Diciembre 2001

Diciembre 2001: Crisis y tragedia

La alquimia de maderas y metales

La falta de asombro por muerte por desnutrición de niños en zonas donde se amalgaman viviendas de chapa, madera y polietileno, junto a la “falta de olla” y de changas, era el escabroso paisaje de los barrios precarios, mientras en el centro, las ollas se usaban para golpear las puertas de los bancos


Pablo Bilsky

Una casilla sobresale, se adelanta hacia la calle desde la monótona fila de viviendas. Son todas casas iguales, construidas con listones de maderas enmarañados con chapas y bolsas de polietileno, pero una se destaca, y frente a esa casilla puede observarse un raro arbusto que también sobresale del conjunto. La planta tiene flores blancas que se recortan nítidamente sobre el tono terroso, opaco, que predomina en el barrio toba conocido como “de la hermana Jordán”, en la zona de Empalme Graneros. “Allí están velando a la chiquita”, dice alguien señalando la casilla que sobresale, y entonces las características distintivas de esa casa y su raro arbusto blanco adquieren un valor estremecedor y misterioso. La beba de siete meses que estaban velando había muerto pocas horas antes. Padecía desnutrición crónica.

La muerte no parece ser aquí un hecho escandaloso. “Es cosa de todos los días”, repite hasta el cansancio Eduardo, agente sanitario que pertenece al Hospital Centenario y que actualmente cumple tareas en el dispensario Pablo VI, ubicado en México y Génova. “La nena estaba hecha un esqueleto, su estado era impresionante”, aseguró la monja. “La madre le estaba dando algo para tomar. La beba sufrió un ahogo y enseguida murió”, contó la religiosa.

La desnutrición es solo una de las formas que adquiere aquí la precariedad de la vida. También circulan por esta zona las drogas más baratas, las más adulteradas y dañinas, y todo indica que con las sustancias ilegales pasa lo mismo que con los alimentos: lo poco que se consigue es siempre lo peor de lo que existe en el mercado.

“También hay violencia familiar, abandono, tuberculosis, raquitismo, anemia y violencia de todo tipo”, dijo Martínez.

“A la noche es imposible pasar por aquí” agregó. “Las mismas personas que nosotros ayudamos de día son los que después a la noche te aprietan y no te dejan pasar. Acá no entra la policía. Acá no hay leyes, la gente del lugar pone sus propias leyes”, contó, y en ese mismo momento dos jóvenes pasan al galope. Utilizaban frazadas mal dobladas a manera de montura. Los vecinos los definieron como una suerte de “chicos malos” del barrio.

La leche, un bien codiciado y escaso

Los jóvenes casi atropellan al grupo de cronistas que recorría el barrio visitando chicos desnutridos y preguntándoles a sus padres “cómo se sienten viviendo en la miseria”.

Los cronistas y colaboradores conformaban un grupo heterogéneo. Parecían turistas arremolinados como polluelos alrededor de un guía.

En el barrio toba hay muchas cosas que llaman la atención de las personas que no son de allí. La leche es un bien preciado, codiciado y escaso. “La gente me viene a pedir leche con desesperación. Y nunca hay suficiente”, señala una vecina. Según los códigos del barrio, los alimentos se dividen en dos grupos: por un lado la leche y, por otro, los que son “para la olla”, los sólidos.

Martínez utiliza la expresión “falta de olla” para referirse a los problemas nutricionales. “Perdónenme –se disculpa–. Me acostumbré a hablar así para que la gente de acá me entienda”. El profesional había ya aprendido el código, pero las personas que no pertenecen al lugar tienen problemas para buscar las palabras que permitan pensarlo y describirlo.

“Está jodido en serio. Hace un año que no tengo laburo, que ni siquiera me sale una changa, nada, más de un año”, dijo. Apareció caminando despacio entre las casillas.

Tenía una expresión triste, pero a la vez segura y decidida: “El hombre que no es capaz de poner un plato de comida en la mesa no es un hombre, no es un hombre de verdad”, agregó.

Un llamado desde la redacción produjo un cambio de escenario. Aunque las ollas siguieron siendo un denominador común, quizás: “Vayan para el centro que hay quilombo con los ahorristas, están queriendo romper los bancos”, dijo el jefe de sección al teléfono.

El sonido metálico se escuchaba mucho antes de llegar a calle Santa Fe. Las muecas fijas, amargas en los rostros. Las miradas torvas y a la vez llenas de miedo. Los gritos que, de tan repetidos, se desgranaban en el aire convertidos en un cacareo, o en una súplica-amenaza in extremis. “Choros, chorros, devuelvan los ahorros”, era la consigna que más lograba destacarse entre el estruendo del choque de las cacerolas contra las cucharas.

Había ollas, como en el barrio, pero cumplían otra función. Y las chapas que habían colocado los bancos para defenderse de la furia de los ahorristas eran más prolijas y más fuertes que la de las casillas.

“Tenía el dinero ahorrado, después de años de sacrificio, para pagar una operación programada. Esto es una condena a muerte”, gritó, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, un hombre muy mayor.

El 1 de diciembre de 2001 el gobierno de Fernando de la Rúa, a instancias del ministro de Economía Domingo Cavallo, había decretado la inmovilización de los fondos depositados en cuentas bancarias con límites y restricciones a la extracción de dinero efectivo por parte del público. La medida afectaba a cualquiera que tuviese depositados en los bancos una cifra mayor a la de 200 pesos, el límite autorizado para extraer por semana. Las estimaciones de la cantidad de afectados sumaban los 12,3 millones entre personas físicas y jurídicas por un total de casi 70 mil millones entre pesos y dólares de los cuales el 55 por ciento corresponde a personas físicas. El 58 por ciento de las personas físicas tenían depósitos menores a los 25 mil dólares/pesos. La medida tuvo gran impacto sobre sectores de clase media-media y clase media-baja, con escasa o mediana capacidad de ahorro.

Por esos agitados días de diciembre de 2001 se acuñó la frase “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Tuvo una vida efímera. Cuando esos sectores de la clase media recuperaron sus ahorros, todo volvió a su cauce histórico. Diversas porciones de la clase media volvió a ocupar su incómodo lugar definido por el miedo-rechazo a los pobres (temor al descenso social) y un repudio (a veces violento y con distintas dosis y odio) a la militancia y a toda acción colectiva, en la calle, que es el espacio de la política.

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