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Aniversario

Joan Miró: cuarenta años sin el artista que se avizora eterno como las estrellas

Con una obra reconocible por la síntesis de sus trazos y paleta única, sus constelaciones y figuras de mujeres y pájaros, la impronta del artista catalán mantiene su vigencia a cuatro décadas de su muerte, acontecida el 25 de diciembre de 1983, consolidándose como uno de los grandes del siglo XX


Marina Sepúlveda, Télam
Con una obra reconocible por la síntesis de sus trazos y paleta única, sus constelaciones y figuras de mujeres y pájaros, su timidez y experimentación incansable en pos de un lenguaje propio que lo llevaron a la idea de “matar la pintura”, la figura del artista catalán Joan Miró mantiene su vigencia a 40 años de su fallecimiento, ocurrido un 25 de diciembre, consolidándose como uno de los grandes artistas del siglo XX.

Desde muy joven sabía que lo suyo era el arte, la pintura, algo que afirmó ante sus padres a los 19 años no soportando el trabajo contable. Recuperado de la crisis emocional y física en la casa familiar en Mont-roig, un pueblo rural del sur de Cataluña que fue fuente de inspiración y refugio durante toda su vida, Miró estudió en la academia de arte de Francesc Galí, quién lo introdujo en un modo particular de abordar la práctica artística además de acercarle las últimas tendencias del fauvismo y el cubismo.

Joan Miró i Ferrà, tal su nombre, nació en Barcelona un 20 de abril de 1893, y falleció en Palma de Mallorca en 1983.

En 1918 tuvo su primera muestra, que no fue bien recibida, y dos años después viajó por primera vez a París, la ciudad que potenció el intercambio de ideas y experimentaciones entre artistas y poetas en los barrios de Montparnasse y Montmartre, donde el alquiler era más barato. Es la época de su etapa detallista como en Tierra labrada (1923) y una visión poética de lo rural alejada de la representación, o la abstracción del cubismo, y de profundización de sus conocimientos sobre las vanguardias.

Luego vendrá el surrealismo y lo onírico plasmado en sus pinturas, y como decía el poeta Andrés Breton al que conoció en 1925, Miró era el más surrealista de todos.

Cuentan que Miró, que pasaba penurias económicas en París durante 1924-1925, se basó en las “alucinaciones” provocadas por el hambre para algunas de sus icónicas figuras y personajes, como los que se observan en El carnaval del arlequín. Pero detrás de esto, su creatividad e inquietud lo llevaban más allá de categorizaciones y movimientos. Algunas de sus obras son Pintura poema (1925), Perro ladrando a la Luna (1926) o La Liebre (1927), siendo las dos últimas pinturas de su serie paisajes imaginarios.

El artista expuso en distintas ciudades como París, Barcelona, Madrid, Bruselas y Nueva York, entre 1926 y 1927, y creció en popularidad y estabilidad económica.

Una de sus obras más icónicas de esta época es Mano atrapando un pájaro(1926), con una mano blanca sobre fondo azul . A partir de sus viajes a Países Bajos surge su serie Interiores holandeses donde reelabora los clásicos de la pintura neerlandesa del siglo XVII. Allí conoce al artista Alexander Calder, se interesa por el collage buscando la simplicidad, respondiendo a la idea de “asesinar la pintura” que había formulado ya en 1927, como modo de superar lo pictórico tradicional.

En 1929 se casó con su esposa Pilar Juncosa con la que tiene una hija. La crisis económica de Estados Unidos lo hace volver a Barcelona tiempo después.

En los años 30 se distancia del surrealismo y aparecen las preocupaciones por el contexto político que se estaba viviendo, que surgen como anticipatorias en algunas de sus obras de la Guerra Civil Española de 1936 que lo lleva a un autoexilio en Francia, donde denunció el horror de la guerra.

De estos años son sus obras Caracol, mujer, flor, estrella (1934), donde dibujó también las palabras, o una representativa Hombre y mujer frente a un montón de excrementos (1935), piezas que marcaron su giro estilístico con figuras inquietantes de seres deformes y solitarios a las que llamó “pinturas salvajes”, donde abandonó la pintura plana y los colores puros portando por el claroscuro.

Cautivado por el paisaje de Normandía, donde había ido a vivir, se alejó de las pinturas salvajes, y pintó Mujer y cometa entre las constelaciones (1937), considerada como una evasión ante la realidad.

Doce años menor que otro de los grandes artistas de la época como Pablo Picasso, del que fue amigo desde 1917 cuando se conocieron en Barcelona, el paralelismo de ambas trayectorias artísticas, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial, fue presentado en la muestra que este año les dedica hasta finales de febrero la Fundación Joan Miró junto al Museo Picasso de Barcelona bajo el título Miró-Picasso, en coincidencia con la conmemoración del 50° aniversario de la muerte de Picasso y el 40° de Miró.

El catalán le dedicó a su amigo Mujer, pájaro y estrellas como homenaje, la cual pintó entre 1966 y 1973.

Ambos tuvieron encargos de la República para el pabellón de España en la Exposición Universal de 1937, Picasso presentó su Guernica y Miró diseñó un afiche con la leyenda “Ayudad a España” y el mural El Segador, de cinco metros.

Regresó en 1940 a España, desplazado por el avance del nazismo que lo obligó a dejar Normandía, en la que se había refugiado y donde comenzó una etapa introspectiva estética con su serie Constelaciones (1940-1941), inaugurada con la obra La salida del sol (1940) e integrada también por El pájaro maravilloso revela lo desconocido a una pareja de amantes (1941) y La estrella matinal (1940). Son obras en las que representa pájaros, estrellas, mujeres de figuras estilizadas que une por medio de líneas delgadas.

El regreso se instaló en Palma de Mallorca, donde era poco conocido y quedaba a resguardo del régimen franquista, y hacia 1942 se instaló en la casa de sus padres en Barcelona.

En 1944, Miró vuelve a pintar en lienzo, después de haberlo hecho sobre papel, donde depuró el estilo de sus constelaciones, combinó colores puros, e introdujo el dripping y el frottages.

Y en 1956 se radicó nuevamente en Palma de Mallorca, en la casa taller diseñada especialmente por su amigo Josep Lluís Sert. Allí Miró reunió por primera vez su producción a la que inspeccionó en perspectiva, reflexionó sobre su trayectoria y “depuró” su lenguaje, obsesionado en evitar el estancamiento creativo, como señalan los expertos, aportando nuevas derivas en una búsqueda iniciada a principios del siglo XX que en proceso de introspección lo llevó a la simplificación de su universo, despojándose de elementos superfluos y buscando la sencillez.

Recién después de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, le llegaría el reconocimiento internacional, el interés por su obra en el mercado y la primera retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y muy tardíamente en Barcelona, que recién en 1968 comenzó a ser conocido localmente más allá de sus amistades y colegas.

Pero recién después de la muerte de Francisco Franco en 1975 y la llegada de la democracia en España, recibió un reconocimiento como la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1980).

Sus obras, que abarcan desde pinturas, dibujos, unas 500 esculturas, murales, su incursión en la cerámica y el tapiz, se encuentran en ciudades como Barcelona, París, Chicago, Milán, Houston, Madrid, Washington, Palma y Saint-Paul-de-Vence, perviviendo algunas de ellas en espacios públicos, como el Mural de la Luna de la Unesco en París, inaugurado en 1958 y que amplificó su éxito; grandes museos y otras instituciones como el madrileño Museo Reina Sofía. Precisamente, este museo fue el que prestó las obras de su colección para la muestra Miró: la experiencia de mirar, realizada en 2017 en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Miró también escribió poesía, mezcló texto, dibujo y collage en su obra e incluso sus ilustraciones se fusionaron con las palabras, como definían las curadoras en la reciente muestra Miró-Picasso.

Pero también el artista incursionó en la escenografía y el vestuario al que dotó de su particular imaginario, dos para los Ballets Rusos, la compañía dirigida por Serge Diaghilev, donde colaboró con Marx Ernst para una adaptación de Romeo y Julieta estrenada en 1926. Luego, en Juego de niños de George Bizet y la coreografía de Leónide Massine, en 1932. Y a mediados de 1970 un espectáculo basado en el personaje Ubú de Ubú Rey de Alfred Jarry, del mismo modo que en sus últimos años en los que diseñó esculturas monumentales.

En ese diálogo constante con la escena artística, Miró estuvo influenciado por el expresionismo abstracto estadounidense con exponentes como Pollock o Rothko, y la defensa de la espontaneidad y lo gestual en la creación. Y por otro lado, sus viajes a Japón renovaron el interés por la cultura oriental, país donde en 1966 le dedicaron una retrospectiva. De esos años son Azul II (1961) y El oro del azur (1967).

A principios de este año, el Museo Guggenheim de Bilbao le dedicó la muestra Joan Miró. La realidad absoluta. París, 1920-1945, centrada en la etapa parisina del artista, una propuesta que aún puede recorrerse como visita virtual a través de https://www.guggenheim-bilbao.eus/exposiciones/joan-miro-la-realidad-absoluta-paris-1920-1945. Mientras que en la Fundación Miró de Barcelona tendrá lugar la muestra Miró-Matisse, y a partir de septiembre, el Museum Beelden aan Zee de La Haya (Países Bajos) dedicará una exposición a su obra escultórica.

Su sueño fue la creación de la Fundación Miró Barcelona que abrió sus puertas tres años después de ser creada en 1975, y la de Palma en 1981, en el sitio que fuera su taller, y se consolidó como espacio para el fomento del conocimiento del arte contemporáneo.

Luego vendrá póstuma, en 2013, la Fundación Más Miró en Mont-roig del Camp, en otro lugar que fue también taller del artista que pintaba en amarillo, rojo, azul, blanco y negro y cuya obra estuvo atravesada por su incesante búsqueda creativa y la historia como huella.

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