Antes que nada existe la imagen como esencia de toda realidad y todo sueño. El narrador establece con las imágenes que se le presentan algo así como un pacto secreto; ofrece no dañarlas con el exceso de palabras, sino intentar que esas palabras sean las justas y necesarias, porque de esas imágenes debe desprenderse una inédita musicalidad, capaz de sacudir a partir de su carácter simple e incisivo a la vez, para que la corporeidad de las imágenes constituyan un escenario inequívoco, nada ilusorio y palpable en su más profundo sentido.
En Ciudad sitiada (Casagrande, 2024), su reciente nouvelle, la escritora y editora Gloria Lenardón consigue ese efecto a través de una singular y magnética prosa sin dar demasiadas pistas, solo deteniéndose en momentos donde la alarma, la familia, la pérdida, el ataque son deudores de una naturaleza secreta o misteriosa, como si ejerciera una operación donde cierto miedo en el aire de la cotidianidad se va tornando cada vez más oscuro y terrible.
Ya en las primeras páginas, la fuerza de las imágenes toma la palabra para emanciparse. Los perros amenazantes, en su furor callejero, sostienen un enfrentamiento público: asustan, agreden, alteran cualquier estampa de las calles con pocos transeúntes o vacías. Son elocuentes hasta los ladridos y sus ganas de destrozar a dentelladas. En esa vehemencia descriptiva surgida de cierta connotación alegórica, no es difícil pensar en que esos perros bien podrían ser humanos, sueltos en no tan lejanos tiempos de infortunio; tal vez perros uniformados amedrentando transeúntes o deteniendo vehículos; no importa, en Ciudad sitiada la imagen de esos animales es tan aterradora que puede trasladarse sin esfuerzo a esos tiempos de violencia sistemática.
También en Ciudad sitiada hay escenas con mujeres, tal vez con una intención de contrapeso ante la intemperancia callejera: tres nenas, una madre, una tía abuela sostenidas en un tiempo detenido y…un perro, pero de otra clase, doméstico, entrañable, todo en una combinación de ventajas y pérdidas; mujeres algo confinadas, a la espera de que un hombre, el padre de las niñas, habilite una buena nueva desde el extranjero, más precisamente desde la Nasa, donde se fue a probar como ingeniero. Mínimas dosis de humor en apariencia ligero, desperdigadas entre la preparación de alimentos, el yacer al sol con cremas bronceadoras para tostarse, garabatos y dibujos de las pequeñas, limitan un probable estallido emocional de estas mujeres, que sin embargo ven en términos de frustración –las adultas, claro– los incordios a los que estuvo sometido el hombre cuando la política económica oficial destruyó sus iniciativas empresariales, inclinadas a defender una producción nacional.
Lenardón hace un muy astuto uso de pensamientos o pareceres de las dos mujeres –la nombrada como Nena y la tía abuela– para cifrar los equívocos, las miopías que tomaban por asalto –en sintonía con los perros callejeros– a quienes no podían –no querían– distinguir un estado de cosas impuesto para la intimidación la consecuente aplicación de un plan siniestro, económico y político, que desmembraba las familias, “…la tía, cada vez que tenía ocasión, palmeaba a Willy, «justo vos tenés que soportar esta ciudad tan poco sensible a la capacidad y a la inteligencia de la gente», le palmeaba la espalda, lo palmeó hasta que Willy se fue…”, describe la autora esa acción expulsiva de un lugar donde quedarse podía significar sucumbir en cualquiera de sus acepciones.
Esa ciudad entonces, funciona como un espacio sin control, donde la característica es la debilidad de quienes la transitan, amenazados incluso cerca de una iglesia, luego de que –otra vez– los perros se lancen sobre la gente, replegada en caótica huida. Lenardón traza con precisión el carácter dislocado de esas escenas y organiza su frío reinado infundiéndoles una lógica en donde cualquier sistema de valores ha desaparecido. No hay certezas en esta nouvelle, solo una peligrosa discordancia dominada por la irracionalidad del exterior, pero también del interior, en la intimidad de ese hogar un tanto corrompido: en las calles todos pueden ser “mordidos” por la jauría; en el hogar pueden serlo por la amarga impotencia ante las cosas que no salen nada bien, aunque un manto de acciones, de comentarios apurados, de inocentes consideraciones de las niñas, van cubriéndolo todo con un tembloroso orden de normalidad.
Este es el cauce navegado por Lenardón en Ciudad sitiada para lograr, desde la conformación de incertidumbres, un clima de agonía y vacío sin necesidad de revelar el tiempo cronológico, a excepción de una sola imagen donde se hará concreto: la aparición de unas tarjetas con la imagen de (Mario) Kempes, el jugador de fútbol integrante de la selección argentina durante el Mundial 78, que vende un puestero en las cercanías de la iglesia mencionada. Y es en esta determinación de la autora donde reside el impacto de su nouvelle, en la confianza que deposita en sus imágenes para evocar un tiempo siniestro sin revelar su esencia, en las impresiones que desprenden y en su enigmática ambigüedad. Así, en Ciudad sitiada Lenardón cuenta una época impía a partir de la centelleante intermitencia del instante, donde paisaje y escenario despliegan toda su fuerza simbólica.
Haciendo uso de su destreza narrativa para hacer visible la violencia sobre el cuerpo social, Lenardón revela la persistencia de un sometimiento –otro acierto del libro: si se quiere, pueden leerse sospechosas equivalencias con la actualidad–, que aparece sin pausa ni fin. Con suficiencia y estilo, Lenardón construye de este modo el síntoma espectral del temor: “…Nunca se oían noticias ni se oían comentarios sobre qué manchaba las piedras pulidas de la avenida, nadie hablaba sobre lo que arrastraban los perros al río antes del amanecer. Los perros dejaban marcas, rastros que solo desaparecían por el trabajo a fondo de las barredoras. Las piedras de la avenida no perdían su blancura. También los frentistas de la avenida se encargaban de que así lo fuera, lo que hacían lo mantenían en secreto, hacían silencio sobre lo que dejaban los perros a poca distancia de sus puertas en su apuro. En otras calles de la ciudad por donde no circulaban los perros apenas se enteraban de lo que hacían, nada se escuchaba ni había información sobre los ataques de los perros, salvo algún rumor lanzado al azar, o alguna murmuración, se perdía lo que no se repetía de boca en boca…”.