Crónicas

Rey de la comedia

Frank Capra, el ilusionista de Hollywood en el contexto de un mundo decadente

Hace 30 años moría uno de los realizadores más connotados de la era dorada de Hollywood. Sus “Screwball Comedys”, en las que en buena parte plasmó sus contradicciones sociales y políticas, fueron un bálsamo para paliar la miseria feroz y el desaliento que devino luego del crack financiero de 1929


Frank Capra es otros de los insignes realizadores del periodo dorado de la industria norteamericana pero a diferencia de otros compañeros de ruta –Howard Hawks, John Ford, por mencionar apenas un par–, que apostaron al drama, al western o al noir, su lugar quedaría cincelado por sus eficaces y señeras “Screwball comedys”, ese particular subgénero de comedia que logró una impresionante popularidad y contribuyó al “éxito de Hollywood”, toda vez que hacía reventar la taquilla por la asistencia masiva a salas.

Tal vez el contexto fue decisivo para que esos films fueran vistos por las clases más populares –media y media baja–, sumidas como estaban en una crisis sin precedentes en lo que iba del siglo XX como fue la llamada Gran Depresión, provocando una miseria que devastó completamente a esos sectores.

La gente necesitaba olvidar el hambre, el desempleo, la ausencia de futuro. Y allí calaron hondo las películas de Capra llevando un poco de alivio tras el crack financiero de 1929, cuando el capitalismo comenzaba a volverse más salvaje.

Escasez y depresión fueron los síntomas que algunos de los títulos de Capra combatieron aunque solo fuese durante la hora y media en la sala a oscuras.

Hubo cuatro títulos –cada uno con su particularidad–, emblemáticos para levantar algo los ánimos de esas clases tan golpeadas que surcaron la década del 30 y parte de los 40, donde los jóvenes estadounidenses eran fletados para combatir al nazismo, una vez que su país decidió tomar parte en la Segunda Guerra.

Poder andar mejor la vida

La primera de ellas es Lo que sucedió aquella noche (1934), donde Capra había comenzado a trabajar con el guionista Robert Riskin, quien sería de ayuda inestimable para que sus títulos insuflaran un aire vindicativo para los empobrecidos espectadores, incluyendo situaciones donde los ricos eran puestos en situaciones ridículas o se desmontaban sus argumentos de codicia.

El fotógrafo John B. Wallace creó hermosas imágenes para una  historia de intensos componentes sentimentales, con dosis de humor y un planteo quizás enfáticamente idealizado pero efectivo en la propuesta de destacar valores que tenían que ver con poder andar mejor por la vida.

Capra y Riskin –que escribiría guiones para trece de sus films– fueron dos perfectos socios por la cantidad de guiños que dispensaban al público, claro que sin apartarse demasiado del estricto Código Hays de censura, aplicado con rigor en la segunda mitad de la década del 30.

La forma de sortear la incidencia de la censura Capra la encontró poniendo de relieve en las historias que contaba quiénes eran los responsables específicos de tal o cual calamidad pero cuidándose de no poner el acento en las pérfidas estructuras sociales.

Su particular uso del tiempo y del espacio –en los que el mencionado Wallace contribuyó de manera tajante– fueron ideales para esas propuestas irresistibles que torcían la dureza de la vida real que aguardaba fuera de las salas.

Después seguirían Horizontes perdidos (1937), Caballero sin espada (1939) y la que sería su obra consagratoria ¡Qué bello es vivir! (1946), donde planteaba rescatar todo lo que de ético y generosidad tuviese el hombre para afrontar las vicisitudes de una existencia plagada de iniquidades.

Un realizador contradictorio

Estas películas convirtieron a Capra en una suerte de promotor de un sueño americano ligeramente distinto al surgido de la impronta patriótica del “do it yourself”, aunque él mismo abonara esa tradición con su llegada a EE.UU como miembro de una pobre familia migrante desde su lejana Sicilia y ahora era uno de los realizadores más aclamados de la poderosa industria cinematográfica de su país de adopción.

Sus detractores lo han visto como un hombre débil ante las exigencias de los productores. También hicieron público que Capra tuvo un retrato de Mussolini en su cuarto hasta antes del ataque japonés a Pearl Harbor y que su lugar en los circuitos de la industria tenía que ver con argucias acomo-daticias más que con hacer valer su visión del mundo y particularmente la del norteamericano.

Sin embargo, su guionista Riskin era un hombre de izquierda –fue militante del PC norteamericano y figuró en las famosas listas negras de Hollywood– y entre ambos no esquivaban hablar políticamente de las relaciones que se daban en el cine de su época.

Incluso Capra se mostró muy crítico de Roosevelt en sus primeros años, aunque a veces podía vérselo con ciertos aires conservadores como cuando defendía la familia como la célula social principal.

Ya durante la Segunda Guerra participó en la serie fílmica propagandística Por qué luchamos, que buscaba persuadir a los norteamericanos de participar en la contienda para vencer a la Alemania nazi.

En el film Caballero sin espada Capra irritó a la élite política estadounidense al presentar a un avaro patriarca de una famosa dinastía de políticos. Era un relato de idealismos condenados y corrupción. Su protagonista era un hombre elegido para sustituir a un senador fallecido y su inexperiencia debía servir para aprobar sin trabas la construcción de una obra pública que enriquecería a un senador corrupto y al magnate mediático que lo controlaba.

Enmendar lo que no funcionaba

El tejido argumental de los films de Capra giraba alrededor de antagonismos sociales que trababan las relaciones personales pero que finalmente podían superarse, lo que lo situaba más cerca del férreo orden establecido. En otras palabras, lo que postulaba podía leerse como que a pesar de la desigualdad extrema posterior al crack del 29, la sociedad podía de alguna manera levantarse para acariciar otras posibilidades.

Figuras como el juez de Vive como quieras, que se mostraba extremadamente benévolo con los débiles o el presidente del Senado de Caballero sin espada, ratificaba esta mirada sobre una sociedad donde había injusticias y miseria, pero al mismo tiempo también campeaban las almas caritativas.

En sus comedias el amor entre clases era posible a partir de sus estructuras románticas y pastillas de humor que franqueaban el acceso a relaciones a priori difíciles, como que perseguían alguna forma de enmendar lo que no funcionaba en la realidad buscando, casi siempre, un final prometedor.

Evidentemente Capra pudo sortear, a su modo, todas estas contradicciones ideológicas a las que no escaparon buena parte de los realizadores de ese periodo. En su caso puede decirse que esa fue su forma de ver el mundo en que estaba inserto y particularmente lo que de ello podía hacer artísticamente.

Idealismo e ingenuidad

En la Argentina se vieron la mayoría de sus títulos, entre ellos Mujeres de lujo (1930), La mujer milagrosa (1931); La amargura del general Yen (1933), La locura del dólar (1932); la ya nombrada Lo que sucedió aquella noche (1934); Estrictamente confidencial (1934); El secreto de vivir (1936); Vive como quieras (1938), …Y la cabalgata pasa (1941); Arsénico y encaje antiguo (1944) y la que sin duda es su mejor título y tiene todavía hoy una vigencia extraordinaria, la inmejorable !Qué bello es vivir!, donde se  reúnen las principales características de su cine: el idealismo en primer lugar, seguido de cierto optimismo y refrendando la solidaridad y la bondad humana que según su visión existe en el interior de cada hombre o mujer, y enarbolando el postulado de que en una vida en comunidad puede ser posible en condiciones favorables.

Aunque el idealismo y la ingenuidad del cine de Capra puedan hoy resultar algo anacrónicos, nadie puede poner en duda de que fue el dueño de un estilo propio donde plasmó sus contradicciones, propias además del contexto en la que desarrolló su obra.

Hoy, 3 de setiembre, se cumple 30 años de su muerte, a los 94 años, acaecida por lo que suele llamarse causas naturales. En 1971 ya había abandonado el cine –Milagro por un día (1961) sería su último film– pero se dio tiempo para escribir su autobiografía, titulada El nombre delante del título, donde cuenta sus peripecias y hace plausibles sus contradicciones sin tomárselas tan en serio.

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