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Historias de familia con ribetes de pequeña tragedia

El director Aldo Prico concreta, frente a un atractivo elenco, una versión menso edulcorada del clásico de Javier Daulte "Nunca estuviste tan adorable", donde se analizan algunos de los pormenores constitutivos de la clase media argentina.

El desamparo o la sobreprotección, el amor que se confunde con el cariño o con el afecto, la mentira y el ocultamiento como mecanismos de defensa y cierta lógica de la repetición que, como en una tragedia, se instala en una familia de clase media en forma definitiva, son algunos de los recorridos que propone Nunca estuviste tan adorable, biodrama (drama escrito a partir de una biografía) escrito por el dramaturgo porteño Javier Daulte (Criminal, Bésame mucho, ¿Estás ahí?, Proyecto vestuarios) a partir de su propia familia, estrenado en 2004 (ver aparte), que bajo la dirección de Aldo Pricco desembarcó en La Comedia, donde el viernes próximo ofrecerá una segunda función.
En ciernes, se trata de un melodrama de pura cepa (en su lógica se descubren ribetes de la telenovela clásica), que retrata en dos momentos la vida de la familia del propio Daulte, entre los 50 y los 70, y desentraña cómo opera cierto enmascaramiento o dispositivo que del mismo modo que desdibuja y atrofia la figura paterna, engrandece la materna, al punto de que las mujeres de la historia son aquí las verdaderas protagonistas.
Son los años 50, el vestuario y la escenografía (gran trabajo de Hugo Salguero) así lo confirman; pero sobre todo lo confirman los discursos o problemáticas que se instalan en un primer plano. Blanca (Mónica Alfonso, quien de este modo regresó al teatro), una mujer que detesta y oculta la pobreza en la que nació, establece una serie de mecanismos tiránicos con sus hijos Noemí (Puli Rainero) y Rodolfo (Leandro Urrere), al tiempo que atomiza toda posibilidad de decisión y presencia de su marido, Salvador (Juan Carlos Capello), quien desanda sus días como una sombra que recorre la casa y trabaja a destajo en su taller para mantener algunos de los gustos familiares.
Al mismo tiempo, Marta (Mirta Maurizi), amiga y vecina de Blanca que permanece en la casa con el objetivo de usar el teléfono, es la testigo del “desorden” que sustentan los vínculos de esta familia frente al paso de los años y de sus propios y tristes avatares personales.
Sumado a todo esto, la matriarca comienza a recibir una serie de regalos de un admirador “desconocido” que, al mismo tiempo que engrandecen su ego y su intriga (también la de su hija, una amiga de ésta que finalmente se sumará a la familia y su singular vecina), la ponen en jaque frente al particular entorno familiar que, a pesar de todo, acepta sus caprichos y contradicciones casi como si se tratase de una niña.
El salto en el tiempo permitirá ver los “resultados” que esa “disfuncionalidad” determina: el padre ya no está, su partida dejará paso a Rolando (gran desempeño de Juan Pablo Cabral), que de marido de Noemí se convertirá en la figura del “proveedor” de la familia para llenar el vacío que ha dejado el patriarca, al mismo tiempo que la vida los volverá a juntar a todos el día del casamiento de Rodolfo con Amalia (Fabiola Pavetto), donde la tragedia dejará de ser apenas una insinuación, como suele pasar en las obras de Chéjov.
La puesta se cimienta en algunos de los logros que acreditan los actores a la hora de dar morfología a sus personajes (algunos más ajustados que otros), en particular, en los desempeños de Mónica Alfonso y Mirta Maurizi, la primera dotando a Blanca de un mar de contradicciones que la definen, la segunda desde su propia imposibilidad de sostener un entorno que a cada paso la pone a prueba y desafía su inestabilidad emocional.
Pricco, lejos de la puesta de Daulte y de otras montadas en diferentes puntos del país, acidifica sabiamente este vínculo de las amigas-vecinas, lo juega hacia un costado menos colorido y más sinuoso, apelando a recursos del grotesco que tan bien puede abordar Maurizi frente al estilo de gran señora que puede sostener Alfonso en la piel de Blanca, que entre cambios de vestuario variados, rituales establecidos con sus hijos y demostraciones de afecto que pueden doler más que una trompada, dice con total impunidad frases que la definen, tales como “es de pobres decir tía a todo el mundo” o “nacer pobre es la peor desgracia”, momentos que pintan de cuerpo entero un modo de entender a la clase media-alta argentina que por entonces comenzaba a tomar forma.
Frente a estos aciertos, la puesta se sustenta, también, en un dispositivo escénico que manipulan los propios actores mediante apagones o sutiles cambios en la puesta de luces, que si bien por pasajes se complejiza en el devenir de las escenas, con el paso de las funciones se revelará como otro de los grandes logros de este trabajo que sale airoso frente a la enorme (e infrecuente) producción que implican una serie de cambios de vestuario, peinados y escenografía, para dar forma a las distintas épocas, del mismo modo que la puesta a punto del momento que remedan a los grandes musicales de Hollywood con los que sueñan las mujeres que componen esta familia.
En el contexto de una banda sonora que desempolva gemas tales como “Perfidia”, “No puedo quitar mis ojos de ti”, o clásicos cantados por el legendario Charles Aznavour, la puesta sirve también para desestimar esa vieja teoría que sostiene que todo tiempo pasado fue mejor. Gracias a que el director eligió correrse del camino edulcorado que prevalece en el original para dar paso a un melodrama más puro y realista, la versión pone de manifiesto cierto pensamiento patético imperante en la clase media de aquellos años, que veía con desgano y hasta con vergüenza algunos aspectos propios de su idiosincrasia puertas adentro de la casa, cuya trama familiar, lejos de aceptarse tal cual era, siempre veía en el afuera (de la casa, de la ciudad, del país) el sueño de una vida mejor, que, por muchos años, definió tristemente los destinos de la Argentina.

El autor y la obra

Nunca estuviste tan adorable fue un referente dentro del Proyecto Biodrama, creado por Vivi Tellas. La obra fue dirigida por Javier Daulte en 2004, contó con las actuaciones de, entre otros, Mirta Busnelli, María Onetto y Carlos Portaluppi, y obtuvo una respuesta notable de crítica y público, al punto que terminó en la calle Corrientes. Con esta obra, Daulte dio un paso hacia un teatro más comercial, aunque es los pocos creadores que ha sabido mantener una coherencia entre ética y estética, más allá de haber dirigido propuestas como «Baraka», «Un dios salvaje» o «Lluvia».

Foto de Juan José García.
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