco y rojo, muñidos de vistosas armas y sables de combate, y que parecen provenir de todas las lejanas tierras del mundo. No hay órdenes, sólo una espera que comienza a ser mansa como el atardecer. Baja el coronel San Martín. Su figura es imponente. Ya no es el gaucho de la noche anterior. Es el hombre que luce un uniforme desabrochado de pana azul, pese al calor, el sable corvo en su lado izquierdo y un pistolón del lado derecho. Saluda a sus hombres, nuevamente le ratifican su lealtad ala Patriay conmueve con sus palabras, con las que les dice que pronto tendrán el bautismo de fuego con los españoles ubicados frente al convento a la espera de hacer una nueva tropelía en las costas del Paraná. Los quiere reunidos fuera del patio cerca de las tres de la mañana y que descansen lo máximo que puedan, no sin antes haber ingerido agua y quien prefiera un trago pequeño de aguardiente. El capitán Bermúdez sale detrás del coronel, igual que los tenientes Pringles, Díaz Vélez, Maldonado y Vergara.
Bajó como un rayo de la espadaña mientras un bosquejo colorado de cielo asomaba por el horizonte. Se encuentra con Lord Parish Robertson, un comerciante inglés en el Río dela Plata, y desafiante en la escalera con sable en mano le dice que en dos minutos estarán sobre los godos que ya habían desembarcado ante la atenta mirada del joven coronel correntino. Va hacia el patio, encuentra a sus granaderos ya montados bajo la supervisión del capitán Bermúdez y tras subirse al caballo del vasco ayudado por su edecán, comienza la arenga en voz alta. Son las cinco y media de la mañana, ya los primeros contornos de sol se vislumbran rápidamente en cada palabra que el coronel transmite con suma energía y sable en mano. “A matar o morir por el bien de nuestra Patria, a liquidar a esos godos sin dejar a uno solo vivo, a ser partícipes de la victoria que se escribirá en las gloriosas páginas de la historia forjadas por ustedes, soldados jóvenes llenos de orgullo y patriotismo…” “Vivala Patria”… y se respondió de la misma manera, con hidalguía.
Le indicó al capitán Bermúdez que debía salir por la izquierda del convento al mando del segundo escuadrón, con el teniente Díaz Vélez como segundo comandante y el teniente Maldonado como tercero. Inmediatamente la tropa, de unos 120 hombres, de dividió en dos y se posicionó en los flancos mientras un nutrido grupo de hombres vestidos de uniformes blancos y morriones negros avanzaba a punta de bayoneta desde el lado del río dividido en cuatro cuadros. La carga de los Granaderos fue terrible. Muchos de los godos cayeron pisoteados por los caballos y rematados por las tercerolas de los patriotas, otros degollados o ensartados en las filosas lanzas. Del lado derecho pasa algo extraño. El coronel San Martín cae impulsivamente al piso por haber sido muerto su caballo de un disparo de cañoncito y lucha por zafar, pero no puede. En segundos aparece un realista dispuesto a matarlo; sable en mano el jefe se defiende y recibe una herida en la cara. Un arriesgado y oportuno soldado de San Juan, Baigorria, levanta con su lanza al realista, atravesándolo de par en par. Otro, uno medio morocho, de barba, Cabral, lo saca de la incómoda situación casi agachado pero es herido de dos bayonetazos, uno en los pulmones y el otro a la altura del hombro. El realista cae fulminado por un tiro del cabo Sosa Medina y el coronel puede montar de nuevo. La victoria de los Granaderos se consumió en menos de quince minutos.
El capitán Bermúdez yace en la celda de fray Humberto y sus gritos son desgarradores. Ha perdido la mitad de su pierna izquierda, producto de un cañonazo disparado desde los barcos. Muy cerca de él, en un improvisado catre del comedor de los religiosos, el teniente Díaz Vélez está quieto con los ojos abiertos. Tiene una bala que le entró por la frente, pero aún respira. El coronel le toma la mano y con mirada de padre fraterno le brinda algunas palabras de aliento. El lugar es caótico. Los quejidos van y vienen, retumban en las paredes; son soldados heridos, de uno y otro bando. Muchos morirán ese mismo día. Luis Antonio Gelvez clama por la vida de su hermano, que lentamente se apaga en sus brazos. El cabo Sosa Medina pide por su amigo Ramón Saavedra, que aún tiene en su vientre cuatro balazos hechos a quemarropa. No resistirá. Bermúdez sigue clamando; delira. Quiere ver a su hija, pero no sabe que quedará su cuerpo en San Lorenzo. Finalmente expiró, desangrado, desnudo, cubierto por una manta, con el muñón de su pierna a la vista. El coronel supo del sufrimiento de sus hombres y por eso los enalteció en el parte del combate, debajo de un inmenso pino. El intenso calor reinante no fue motivo para que el oficial correntino firmara ese memorable papel con su propia sangre.
A la memoria de los soldados caídos en la acción de San Lorenzo: capitán Justo Germán Bermúdez, teniente Manuel Díaz Vélez, sargento Domingo Porteau, cabo Ramón Epifanio Amador; Granaderos Juan Bautista Cabral, Feliciano Sylvas, Ramón Saavedra, Domingo Soriano Gurel, Blas Vargas, José Ramón Márquez, José Manuel Díaz, Juan Ario Luna, Basilio Bustos, Julián Alzogaray y José Gregorio Franco Fredes.
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