La Cazadora

Relecturas históricas

Heroínas anónimas: conquistas feministas en tiempos de la Revolución de Mayo

Los acontecimientos alrededor de 1810 permitieron a distintos grupos de mujeres cuestionar las normas de la época bajo las consignas de independencia y libertad. No aparecen en los libros de historia, pero tomaron las armas, pararon la olla y formaron redes de trabajo y de cuidado


Ana Stutz / Arte El Ciudadano

Un Virrey destituido y una Junta de hombres que buscaba hacer la revolución. Una plaza colmada de personas con paraguas frente al Cabildo. “El pueblo quiere saber”. Celeste y blanca, los colores del cielo y dos hombres repartiendo escarapelas. Lavanderas y mazamorreras. Damas antiguas y peinetas. Así, más o menos, las imágenes de la Revolución de Mayo de 1810 que aparecían en los libros escolares. El siglo XX difundía un relato que destacaba a los grandes héroes de la patria. La historia la escriben los que ganan, dicen. Pero cada época abre debates en la sociedad que interpelan los hechos del pasado y los revisan para volver a contarlos. Así aparecen las heroínas más o menos anónimas que participaron de los acontecimientos de 1810. Tomaron las armas, cosieron la bandera y los uniformes, cuidaron de los soldados y de los negocios familiares. Se unieron y organizaron. Algunas trascendieron con nombres propios de aristócratas y guerreras. Otras, de apellidos desconocidos, tomaron las consignas de libertad para disputar las reglas de la época y conquistar derechos. Fueron heroínas anónimas que dieron batalla y ganaron microrevoluciones. La historia la escriben los que ganan y en el siglo XXI la reescriben las mujeres.

“Estamos acostumbrados a aprender que los protagonistas son hombres y, si bien no tendríamos la ruptura sin hombres como San Martín, Bolívar y Belgrano, las cosas son más complejas. Las mujeres estamos en todos lados. La ruptura de 1810 también implicó un momento de posibilidades para distintos sujetos sociales, entre ellos las mujeres, afrodescendientes y criollas”, dice Gabriela Mitidieri a La Cazadora.

Mitidieri es profesora y licenciada en Historia de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e integra el Instituto de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Para ella, los acontecimientos alrededor de la Revolución de Mayo permiten pensar ciertas rupturas al orden vigente bajo los conceptos de independencia y libertad.

En ese sentido, considera que un antecedente de la participación popular y de mujeres fueron las invasiones inglesas y la defensa de la ciudad de Buenos Aires en 1806 y 1807. Mitidieri cuenta que durante esos años previos a la Revolución de 1810, trabajadoras y esclavas formaron parte de la resistencia armada, ya sea en las batallas de combate como en las tareas de cuidados que desarrollaban en los cuarteles. “En el relato escolar aparecían mujeres en la escena de la resistencia que tiraban aceite de los balcones, pero muchas protagonizaron la resistencia armada. Frente a la emergencia, se acercaron a los batallones. Algunas atendieron heridos y quienes tenían noción en el manejo de armas fueron integradas a las milicias sin mayores inconvenientes. Además, la presencia de mujeres era una constante en los levantamientos populares del Alto Perú. Acostumbramos a suponer que el conflicto bélico es un escenario masculino y estas mujeres aparecen en las guerras no sólo con armas sino que asisten a las tropas en términos de comida, salud, cuidados y compañía familiar”, señala y destaca la participación, entre otras, de Martina Céspedes, María Remedios del Valle o Manuela Pedraza (ver aparte).

Para la historiadora, las grietas del relato del 25 de Mayo permiten pensar cómo las sujetas y sujetos menos poderosos reinterpretaron las consignas de libertad e independencia. A la par de quienes participaron de la resistencia armada, otro grupo de mujeres se hacía cargo de los hogares y trabajos. Durante la Revolución, costureras y lavadoras se ganaron la vida mediante la confección de banderas y uniformes, mientras las esposas de los soldados se quedaron a cargo de los negocios y asuntos familiares. Años más tarde, las afrodescendientes comenzaron a luchar por la libertad de vientre en base a los ideales proclamados en 1810.

Durante los años posteriores a la Revolución, también aparecieron las primeras redes de mujeres que se organizaron en forma colectiva para trabajar y hacerse cargo de la familia. Mitidieri menciona a las mujeres de la élite organizadas en instituciones para tutelar a otras en situaciones de pobreza, también a grupos de mujeres a cargo de los cuidados de soldados, y a las lavanderas afrodescendientes que se reunían en torno a una tarea que les generara un ingreso mientras los esposos estaban en la guerra.

Un ejemplo para la historiadora es la creación de la Sociedad de Beneficencia a cargo de Mariquita Sánchez de Thompson, uno de los nombres más reconocidos por su participación en las tertulias políticas previas a la Revolución. “Mariquita formaba parte de un sector privilegiado con participación pública y política. Se enviaba cartas con grandes pensadores y políticos de la época. Esas mujeres de la élite, acostumbradas a intervenir en política, son las que van a involucrarse en la formación de la Sociedad de Beneficencia con réplicas en el territorio, que se dedica a la asistencia social, a registrar cuántas mujeres necesitaban asistencia monetaria entre trabajadoras, pobres y viudas de la guerra de la Independencia, cuántas se quedaron parando la olla y necesitaban subsidios además de trabajar. En estas alianzas de tutela de las mujeres de la élite a lo largo del siglo XIX va a ser posible la construcción de un brazo asistencial del Estado. Son redes no exentas de jerarquías entre mujeres para sostener a sus familias y encontrar ayuda estatal que les permita sostener el hogar que, por lo general, estaba a cargo de las esposas de los soldados”, explica.

Por fuera de la élite, las mujeres también se organizaban para parar la olla. “En las guerras de la Independencia, esclavos o ex esclavos fueron puestos al servicio de las armas. Las mujeres que se quedaban en la ciudad compartían el oficio de lavandera. Era una actividad colectiva donde se organizaban para ir al río en compañía, conseguir trabajo y entregar la ropa. Permite pensar otras formas de ayuda mutua femenina”, cuenta la historiadora.

La consigna de libertad e independencia también apareció en los hogares donde las mujeres quedaron al frente mientras los hombres peleaban en el campo de batalla. “Conocieron una autonomía inédita hasta ese momento. Muchas se pudieron ganar la vida en la costura de uniformes militares en los conflictos bélicos que atravesaron el territorio a lo largo del siglo XIX. Incluso, después de la Revolución se abre la educación para niñas, vedada hasta ese momento”, agrega.

Para Mitidieri rescatar a las heroínas de la Revolución es disputar los relatos históricos. “Cada nueva generación de historiadores tiene preguntas marcadas por los debates de su época. La perspectiva de género desde hace años intenta abrirse espacio en los nichos académicos para pensar qué relatos construimos. Es interesante ver cómo el relato histórico es un terreno de disputa y es importante disputar esos grandes relatos del siglo XIX y la ruptura con el orden colonial. Quienes se dedican a la historia no están por fuera de los debates de la sociedad que está atravesada por un movimiento feminista que, en los últimos años, fue el movimiento político más dinámico del país”.

Mujeres que hicieron historia

La revisión de la historia con una mirada que incluya a las mujeres en eventos que parecerían haber protagonizado sólo varones, permite rescatar algunos nombres propios. Vivieron en el Virreinato del Río de la Plata y le pusieron el cuerpo a los movimientos sociales que llevaron a la Revolución del 25 de Mayo de 1810, y luego a la consecución de la independencia en 1816.

María Remedios del Valle, de origen africano, nació en 1766 en Buenos Aires, diez años antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata. Trabajó como enfermera para auxiliar a quienes defendieron la ciudad durante la segunda invasión inglesa en 1807. Además combatió en la batalla de Huaqui en 1811; y en Tucumán y Salta junto a Belgrano, que la había nombrado capitana de su ejército. En 1813 fue tomada prisionera por los españoles hasta que escapó y se sumó como soldado y enfermera a las fuerzas de Martín Miguel de Güemes y Juan Antonio Álvarez de Arenales. Siete veces estuvo a punto de ser ejecutada por el enemigo. Cuando terminó la guerra, volvió a Buenos Aires y vivió en la indigencia. En 1827, los diputados de la Junta le dieron una pensión por los servicios prestados y tres años más tarde fue incluida en la Plan Mayor del Cuerpo de Inválidos con el sueldo íntegro de su clase.

Juana Azurduy y su marido, Manuel Padilla, organizaron los batallones que llevaron la resistencia a la dominación española en el Alto Perú después de la derrota de Ayohuma en 1813. Ayudó a crear una milicia de más de 10 mil originarios y comandó varios de sus escuadrones. Libró más de treinta combates. Perdió a cuatro de sus cinco hijos y a su marido en la guerra y siguió luchando. Fue una estrecha colaboradora de Güemes y por su coraje fue investida con el grado de teniente coronel de una división explícita llamada “Decididos del Perú”. Estuvo años sin recibir la pensión ni los sueldos que le correspondían por su rango de coronela hasta que Bolívar le concedió una pensión vitalicia de 60 pesos, que fue aumentada por el presidente de Bolivia, Mariscal Sucre. Pero la burocracia le impidió terminar de cobrarla. Murió sola y pobre el 25 de mayo de 1862.

Mariquita Sánchez de Thompson nació en 1786. Hija única de una de las familias más prestigiosas de la época, recibió una educación con los mejores maestros de ese tiempo. Organizaba tertulias en su casa y dicen, aunque no hay registros de ella que lo mencione, que en su salón se interpretó por primera vez el Himno Nacional. En esas reuniones participaron Juan Martín de Pueyrredón, Nicolás Rodríguez Peña, Bernardo de Monteagudo y Carlos María de Alvear. En 1823 se integra a la Sociedad de Beneficencia la cual presidió en dos ocasiones. En tiempos de Rosas, Mariquita fue mentora de los representantes de la llamada Generación del 37 (Echeverría, Alberdi, los hermanos Juan María y Juan Antonio Gutiérrez, entre otros). Entre 1839 y 1843 se expatrió a Montevideo, temerosa de sufrir persecución por parte de Rosas. Murió a los 81 años, el 23 de octubre de 1868.

Martina Céspedes era la dueña de un despacho de bebidas de barrio porteño de San Telmo. En 1807,  un grupo de doce integrantes de la tropa inglesa fueron en busca de bebidas. Ella los atendió y obligó a entrar de a uno. Los tomó prisioneros y entregó a once de ellos a Liniers, quien le otorgó el grado y uniforme de sargento mayor. Josefa, una de sus hijas, se enamoró de su prisionero inglés con quien se casó tiempo después.

A Manuela Pedraza la apodaban “La Tucumana”. Durante las invasiones inglesas, su nombre trascendió después que en la plaza Once matara con sus manos a un soldado inglés, se apoderara de su fusil y continuara en lucha. Santiago de Liniers la recomendó al rey y Carlos IV la nombró subteniente de infantería con uso de uniforme y goce de sueldo.

María Catalina Echevarría nació en Rosario en 1788. Quedó huérfana de pequeña y fue adoptada por Pedro Tuella, amigo de sus padres. Su hermano Vicente Anastasio, varios años mayor, fue un abogado que acompañó la lucha por la Independencia y muy cercano al general Manuel Belgrano. Algunos historiadores sostienen que gracias a María Catalina se dio origen a la primera enseña nacional. Según refiere la historia oral, confeccionó la primera bandera que fue izada el 27 de febrero de 1812 por otro vecino de la villa de Rosario: Cosme Maciel. Además, de diversos testimonios iconográficos se infiere que la confección de escarapelas para casi mil hombres fue realizada por mujeres rosarinas en pocas jornadas. Horacio Vargas, en su libro “Desde el Rosario”, dice: “María Catalina, como mujer de la incipiente élite rosarina, acudió a sus amistades, a Paula Acuña, María Matilde Álvarez (…) y a las esclavas de sus amigas”.

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