Espectáculos

La batalla celeste de Andrea

Encerrados  en el juego televisivo, los actores comienzan a creerse para sí aquello que le hacen creer a la gente. La  protagonista de "Alguien que me quiera" es un ejemplo cabal.  Escribe Leonel Giacometto/El Ciudadano

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Actuar no es fácil. Más bien es algo heroico y algo maligno que se conjuran, simultáneos, en alguien a cualquier edad y con la ambición casi idéntica y desmesuradamente infantil (peligrosa es un decir) de “ser otro siendo uno” y que eso provea de comer en la vida ordinaria. Vengan de donde vengan, sean quienes sean, vayan hacia donde vayan, con más o menos plata, con la infancia destruida o la pubertad ilusa, con más o menos repercusión y con la reputación algo perecedera, siempre, entregados a cierta operatividad caníbal de la ficción televisiva o literalmente muertos de hambre en algún teatro de alguna provincia, los actores están siempre en una zona intermedia entre este hoy que vivimos todos (juntos) y otro espacio, casi delineado personalmente por ellos mismos. Un arte realmente humano que ellos, los actores, van gestando a partir de su propia entrega, de lo que creen que están entregando y que construye, a fin de cuentas, lo que ellos desean como certeza de su fe. Otra no hay para actuar, y hay que dejar de lado aquí a los que dicen actuar y sólo andan a “la caza de tus ojos”, pero nada más.

Los actores de televisión son una especie, al menos, extraña porque, jamás sabiendo exactamente qué es lo que la gente ve en ellos pero siempre recibiendo una especie de empatía que ellos mismos llaman “afecto”, no pudiendo actuar casi para nadie, salvo para los técnicos y un director (las más de las veces) desatento al gesto, encerrados horas dentro de un juego televisivo del que abusan y del que son abusados, los actores de la televisión comienzan a creerse, para sí, aquello que les hacen creer a la gente. Ahí es donde, por dinero o vaya a saber por qué, algunos padecen ceguera. Y así esa nueva creencia que excede la actuación corre por el mismo cauce heroico y maligno por la cual fue gestada, reduciendo las posibilidades, digamos, mágicas del asunto. Esto último es lo actuado y, seamos claros, todo se vuelve más chato, más literal, más previsible y hay actores que la adaptación a la realidad la ven como poco saludable y aspiran a construir aquello que entregaron en forma de personaje. A cualquier precio, a veces, viendo sin ver, haciendo como si. Será por eso, entonces, que Andrea del Boca, en algún momento de su carrera vio y sintió un desfasaje entre lo que era su vida y lo que había afuera, donde la gente la amaba (y la ama). Y será por eso que, desde entonces, no pega una con su vida amorosa y hoy por hoy, desde la televisión, prepara un nuevo conjuro.

El primero de los intentos de Andrea del Boca por, de alguna manera, expurgar a través de la actuación la cruel circunstancia de una realidad a la que no logró adaptarse del todo, fue fallido y fue una telenovela en 2005. “Sálvame, María” se llamaba y ahí su salvador era Juan Palomino. Hoy por hoy conjura el segundo exorcismo actoral y lo hace en “Alguien que me quiera”, la nueva tira hipercostumbrista de Polka. Aquí Palomino no es redentor sino motivo para que ella pueda, a su modo, lograr darle forma desde la ficción a su propia realidad, ser la otra que no puede y quiere ser, digamos. Al parámetro real es al que Andrea del Boca le tiene miedo, como todos, y por eso se inventa de nuevo en el personaje de una mujer que, “ya en edad”, estando enamorada, sufre la agresión (verbal, física y moral) de su propio amor y escapa hacia otra realidad, lejos del mal (siempre acechante) y cerca de Osvaldo Laport, que alguna vez anduvo semidesnudo en las pantallitas de todos los hogares argentinos y hoy anda de cafetero, haciendo de deslucido y mal entrazado, como queriendo encontrar un nuevo motivo para erotizarse, a pesar del paso del tiempo (y los cirujanos).

Dicho sea de paso, no hay que olvidar, después todo, que este nuevo y renovado intento de Andrea del Boca sucede en una tira de Adrián Suar y, si no llora como lo esperan todos y como lo hizo en el primer programa, es posible que Laport se deprima y Susú Pecoraro gane terreno y tenga su escena de amor con Miguel Ángel Rodríguez encerrados en la cámara frigorífica de esa carnicería dentro de ese mercado inventado y tan poco creíble, aún.

Andrea del Boca, este año, en octubre, cumplirá 45 años y su edad coincide casi con su carrera, con su actuación. Está vigente, si ésta es la palabra y, a pesar de la poca vida mediática que tienen las heroínas de telenovelas (¿Dónde estará Grecia Colmenares?), Andrea del Boca, con todo y vida personal mediante y a cuestas, sigue queriendo la querencia de un hombre que la bese y la ame hasta el hartazgo.

Aún no tenía un año y ya estaba en los brazos de una actriz dentro de un estudio de grabación de un canal de televisión haciendo de bebé varón. Desde entonces no supo hacer otra cosa que actuar frente a cámaras, que no es poco. De nena (nenita) huérfana, pasando a muchacha pueblerina (también huérfana), siempre, como en todas las telenovelas, un problema familiar se cruzaba con el descubrimiento del amor (no correspondido al principio, correspondido al final). Y siempre llorando Andrea del Boca. Sus lágrimas corrían libres de las ataduras de la impostura que a veces exige la actuación y la velocidad de los impulsos en la televisión, del género medio híbrido del tono de las telenovelas. Pocas lloraban como Andrea del Boca. Se le llenaba la cara de lágrimas con una verosimilitud pocas veces vista en la tele. Recursos no le faltaron nunca, a pesar de que, a veces, hoy por hoy, hace fuerzas por retener un humor que la esquiva. Pero, a “ése” algo que siempre ilumina y condena a ciertas personas con el llamado “don” de la actuación, se le suma, en Andrea del Boca, una familia (padre director y productor de casi todo su pasado, hermana vestuarista y cuñado libretista) que, desde el vamos, desde el nacimiento, tuvo la premisa de convertir a su hija en un producto televisivo sensible, es decir, en una máquina de producción sentimental. Andrea del Boca era hermosa llorando y riendo y hasta cierta edad se la vio en la pantalla con una especie de aureola de, digamos, inocencia romántica, de poca contención pero de ilusiones espontáneas y enormes. Hasta que algo sucedió.

Tuvo muchos galanes pero ninguno la enloqueció tanto de amor como Silvestre, en los ochenta del siglo pasado. Lo de enloqueció es un decir, un estado de las hormonas de Andrea del Boca que, después, bajo presiones parece, tuvo que reprimir y dejar al cantante actor para, unos años después, enrolarse en las filas de las jóvenes actrices con señores mayores. Entonces se enamoró del director de cine Raúl de la Torre y hasta, quizás, Andrea, en alguna ensoñación medio construida desde un guión, creyó que con De la Torre encontraría lo que encontraban sus heroínas de la tele: redención a través del amor, consumación de estados, deseos de telenovela, ardor en las posibilidades. Pero no funcionó mucho la relación y se desilusionó otra vez. Apareció un financista norteamericano que le prometió, dicen, amor y carrera en Hollywood. A Estados Unidos entonces se fue Andrea del Boca a perfeccionar lo que mejor sabe hacer: actuar. Se metió con la mujer de Lee Strasberg y hasta, dicen, anduvo de reuniones con el ex presidente Menem por una versión de la todavía no filmada por entonces ópera rock “Evita”. Hasta dicen que Robert Redford la iba a dirigir. Pero tampoco funcionó nada de eso y se volvió a vivir a la Argentina, donde siguió su carrera. Se la vinculó amorosamente con Gerardo Sofovich y con Alberto Rodríguez Saa (el hermano del que fue secuestrado y sodomizado extorsivamente) pero, recién empezado el 2000, Andrea del Boca, ya treintona, en el horizonte mediático, no sólo era famosa por sus telenovelas (“Estrellita mía”, “Perla negra”, “Celeste”, “Zíngara”, entre otras) y uno que otro hit musical (canta, también), sino por su (reiterada) mala suerte con el amor. Y eso, quizás en la construcción que se hizo de sí misma ella, tan confiada siempre en sus ficciones pero un poco cacheteada ya, empezó a pesarle un poco.

Qué se le cruzó por la cabeza, qué goce estético se le mezcló, con qué exageración de lo propio, qué apuro se le presentó ahí, voraz, para, en un abrir y cerrar de ojos, dicen, sacarle el novio a su mejor amiga (Lucía Galán, otra maltratada por la vida amorosa), enamorarse (o creérselo), quedar embarazada, separarse abruptamente y comenzar, desde entonces, una vida que, seguramente, no entró jamás dentro de sus posibilidades. Nunca lo sabremos pero ahí fue cuando, tal vez, dejó de creer un poco en su origen, en su familia y sus telenovelas y empezó a ver la vida tal como lo que es. Apurada, entonces, se reinventó. Hizo lo que pudo, actuaba raro, lloraba poco en la ficción y mostraba moretones con forma de Groenlandia en los programas amigos (Susana Giménez). Las cosas se le mezclaron, eso se veía por la tele, la suerte le jugó pasadas raras afuera y adentro de la televisión, y hasta tuvo que conducir programas donde el eje disparador fue su desdicha amorosa (real). Había siempre, en ella, una sensación de estar actuando siempre y de dejar en claro, también, cuán real era lo que le estaba sucediendo, por entonces, con el padre de su hija, que la obligó a ser madre soltera, no por deseo sino por amor errado.

Con todo, lo que se ve en la tele es a una Andrea del Boca sobreviviente de ella misma, actuando con algún resplandor perenne, empeñada casi en reconstruir algo que nunca pudo tener, perdida en algún marasmo romántico de su niñez y adolescencia televisiva, en algún pasaje de alguna de sus telenovelas y transformada en un personaje que escapa de algo horrible, con el cuerpo más desacomodado pero la mirada intacta, esa mirada tan falsa y tan real que su familia le enseñó a construir para la televisión, y que ella ostenta, junto con sus lágrimas, como una batalla que aún no termina para ella, y de la que no conoce el final.

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