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Lanzamiento literario

Fito Páez escribió “Infancia y juventud”, autobiografía en la que coinciden rock, amor y anécdotas

Cuando todavía resuenan los multitudinarios shows por el trigésimo aniversario de "El amor después del amor", el disco más vendido en la historia del rock nacional, el artista rosarino presenta un libro escrito durante los días de encierro y tedio de la pandemia


Ana Clara Pérez Cotten, Télam

Cuando todavía resuenan los multitudinarios shows por el 30º aniversario de El amor después del amor, el disco más vendido en la historia del rock nacional, Fito Paéz presenta en estos días Infancia y juventud, una autobiografía escrita durante los días de encierro y tedio de la pandemia, en la que recorre una infancia arropada por dos mujeres cálidas y omnipresentes en Rosario pero también marcada por la muerte, la forma en la que la música llegó para cambiar su existencia, el delirio de los años de éxito y creación y la forma en la que construyó una tribu que lo acompaña en la intimidad y la creación.

Cuenta en el prólogo que fue necesario que llegara el tiempo excepcional de las restricciones pandémicas para que evaluara por primera vez seriamente el llamado insistente de su amigo Nacho Iraola, el entonces director de Planeta. “El tiempo libre y la desesperación fueron el terreno donde se abonó este libro. Ahora no tenía argumentos para escaparme de mi insistente editor planetario. «Dale, ya no tenés excusas», me decía Nacho detrás del teléfono, con su voz agitada, plena de entusiasmo. «No voy a hacer eso, amigo. ¡No tengo capacidad física ni intelectual para meterme allí!»”, relató en las primeras páginas del texto que empezó a trabajar una noche con el recuerdo de las visitas a la tumba de su madre junto a su papá, en la primera infancia.

Y si bien el proceso de escritura se cerró un día, Páez acepta que en el camino encontró una suerte de espacio creativo que escapaba a lo real y que le resultó sumamente contenedor: “Un día lo di por finalizado. Pero no fue real. Surgían nuevos recuerdos que volvían a encender el fuego. Otra vez a la pesca de alguien que me diera otra versión de los hechos. Mientras, componía músicas y canciones nuevas. Había mucho tiempo libre. Después ya no quise moverme más de aquella biblioteca mágica de la calle Esmeralda. Por fin había logrado vivir en un mundo fantástico. La realidad es un espacio de locura y alienación que nunca me fue empático”.

Con el registro de un narrador omnisciente y cenital, el autor recorre en las primeras líneas del libro el macrocentro de Rosario y las calles por las que circuló durante su infancia, en una invitación al lector a conocer a los personajes, los olores y las escenas de aquel Rosario de los 70 y 80. En la casa Balcarce también estaba el piano rojo August Förster, de la familia Páez. “Reinaba el piano en aquel espacio, con la solemnidad de un sepulcro imperial. Inviolable. Pasarían muchos años para que mi abuela Belia me diera la llave que abriría el cofre que contenía el santo grial familiar”, contó él, consciente de que aquella fue la primera representación del instrumento con el que cimentó una carrera.

Luego de que su madre Margarita muriera de cáncer con solo 32 años, quedó al cuidado de su abuela Belia y su tía abuela Pepa, las que instauran el cálido matriarcado que lo arropó en los primeros años. “Tanto Belia como Pepa eran mujeres de pechos grandes. Debo haberme dormido infinidad de veces sobre esas tetas del amor. Belia no perdía oportunidad para demostrar sus dotes de líder en la casa de calle Balcarce. Podríamos decir que crecí en un declarado matriarcado. Ellas fueron mis dos madres en el mundo real. Las que me cambiarían los pañales, me harían la comida, me lavarían la ropa, me bañarían, me bajarían las fiebres y oficiarían de cómplices para ocultar algunas de mis travesuras que hubieran ameritado el reto implacable de mi padre. Pepa mucho más que Belia. Todo lo que soy se lo debo a ellas”, las reconoció, y consideró que fue “un chico feliz que tenía amor a raudales”.

Repasó las tardes en el cine junto a su padre, los partidos de Newell’s junto a su amigo Claudio, la sensación que tuvo de haber descubierto el amor la primera vez que visitó la cancha de Central y los días en la escuela secundaria en los que conoció una de las primeras constantes de su biografía: “Las mujeres siempre me perdieron. A menos que pase algo extraordinario en los próximos años, esto será siempre así”.

Confesó, además, en qué medida el deslumbramiento de un concierto de Charly García y de Luis Alberto Spinetta influyeron en que eligiera la música como camino y cómo llegó a excitarse durante las clases de piano de la voluptuosa señora Bustos con quien practicaba la “Marcha turca” de Mozart o el “Para Elisa” de Beethoven. Fue después de dos años en el Conservatorio Scarafía, que se animó a abordar el piano familiar para hacer lo que él quería: acercarse a la música como lo hacía Charly.

En la segunda parte del libro, “Juventud”, recuperó aquellos primeros días de la primavera alfonsinista junto a Fabiana Cantilo, la primera de las “heroínas del amor” que “tuvieron que convivir con ese niño y su madre muerta, y Charly, tras haber sido parte de la banda de Juan Carlos Baglietto. “Cuando Charly me presentó, se produjo una cerrada ovación. Había un rosarino en esa máquina del futuro. El chauvinismo rosarino es un sentimiento muy particular. Se hace notar de una forma muy impúdica. Y como todo comandante en jefe, conocedor de los protocolos emocionales de la vida pública, Charly me presentó último, para que yo sintiera ese aplauso como un signo consagratorio”, recuerda sobre la primera vez que su ciudad natal lo vio en el escenario con García.

Tras relatar anécdotas sobre la grabación de su primer álbum solista a los 21 años, Del 63, y de dejar entrar al lector en la intimidad compartida con Cantilo, Páez emprende la difícil tarea de intentar compartir con el lector algo del inasible mundo de la creación. Cuenta que compuso “Yo vengo a ofrecer mi corazón” con papel y birome en un comedor y que fue de las pocas canciones que compuso en las que surgieron letra y música en paralelo.

“Siento que fue un dictado. Esas palabras no correspondían con la experiencia. Formaban parte de algo que estaba fuera de mi control. Supongo que las tribus tienen que volver a decir las mismas cosas a través del tiempo y en este caso me había tocado a mí. Hay cosas que se escapan del cartesianismo y los análisis. Sé que hay quien entenderá, pero también quien verá rasgos mesiánicos en estas palabras. Nada más lejos. Esto es sencillo porque literalmente no tiene explicación”, sostuvo y confesó que desistió hace muchos años del gesto de “buscar el sentido” de las cosas.

Versátil para relatar aquellos años, abandonó el devenir confesional y asumió el rol de narrador cuando se distanció de la escena para contar con detalles de cómo asesinaron a sus abuelas y a la mucama embarazada en la misma casa de la calle Balcarce en la que lo criaron y cómo debió esperar en Río de Janeiro que avanzara la investigación ante la advertencia de que los investigadores intentaban involucrarlo para encontrar un móvil. “Sobrevida” llamó a los días que siguieron a aquel triple femicidio.

En una casa pequeña en José Ignacio, que en el verano del 92 todavía era una suerte de pueblo de pescadores cercano a Punta del Este, compuso “El amor después del amor” bajo la mirada atenta y cómplice de la actriz Cecilia Roth, quien años después se convertiría en la madre de su hijo Martín. “Tener tiempo, dinero, conocimiento y audacia parece una combinación imbatible. Porque cuando falta alguno de estos elementos, la causa corre el riesgo de perder mística o rigor. O puede pecar de falsamente ambiciosa. Sin estos elementos en perfecta conjunción solar, hubiera sido imposible realizar El amor después del amor. Había una sensación en el aire de estar haciendo algo especialísimo”, recordó sobre el proceso de composición de los temas del álbum con el que hizo los míticos once Gran Rex a los que siguieron dieciséis conciertos en tres ciudades y dos países en el lapso de dos meses, antes de terminar 1992.

Hacia el final del texto, que cierra con los conciertos de Vélez en el 93, reparó en que ni su trayectoria ni las historias recuperadas hubieran sido posibles sin “su tribu”. El agradecimiento, acá, se tornó explícito: “Quiero agradecerle a mi país el haberme permitido el beneficio de la aventura. Las mieles de la odisea. El tiempo muerto que necesitan las palabras y la música para llegar al corazón de los otros. Aquí quiero agradecer a mi tribu el premio que me dieron esa noche”, recuperó y, sobre el final, prometió seguir dando cuenta de aquella odisea.

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