Si hay alguien que encarne a la etérea belleza melancólica, aquella que atraviesa el tiempo y funciona como un oasis donde ternura e intensidad van de la mano, y si además ese alguien canta, en un tono enfático y cálido a la vez, temas que aluden a los equívocos sentimentales y a la honda huella que va dejando el transcurrir de la existencia, inmediatamente puede pensarse en esa chica de melena y flequillo que se llamó Françoise Hardy, quien daría brillo y haría perdurar un modo de interpretación de la canción francesa que desafiaría décadas y olas musicales de cualquier tipo.
Muchos y muchas la llamaron “la chica dulce” y hasta François Truffaut dijo haberse inspirado vagamente en el “halo” de Hardy para su film La piel suave (1964), donde un escritor se enamora perdidamente de una joven azafata de modales delicados y belleza fulgurante que interpretaba la atractiva Françoise Dorléac (la hermana de Catherine Deneuve). De algún modo Hardy fue alguien que combinó con increíble sutileza identidad e imagen, lo que incluye también su cuerpo casi como un territorio de memoria, es decir canciones como “Tous les garçons et les filles” o “Comment te dire adieu” están anudadas a su voz y su imagen como un linaje del que sería imposible desprenderse de alguna de sus partes.
La impronta de su encanto, su “ángel”, se filtra en su voz y bailar un tema suyo enlazado a algún amor no se olvida así nomás; allí queda fija esa instancia sucedida tal vez mucho tiempo atrás pero donde se evoca perfectamente una forma del devenir temporal, o de los tiempos del amor, como se desprende del tema “Le temps de l’amour”. Jean-Luc Godard quiso también disfrutar de su belleza calma y le ofreció encarnar un personaje a su medida en Masculino-femenino (1966): una cantante de la cual el protagonista se enamora perdidamente. Simone de Beauvoir dijo de ella: “Esa chica sabe cantarle a la escasa vida que suele tener el amor verdadero”.
Canciones para una memoria colectiva
A mediados de los 60 Hardy revitalizó un modo de la canción francesa tradicional, en un efectivo envase de balada melancólica a la par de Johnny Hallyday, aunque este último se recostaba más en el rock; el gran momento que tuvo la “chanson” en la posguerra se había apagado con la irrupción del rocanrol y el twist, con la constante radiación rítmica de origen anglosajón, pero Francia, en la cumbre del gesto moderno respondería con firmeza esa invasión con la Nouvelle Vague en el cine, con el Nouveau Roman en la literatura, con el tono elegíaco de las canciones de Hardy y de Serge Gainsbourg, por nombrar dos paladines de una construcción rítmica que definió una época y admiró el mundo. Además, los temas de Hardy y Gainsbourg tuvieron arreglos que resignificaban las melodías y hasta las hicieron memorables.
Se rindieron a su impronta encantadora Jim Morrison, Mick Jagger, David Bowie, Eric Clapton, Bob Dylan, quien cuando surgió una actuación en París puso como condición irrenunciable conocer a Hardy. “Dejaría de cantar y la escucharía solo a ella si la tuviera a mi lado”, había confesado el trovador norteamericano a su productor una vez que compuso “Just Like a Woman” a partir de una foto de la francesa que guardaba luego de su visita a París. Más tarde, la portada de su álbum Bringing It All Back Home reproducía la tapa de Tous les garçons et les filles, el disco de Hardy. Y la propia Françoise diría mucho después: “Me di cuenta, con medio siglo de retraso, que (Dylan) tuvo una fijación adolescente conmigo. Me decía que no necesitaba hablar francés para saber quién era. Deploraba que estuviéramos tan alejados geográficamente. Y decía que yo le obligaba a admitir que era cantante…”, contó con más perplejidad que orgullo.
A diferencia de Sylvie Vartan (pareja de Johnny Hallyday, quien componía para ella) o France Gall, dos cantantes contemporáneas, Hardy fue autora de la mayoría de las letras de sus canciones y compuso otras tantas; con Gainsbourg compartió “L’anamour” y con el cantautor Michel Berger, “Message personnel”. A medida que el tiempo pasaba, desde aquella joven algo insegura y muy exigente consigo misma (criticaba sus primeros discos, a los que se refería como mediocres), Françoise fue haciéndose dueña de una versatilidad tan maleable que le permitió cantar junto a Iggy Pop o la banda británica Blur, ya en los 80 y 90. A no pocas cantantes actuales, francesas o de otra nacionalidad, se les escucha claramente su influencia; hubo un tono Hardy que fue empapando las interpretaciones de las más diversas procedencias, lo que llevaría a afirmar sin exageraciones que sus canciones forman parte de la memoria colectiva.
Amores angustiantes
Cada vez que suenan “Soleil” o “Il n’y a pas d’amour hereux” surge la mirada acuosa y el cabello lacio envolviéndo los hombros de Hardy; sus minifaldas apenas cubriendo sus delgadas piernas, sus blusas simples, las camperas de cuero o los sweters de angora, sus imperceptibles mohines, su sonrisa tierna o triste según la canción. Hija única de padre ausente, tuvo un amorío a sus dieciséis con un argelino mucho mayor que la dejaría herida durante bastante tiempo. “Cuando escribí mis primeras canciones quería encontrar la forma de describir un dolor que sentía y me costaba explicarme; después también entendí que mi dolor era el de muchos y mis canciones debían expresar eso de forma colectiva, creo que pasé mi vida intentándolo”.
Esa suerte de complejidad sentimental emanando de sus canciones, sobre todo de los años sesenta y setenta, despliega una intensidad nostálgica incomparable, de esas que perduran en el imaginario y proveen de ánimo y secreta complicidad. Hardy generó su propio universo musical desde Tous les garçons et les filles, su primer disco; allí ya condensaba ese paisaje de cierta ligereza y furtiva rítmica pop que expandía sentimientos imbricados en amoríos rotos y sexualidad frustrada, casi en una peregrinación de autoconocimiento pero también señalando la pacatería de la burguesía conservadora que condenaba el lenguaje directo con que se develaba las formas de desear de lxs jóvenes.
“Mis canciones siempre hablan de un amor angustiante, de lo perdido, no puedo hacer otra cosa”, había dicho Hardy, quien tendría una relación complicada y por momentos tormentosa durante mucho tiempo con Jacques Dutronc, músico y actor, a quien amó y detestó en partes iguales y con quien tuvo un único hijo. Cosificada como muchas otras artistas de la época, Hardy ejerció sin embargo cierta resistencia, tal vez con una conciencia insuficiente, pero manifestada en diferencias constantes con las compañías que editaban sus discos y buscaban inmovilizarla en su fama.
Esa modernidad desconsolada que expandía Hardy fue reconocida en otras generaciones posteriores y en diferentes expresiones, desde escritores como Michel Houellebecq, en quien la irreverencia que caracteriza sus novelas suele estar matizada por una marcada desilusión, o jóvenes cantantes como Juliette Armanet, quien reivindica su legado con composiciones desinhibidas y nihilistas. Y esa misma modernidad la ubicó adelantada a su tiempo.
En 2018, antes de entrar en tratamiento por la dolencia que padecía, había dicho: “Yo viví siempre como una mujer independiente. Usé los anticonceptivos antes de que fueran legales y habría firmado por legalizar el aborto si me lo hubieran pedido”. Apenas un par de años después se embanderó en una causa, la eutanasia, porque había acompañado el sufrimiento inagotable de su madre sin poder resolverlo, y hasta llegó a pedirle a Emmanuel Macron su legalización para detener “el sufrimiento de los franceses muy enfermos y sin esperanza de mejorar”, algo que con la disolución de la Asamblea Nacional decidida por el presidente francés frenó la adopción de la llamada ley sobre el fin de vida.
La hermosa Françoise Hardy, que acarició el reconocimiento internacional al mismo tiempo que The Beatles, murió el último 13 de junio. Sin duda, sus inoxidables canciones seguirán motivando y siendo infinitas, puesto que los corazones rotos y las penurias existenciales marcan a todas las generaciones.
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