Observatorio

Adiós al maestro

Jean-Luc Godard, el gran explorador de imágenes y formatos, siempre moderno y vanguardista

El cineasta franco-suizo, uno de los fundadores de la llamada Nouvelle Vague y realizador de más de 100 títulos, asumió en su obra compromisos políticos y tuvo tal afán transformador que revisó las relaciones entre imagen y palabra en su íntima relación de significación. Murió a los 91 años


Se hace difícil mencionar los aspectos más destacados de un cineasta como Jean-Luc Godard sin citar aquellos que definieron su trayectoria y su modo de entender el lenguaje cinematográfico. Miembro insigne de la Nouvelle Vague junto a Eric Rohmer, Claude Chabrol, Jacques Rivette, François Truffaut, Agnes Varda, entre otros a esta altura, ya definitivamente, maestros; pionero de una puesta en escena que daría un soplo de aire fresco sobre el cine francés de fines de fines de los cincuenta; artífice de un modo de narrar con climas, urgencias, glamour y precisión fenomenológica; explorador en profundidad de los lenguajes y soportes fílmicos que definió primero una seductora forma de narrar en títulos como Sin aliento (1960) –a la que  el crítico norteamericano Robert Eggers mencionó como el film iniciático del cine moderno–; Una mujer es una mujer (1961), Vivir su vida (1962), El desprecio (1963), Alphaville (1965), La chinoise (1967), caracterizados por tomas con cámaras al hombro, diálogos existenciales, perspicaces e irónicos,  y montajes con elipsis y cortes de salto.

Más tarde se desplazaría hacia una búsqueda más intensa indagando no solo sobre las realidades de ciertos conflictos internacionales que modelaban el mundo en cada época sino sobre terrenos muchas veces inéditos de la filosofía, la moral, la ética, la literatura, la historia, el mismo audiovisual, por nombrar algunos. Tempranamente había asumido para su obra la licencia de modernidad y de libertad para expresar su pensamiento, porque nada hace dudar que su cine sea la expresión cabal de una idea sobre el mundo y sus calamidades. En el medio también hay ternura, generosidad o solidaridad, pero su narrativa está íntimamente ligada a descorrer las capas que ocultan cierta descomposición social.

Contemporáneo hasta la médula

Permeable a una estética que connotara belleza y argumento, comprometido políticamente con causas perdidas –Palestina, los países de Medio Oriente invadidos y saqueados–, consumado artillero para dar en el blanco de las miserias del capitalismo primero y el neoliberalismo como su continuador natural por obra del egoísmo y la miserabilidad de los poderes económicos cada vez más concentrados, Godard representaría una suerte de vanguardia permanente ocupándose de los sucesos públicos –religión, política, belicismo– con una audacia y una imaginación deslumbrantes en la búsqueda de develar aquellos aspectos que no aparecían en los medios.

Palabra e imagen –siempre en orden aleatorio– corporizaron esa idea que guardaba del mundo, sobre la segunda mitad del siglo XX y los inicios del XXI. Contemporáneo hasta la médula, intentó absorber su época para devolverla en imágenes porque confiaba en la fuerza que podían tener, incluso como instrumento de rebelión, de agitación. Su participación en el grupo Vziga Vertov sería un acabado ejemplo de esta práctica cuando reveló el grado militante que podía tener el cine dando cuenta de las huelgas y las represiones a obreros, es decir, entendería que también el cine tenía funciones para, al menos, iluminar zonas de conflicto e intereses y desmitificar realidades.

Un afán transformador

Se hace cuesta arriba nombrar dos o tres títulos que podrían resumir la obra de un realizador que tiene más de cien en su haber. Probablemente el gran público –si es que todavía eso existe– rememore más fácilmente su primera etapa, la de El soldadito (1963), Los carabineros (1963), Banda aparte (1964), Pierrot el loco (1965), donde rescata recursos de los autores clásicos norteamericanos para implementarlos desde una mirada innovadora y punzante sobre los elementos compositivos en juego, captando lo que podía surgir de los intersticios de la cultura de época, de ese tiempo en que Francia –y Europa toda–restañaba las profundas heridas sembradas por la Segunda Guerra y ejercía triunfante un capitalismo que mostraba sus garras.

Hay además un asunto en Godard que lo diferencia de buena parte de sus colegas, es su afán transformador que lo llevaba a despojarse de las capas asumidas en una producción –de cualquier tipo que fuesen– para experimentar otras y revisar las relaciones hacia adentro del cine, como ocurrió con su singular mirada al siglo XX a partir de la monumental Histoire(s) du Cinéma. No pocas veces se ha escuchado que Godard filmaba cada nueva película en contra de anterior, pero más allá de que de algún modo esto pueda verse así, es más notable su curiosidad por andar otros nuevos territorios de lenguajes y formatos. La aparición y uso del video en su obra se produce como una forma de ruptura y es notable el uso que pudo hacer del soporte, incorporando sus posibilidades de artefacto narrativo para reflexionar sobre el acto de creación, sobre el modo de contar una historia, porque en definitiva todo hace suponer que el tema latente en su obra era el mismo cine.

Godard dijo alguna vez en una entrevista del diario Libération que “el cine es extremadamente interesante porque permite imprimir una expresión y después, al mismo tiempo, exprimir una impresión”; lo había dicho hace mucho, cuando terminaba la década del 70 y él encaraba títulos como Sálvese quien pueda (1980), Pasión (1982), Carmen, pasión y muerte (1983), Detective (1985) o la emblemática Yo te saludo María, también de 1985, reinventándose todo el tiempo y logrando ante cada propuesta generar muchísimas expectativas. Ver la “nueva” de Godard podía significar todo un acontecimiento entre legos y entendidos porque pese a que su obra generó rechazos de cierto público afecto a un cine digerido, no eran pocos quienes aguardaban cada título con exaltada curiosidad y no se exagera si se dice que, en conjunto, su cine es accesible a un variado espectro de público.

En el último festival de Berlín, el de febrero de 2022, en el documental de una de sus colaboradoras, Mitra Farahani, llamado À vendredi, Robinson, Godard aparece mirando a cámara como si observase las dos décadas del nuevo siglo con la serenidad bestial de quien fue testigo de los turbulentos últimos cincuenta años del siglo XX, rememorando tal vez sus múltiples vidas y reencarnaciones, siempre moderno y vanguardista, como lo prueba su magnífica El libro de las imágenes (2018). Y casi como si quisiera experimentar una de las formas de la muerte, Jean-Luc partió este último martes a través de un suicidio asistido. Nada menos que explorar otra tierra incógnita.

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