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Pensar las violencias

Inseguridad en Rosario: la pérdida del lazo colectivo solidario potencia expresiones de violencia

La psicóloga Marisa Germain dijo que la complejidad del asunto requiere una respuesta fuera del punitivismo y la necesidad de problematizar de otra manera. Parte del aumento de la violencia se explica por la pérdida de la barrera moral con el otro. Y hay necesidad de refundar el pacto de convivencia


La escalada de violencia en Rosario, con cuatro trabajadores asesinados en cinco días, puso a la ciudad en la agenda nacional y el temor se apoderó de las calles. La postal de una ciudad vacía y paralizada hizo recordar a los días de confinamiento por la pandemia, unida a la sensación de que cualquiera puede ser la víctima y nadie sabe cómo protegerse. Frente a eso, la respuesta del Estado, con la llegada de agentes de las fuerzas federales, sumó la sensación de que cualquiera puede ser sospechoso, en otra postal conocida por su fracaso en ensayos previos.

Para la psicóloga Marisa Germain es necesario atender la complejidad de la problemática que involucra a otros actores sociales y requiere de otro tipo de respuestas, más allá del punitivismo. Entiende que parte del aumento de la violencia se explica por la pérdida del lazo social colectivo, en retroceso desde la década del 90, en parte por la falta de inversión estatal en políticas públicas que garanticen espacios de sociabilidad, sumado a la creciente pérdida de derechos laborales cuya defensa ocupa gran parte de las actividades antes destinadas a lo recreativo.

Frente a una época donde predomina la tendencia al individualismo, el acceso a tecnologías da la posibilidad de aislarse en plataformas virtuales que distancian del contacto corporal y social.  

Para Germain, el aumento de la violencia y la pérdida de las condiciones de igualdad atentan contra una democracia que se muestra débil y debe reconfigurar el pacto de convivencia entre sus habitantes. La salida podría encontrarse en la promoción de nuevas formas de encuentro y en respuestas que contemplen otros parámetros más amplios y solidarios. 

—¿Cómo analizás la situación de violencia que atraviesa Rosario?

—Enfatizar cualquier elemento causal de esta situación, excluyendo otros, es un camino errado. Enfatizar, por ejemplo, que esta situación se debe a una respuesta en términos de venganza de las bandas, es reducir la dimensión de este problema y provoca un efecto de incapacidad de comprender. Cuando no podemos entender completamente qué está pasando, o cuando simplificamos la explicación, tendemos a suponer que las soluciones son más fáciles de lo que en realidad podrían ser. Por ejemplo, controlar a las bandas narco.

El problema es considerablemente más complejo y está en la ciudad y la región desde fines de los 80. No hay estrategias de resolución inmediata. La solución no es incrementar el número de gendarmes en la ciudad. Las estrategias de solución requieren de una planificación mucho más compleja, de inversión y de grupos de distintas perspectivas disciplinares para intervenir, porque si se enfoca exclusivamente como un problema de seguridad, represión, prevención, tenemos un problema para solucionarlo.

La ciudad y la región vienen retrocediendo en prácticas colectivas hace décadas, lo que ha enfatizado los elementos de individualidad y de individualización. El lazo con otros en sociedad ha ido retrocediendo desde los 90 progresivamente. Una estrategia global es pensar cómo mantener, fomentar, sostener e invertir en modos de vida colectiva que nos permitan volver a estar en el espacio público a través de formas y de maneras colectivas. 

—¿Cuál es la responsabilidad del Estado en fomentar estas prácticas?

—El Estado tiene el grueso de la responsabilidad. Las políticas públicas requieren de mucha inversión y deben orientarse a garantizar la disponibilidad de esos espacios como, por ejemplo, la calle recreativa de los domingos, las canchas de fútbol, los centros de salud. En la actualidad estamos surfeando una ola que va en sentido contrario y trata de hacernos pensar que cualquier agente del Estado nos está robando, que es una especie de defraudador de la vida colectiva porque es un ñoqui, cuando es exactamente a la inversa. 

Otras formas de lo colectivo también han tenido batallas que les han impedido ocupar un rol que históricamente tuvieron. Por ejemplo, los sindicatos. Los clubes de los sindicatos eran espacios en los cuales estaba presente muy activamente el conjunto de los afiliados y su familia. Ha retrocedido, entre otras cosas, porque los sindicatos han tenido que dedicar muchísimo más esfuerzo a defender condiciones de vida y de trabajo.

Todos estos años de neoliberalismo nos han obligado a volcar energías y concentrarnos exclusivamente en la defensa de condiciones de existencia y no nos permiten sostener en algún sentido esta vida colectiva. Este lazo que tiene que ver con el disfrute ha retrocedido mucho, porque estamos todo el tiempo en una disputa por no perder más de lo que ya venimos perdiendo. La degradación de las condiciones del empleo también implicó que el tejido que soporta las relaciones sociales se empiece a romper. Cuando esos grupos de la sociedad civil retroceden, el Estado tiene que quedarse sosteniendo y no lo hace. El efecto es que los lazos con otros se debilitan.

—¿Cómo influye ese lazo debilitado y esta pérdida de lo colectivo en el aumento de la violencia? 

—Al debilitarse el lazo colectivo solidario, dejo de percibir a los otros como un equivalente, como un otro con el cual se tengo una obligación moral y una moralidad en común. Pierdo la barrera moral que me liga al otro, es decir, pierdo la inhibición que me impide, por ejemplo, ver una persona tirada en la calle lastimada y seguir caminando. El otro empieza a no importarme o a importarme menos. Eso posibilita no sólo la indiferencia, que es la manifestación más generalizada, sino la violencia. Se pierde el freno de inhibición que permite que yo no lleve adelante las manifestaciones más impulsivas de mi comportamiento. En los adultos se ha ido perdiendo el freno y los jóvenes no llegaron a adquirirlo. No se trata sólo de los jóvenes. Hay adultos que enuncian atrocidades. Eso es haber perdido los frenos de una moralidad mínima que pone de manifiesto que entiendo quién es el otro, qué le pasa y qué hago con el otro. 

—¿Por qué se llega a esta situación?  

—Esta situación derivó por la ruptura de formas de vida colectiva, aunque no hay una única clave explicativa. En los jóvenes no se instala, entre otras cosas, por el retroceso de la escuela en su forma más clásica. La eficacia social de la escuela se está perdiendo frente a otras tecnologías que avanzan mucho más y socializan como las redes sociales o internet. Los muy jóvenes se han socializado en un contacto que no es el corporal con otros. No es lo mismo que te socialices jugando con los compañeros en el recreo, empujándote, pegándote, saltando, donde para jugar con otros necesitás modos de cooperación que requieren de una corporalidad y adquirís noción de la consecuencia de tus actos, porque en un empujón le abriste el labio al compañero que se cayó al piso. Incorporás en un proceso cuasi corporal la relación con los otros. Cuanto más avanza la modalidad virtual menos corporal es el proceso de socialización y mucho más difícil de incorporar. Hay mucha diferencia entre vivir, criarse y socializarse en el vínculo corporal directo con el otro, que a través de una mediación virtual. En nuestra vida cotidiana hay mucha tecnología y nos formatea de otra forma. En este proceso de pérdida del lazo solidario de comunidad empiezan a desaparecer las formas empáticas. 

—En los últimos días se habló de una guerra donde el otro aparece como un enemigo; ¿existe un reclamo de punitivismo desde la sociedad y cómo repercute en el fomento de la violencia?

—A la sociedad se le presentan ofertas de cómo vehiculizar lo que siente frente a un determinado hecho junto con un modo de responder. Te ofrecen una construcción del problema y un modo de responder al problema. Se ha vuelto muy difícil plantearse otro modo de construcción del problema. Desde los 50 en adelante, desde el golpe de Estado contra Perón y hasta su regreso, en Argentina hubo efectivamente violencia regulada y había muchas armas en circulación en la sociedad. La gente no tenía miedo de salir a la calle a la noche porque el problema que se había construido socialmente y las formas de interpretar esa situación y de canalizar el ejercicio de la violencia era completamente distinta. Los parámetros eran otros. El problema eran los militares que toman el gobierno o el peronismo que queda proscrito. Como las variables de ese problema eran políticas, la situación de cómo se construye el problema, y la respuesta, eran otras. Entonces te podía generar miedo otra cosa, como participar en el sindicato y que te metieran preso, pero salir a las 4 de la mañana de un baile no te generaba miedo. A nosotros nos han construido un modo de pensar este problema y entonces el temor son los gatilleros, los sicarios jovencitos, la lucha entre las bandas, la circulación de drogas. 

Es necesario pensar la seguridad desde otros parámetros. La Policía como problema se planteó en esta provincia más de una vez, pero no se avanza en esa dirección. Los sistemas de lavado que implican las financieras o la salida por los puertos tampoco se revisa. La construcción del problema tiene claramente instalado un lugar donde apuntar y nunca se va más alto de un jefe barrial. Se toma a la actividad delictiva más capilar, pero nunca van para arriba. 

Por eso también aparece tan fuerte el descontento y la desconfianza con la respuesta. Como la han usado muchas veces ya sabemos que no funciona. No aparece construida, ni otra pregunta, ni otra formulación del problema, ni otras estrategias para responder. Aparecen estrategias otra vez súper individualistas o individualizantes como, por ejemplo, vender una puerta más segura, una cámara o un sistema de videovigilancia para la cuadra. Vender seguridad es un negocio, pero es una respuesta que no soluciona. 

—La posibilidad de que pidan DNI a ciudadanas y ciudadanos individualiza el problema y convierte a cualquiera en un sospechoso.

—No creo que se pueda responsabilizar ni a los jóvenes pobres de los barrios periféricos por tomar el camino que está disponible socialmente para hacer su vida -que es trabajar para el narco, porque no hay otros caminos disponibles-, ni tampoco se puede responsabilizar a la estructura policial por su corrupción, porque efectivamente no se ha hecho nada para evitar que eso pase, ni en la formación, ni en el salario. 

Además, le cuesta mucho a las distintas organizaciones políticas que forman parte del Estado tomar propuestas que implican largo aliento o una temporalidad mucho más larga. 

—¿Por qué creés que se da esa dificultad en la política? 

—No hay una sola causa. Las poblaciones a las cuales responde la política tiene demandas que se han vuelto más perentorias en el tiempo. Tenés que contestar y darles satisfacción inmediata. La impaciencia social es muy fuerte. Yo crecí en una sociedad donde nos socializaban en la paciencia y en la espera, pero esa lógica es cada vez más dificultosa. Por otro lado, seguramente hay sistemas de financiamiento de grupos que manejan plata negra en todas las estructuras políticas y sospecho que hay mucho vínculo entre circuitos de lavado de dinero y campañas políticas de diversos candidatos. El miedo seguramente es un motivo, y el carpetazo personal también, pero me da la impresión de que hay una idea de que las lealtades y las identidades políticas están en un proceso de descomposición. Antes la pertenencia a un partido era un elemento fuerte y garantizaba una continuidad. Ahora, que las identidades políticas son fugaces, es mucho más difícil pensar procesos a largo plazo.

—¿Cómo atenta esta situación contra la democracia? 

—Estamos viviendo en formas de democracia de baja intensidad. Ya se votó en la provincia de Santa Fe una legislación de emergencia en seguridad que tenía una serie de elementos restrictivos y violatorios de las condiciones del Estado de Derecho. Es una democracia que tiene muchas limitaciones en seguridad, pero tiene muchas más limitaciones en relación con la igualdad.

Cuando tenés habilitado que los grandes jugadores económicos tengan plena libertad para cobrar lo que quieren, pero del otro lado no tenés capacidad de respuesta, la desigualdad se ve brutalmente acrecentada y una democracia con mucha desigualdad no es democracia. Es una democracia con fallas, con problemas, con fisuras. El hecho de que se construye el problema de la seguridad mirando sólo un recorte, que son los barrios y los jóvenes varones de los sectores populares, es efectivamente un problema de orden democrático. 

Tenemos que rediscutir en qué condiciones podemos garantizar la vida en común. A la salida de la dictadura pensamos bajo qué condiciones pactábamos la vida en común y se pusieron en juego una serie de elementos para decir que hay cosas que no nos vamos a hacer unos a otros. Ahora hay que redefinir un pacto democrático porque las condiciones son otras y son muy malas. 

—La postal del pasado fin de semana recordó al confinamiento de la pandemia y al temor de que nos puede tocar a cualquiera. ¿Es posible encontrar un paralelismo en el estado de alerta? 

—El contexto reavivó elementos del período de la pandemia y los temores que aparecían vinculados a que podemos morir en cualquier momento, nos puede tocar a cualquiera y no sabemos cómo protegernos. Hay una equiparación posible, pero de modo subterráneo hay un proceso de mucho más largo alcance que tiene que ver con cuánto disfrutamos o soportamos convivir con otros.

La idea de que la vida colectiva es maravillosa viene en picada. En los últimos 30 años en Rosario cada vez más se construyen unidades para una sola persona. Ese dato es un síntoma y da cuenta de un proceso. La pandemia vino a reforzar un proceso anterior, que es la gestación de un individuo cada vez más aislado, más egoísta en cuanto a la dificultad de sacrificar algo propio para compartir con otro. Antes veíamos todos el mismo canal en el televisor durante los lapsos en que estábamos juntos en familia, ahora cada cual está con una pantalla propia. Estamos disociados unos de otros y con los auriculares puestos tratando de que el otro no me moleste mientras yo escucho otra cosa. Son elementos sintomáticos de un modo de vivir que proviene de antes. La pandemia les dio un impulso. El encierro del último fin de semana refuerza esa tendencia, que es individualizante y de aislamiento. Uno de los elementos más marcados es aislarse, dentro de nuestras casas, con rejas y puertas con candado, pero también dentro de la convivencia familiar.

—¿Cuáles son las salidas posibles frente al temor, la angustia y la incertidumbre que se genera en la sociedad? 

—Una posible respuesta y salida a esta situación desde lo colectivo es que las instituciones estatales o no estatales impulsen formas de reunión y actividades colectivas para pensar modos de encuentro. 

También creo que va a avanzar una respuesta en la medida en que decepcione lo que se está haciendo. En Estados Unidos hay discusiones bastante avanzadas en relación a la regulación de las redes sociales y su presencia en la vida colectiva y de los individuos. Hay alertas que están poniendo de manifiesto el costo de esta forma de vivir tan mediada virtualmente. La respuesta a los cambios tecnológicos es lenta, pues nosotros vamos aprendiendo a medida que vamos usando las tecnologías. Vamos a empezar a volver o a crear otros modos de estar con los demás que tengan menos mediación virtual.

En el caso particular de Rosario, la inmediatez del fracaso de la respuesta punitiva ya conocida va a promover que haya discusiones un poco más serias sobre qué es lo que se puede y se debe hacer. No queda demasiado espacio para seguir mirando para otro lado entre las dirigencias del Estado y de otras organizaciones. Va a tener que aparecer algún otro tipo de respuesta, porque si no el que empiece a ensayarla va a juntar los votos. Es un problema de supervivencia, pero empezar a problematizar de otra manera es indispensable.

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