Mi hijo Lucas nació en el 2000 y el primer Mundial que vimos y disfrutamos juntos fue Alemania 2006. Por supuesto, nos acordamos hasta hoy el partido de cuartos: Messi en el banco, empate con el anfitrión, alargue y derrota por penales. Pero ahora quiero refrescar otro recuerdo: los octavos de final contra México.
Fuimos temprano a comprar chocolates porque no queríamos caer con las manos vacías a la casa donde nos juntábamos a ver el partido. Era un sábado a la tarde. Hacía tanto frío como suele hacer en junio en esta parte del mundo.
Argentina llegaba muy bien a la segunda fase: consolidado en defensa, con un mediocampo de lujo –Maxi Rodríguez, Mascherano y Cambiasso– y una delantera temible –Saviola y Crespo–, todos comandados por el director de orquesta Riquelme. Un equipo ofensivo y letal, al mejor estilo de las selecciones juveniles que había dirigido Pekerman en los 90.
El partido fue muy duro. De entrada lo ganaba México con gol de Rafa Márquez, pero enseguida lo empató Crespo. Eléctrico. A los chicos de seis años les cuesta mantener la atención mucho tiempo, pero esa tarde-noche Lucas no se despegaba de la pantalla. Nadie podía despegarse.
México resultó un rival exigente y tuvo sus ocasiones para desnivelar. El Pato Abbondanzieri nos salvó dos veces contra Borghetti. En el segundo tiempo Pekerman quemó las naves y mandó a cancha a Tevez, Aimar y Messi. Hoy suena algo anacrónico, pero las combinaciones de Lio con Román fueron de lo más vistoso que vi en la era post-Maradona.
Caía la noche y el partido iba a alargue. Los más grandes estábamos tan nerviosos como en la final del 86 o en las definiciones por penales del 90. Y Lucas experimentaba por primera vez esa sensación. En 30 minutos se definía todo: uno seguía y el otro se volvía a casa.
Todavía lo tengo grabado en la memoria: Messi y Riquelme escalaron de derecha hacia el medio a pura pared; Lio se la cruzó a Sorín; Juampi la volvió a cambiar hacia Maxi Rodríguez. A la Fiera le quedó atrás el centro y tomó una decisión inesperada: pecho, volea de zurda al segundo palo y a cobrar. Golazo es poco.
Esa noche fuimos cantando y al trotecito hacia bulevar, el epicentro de los festejos. Sumergidos en la marea celeste y blanca, no podíamos sentir el frío. Cuando la chata F100 paró en la esquina, vimos que había lugar de sobra en la caja y no hizo falta decir nada. Nos miramos con Lucas, asentimos en silencio, lo ayudé a subir y después trepé de un salto. Teníamos mucho para festejar.
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